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Por Juan Agustín Otero | Fotografía: Pavel Tereshkovets
Unos muchachos escapan de la policía, alegremente, como cuando apenas uno o dos años antes escapaban de los patrones, en el campo, después de robar pescado o algún racimo de uvas. Son tres, aunque podrían ser más, que se consideran socialistas y reclaman a los potentados de la zona que tomen más obreros, que den trabajo al pueblo pobre, derrotado por aquella guerra que hace muy poco, en el 45’, las autoridades del mundo dieron, quién sabe cómo, por concluida. Pero los tres muchachos aman más la vida que la moral y su desventura, si es política, lo es por circunstancia.
Podría haber sido de otro modo, en un país menos triste y más rico. No se odia al cura por ser cura, ni al devoto por ser devoto. Están del otro lado, en esta lucha, la de ahora, pero integran un mismo lugar. Es así que, cuando uno de los muchachos muere, se lo lleva a la iglesia sin que eso importe ninguna contradicción: por el contrario, es lo más natural, lo que debía hacerse. Porque en estos varios pueblos de Italia, las protestas continúan el tumulto de las fiestas. Los adolescentes que se emborrachan en las bailantas son los mismos que, más o menos igual de borrachos, piden a gritos la revolución. Y todo eso se hace con un estoicismo, un verdadero cariño por el mundo, que va más allá de las ideologías declaradas. Son las ganas de vivir, aunque esto suene ingenuo, sobre todo para cierta juventud de este siglo, para la que el único humor admisible es el sarcasmo y la única forma de habitar la política, un moralismo exagerado, en el que todos y nadie creen.
El sueño de una cosa de Pasolini (nueva traducción por Editorial Mardulce, 2019) no es una novela militante ni de tesis. Por el contrario, es una novela vitalista: hace notar cómo, entre tanta precariedad e injusticia, las cosas merecen, igualmente, ser vividas e imaginadas. No son menos dignas las monjas que los dirigentes comunistas. Hasta los potentados, atrincherados en sus mansiones, vibran con una cualidad humana que no puede definirse: cuando apuntan con sus escopetas a los agitadores, no se atreven a disparar. Las vacas que pastan y el estiércol, las canciones populares, las montañas cubiertas de vegetación o perfectamente desnudas, las camisas de los muchachos y los vestidos recién terminados de las mujeres, el sudor, el cuerpo, la noche, todo eso que es materia, ni más ni menos que densa y opaca materia, se mueve gozoso contra la adversidad. No es la fiesta de Hemingway ni de Fitzgerald, de jóvenes ricos y turistas que recorren el continente en el período de entreguerras. Tampoco es el imaginario de Pavese, en el que todo es melancolía y derrota y la dicha estética es la constatación de esos dos sentimientos nobles y amargos. Los que ríen en esta novela son más pobres y más resistentes, menos urbanos, hasta diría más reales. No sufren a pesar de todo o si sufren lo hacen entre bromas, entre vasos de alcohol, olvidados del desempleo y la pobreza. No son ingenuos como el rebaño que se deja llevar por los pastores, sino como los animales de la estepa que huyen y agreden a los cazadores, inmersos en el juego. En esto, no hay ninguna parte inventada, decididamente ficticia o ilusoria: hasta el último momento, en el escenario más terrible, la vida es la espera de una cosa mejor que existe, aunque no pueda ser nombrada. Así lo indica el título y lo insinúa todo el relato.
No hay duda de que esta novela de Pasolini tiene una sensibilidad de otra época. Es buena, pero está lejos de nosotros. Les pasa a muchas obras, de las mejores, que se han convertido en documentos de la historia. No digo esto con nostalgia. Es una mera comprobación. Con asombro, se lee El sueño de una cosa, porque el sentimiento que anima sus páginas es una esperanza, una fuerza, que la mayoría desconocemos. Ahora, ese sentimiento quizá le pertenezca definitivamente a la literatura. Accedemos todavía a estas cosas -es cierto-, pero como se accede a las vidas de los emperadores. En algunos libros de la biblioteca, entre muertos y dormidos, moran estos fantasmas. Y como se visitan las ruinas, hoy se leen novelas. Las ruinas son bellas e interesantes, claro está. Pero el imperio que las precedió ya no existe. En Roma, ya no se encuentra a Roma desde que Quevedo escribió su famoso poema.
El sueño de una cosa
Pasolini Pier Paolo
Editorial Mardulce
2019
Pág. 266
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