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11-04-2019 Notas

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Por Cristian Rodríguez | Fotografía: Fabio Orsi

I.

La historia de la fotografía tal vez sea la experiencia de un viaje y un relevo, aquél que toma sus raíces en las pretensiones de la pintura de salón, el retrato cortesano y burgués de un prestigio episódico e inaugural. Sin embargo, esa experiencia muestra rápidamente su decrepitud, y de este modo podríamos decir que la fotografía como método tecnológico de captura de la imagen es una auténtica toma de la Bastilla, una revolución en los modos sociales de construir mirada.

Esta nueva enajenación, de la que todas las artes toman referencia durante el curso del siglo XIX, está ligada, por otra parte, a la construcción de la ciudad moderna. Cuando leemos a Baudelaire y sus “Flores del mal”, sabemos que esa dislocación de la mirada ya no será una bucólica, y que el amor y la incertidumbre del “tedium vitae” quedarán marcados por un nuevo sesgo: el de la industrialización y tecnologización definitivas de la ciudad como portadora de una nueva peste.

En esta pestilencia simbólica, ciudad y fotografía se vuelven indesligables. A partir de allí la fotografía salta el margen de la familia burguesa y se vuelve obús en un campo de discursos y diversos sincretismos.

II.

En este sentido, es este el cénit de una interioridad que se hace exterior, su política viable al ojo de la multitud, lo multitudinario, lo múltiple, lo mutilado incluso. Las grandes utopías arquitectónicas del siglo XX, de la mano de artífices como Gropius, Le Corbusier, Wrigth, Mies van der Rohe, Niemeyer, toman esta dirección que, en sus efectos y repercusiones, estalla sobre todas las vanguardias estéticas contemporáneas.

Podemos decir que la historia de la fotografía es asimismo la reseña estructural de los modos en que se comenta la ciudad. El relato deja paso en la ciudad moderna al uso de la imagen testimonial. La fotografía produce un loop, un rulo que retorna así a los espacios espirituales, a la intimidad de las casas y la interioridad de los cuerpos respirando en las camas; pero ahora esos cuerpos quedarán capturados por la dinámica de la urbe, serán a partir de allí cuerpos desnudos, clandestinos, desgarrados o políticos, pero cuerpos en la ciudad. La ética de esos cuerpos fragmentarios es entonces un documento exterior que yace en la interioridad de un parpadeo. Parpadeo “de” la ciudad.

¿Qué reúnen estas auténticas Torres de Babel que son las ciudades, usinas plurales donde el parloteo de capas superpuestas, de extrañas lenguas, desafía los principios del naturalismo y de dios? Su diferencia con el recurso bíblico tal vez lo encontremos en el arte sincrético, donde ese exiguo parpadeo deja entrever lo que se vuelve habitual en la pintura no figurativa: contraste, oposición de planos, ritmo, intensidad, extenuación y convivencia. Así, de este modo residual, la imagen se babeliza junto con la estética de estos cuerpos en el espacio: cuerpos vivientes junto con estructuras arquitectónicas que parlotean. La ciudad toda es discurso y tiempo. La ciudad toda es viviente.

Pero un viviente, como bien sabemos, no constituye necesariamente un sujeto, ni garantiza el advenimiento de un sujeto. Y el psicoanálisis, en este sentido, es una interpelación permanente a este tipo de advenimiento maquínico y sólo viviente.

III.

Si tomamos un exponente de la ciudad cosmopolita, la música de jazz, podremos encontrar allí una preciosa definición de eso que hace sonido articulado, parloteo, dinámica viviente, sustancia que parpadea. Como en la cita de Miles Davis, donde su trompeta toma el artilugio de rumores desvanecidos y vibratos anónimos, dice: “la música es la arquitectura del silencio”. Esta cita se asemeja a aquello que experimentamos en un recorrido de análisis, más allá de las palabras y sus consistencias simbólicas.

Silencio arquitectónico, allí donde el punto ciego no deja ver otra cosa que la estructura, el hueso de una verdad en ciernes, respecto de eso que permite al discurso desplegarse: el vacío, la ausencia, las sombras que rodean el haz de luz, finalmente la alternancia. Valga este exquisito modo de situar en la fotografía una ciudad: de sus parpadeos, de esos bordes dentados surge una trama, una trampa de viaje y recorrido. Esa respiración es fundamental a cualquier intervención humana, y de este flujo delicado depende su respiración.    

El parpadeo, al igual que la pulsión en Freud y en la práctica psicoanalítica, permite esa indagación de lo silente arquitectónico, de lo viviente demudado y mecanizado, propone una tendencia -eso que podríamos considerar no sólo como aspecto estructurante de la pulsión, sino como una posible definición ligada a su función- que promueve una transformación de la estructura, un atravesamiento del fantasma -o mejor decir serie fantasmática- y una experiencia -como la que propone el psicoanálisis- de restablecer la relación con la cosa, molerla y rehacerla, en la dirección -tendencia- de una posición que ya será transubjetiva. Es decir que, en esta verdadera invención, impulsa la dimensión política del sujeto en su posición frente a los horrores de la mismidad cosificante, esa que también tiende a aparecer en la fotografía, como uno de los múltiples artilugios escenográficos y tecnológicos de la modernidad acumulativa.

No es del mismo orden -entonces- fotografiar que parpadear con la fotografía. Los alcances del psicoanálisis no sólo como práctica clínica del lazo social sino como teoría política del hacer lazo, en una dimensión comunitaria y, fundamentalmente, como teoría del acto -y en lo que a nosotros respecta, del acto psicoanalítico-, proponen una heterogeneidad en el espacio que es de manera instantánea una multiplicidad y asimismo una poli dimensionalidad. Allí donde cada una de estas artes se condensa y despliega a un tiempo, libera energía, y que esa energía es del orden de un cuerpo de la letra, letra rastro, letra real del rastro de la relación del significante con un trozo de goce que se anuda y algo pierde, cae irreversiblemente. Eso que también me permite reconocerme en un cuerpo, un cuerpo de la adrenalina de la descarga y asimismo un cuerpo simbólico de la relación con lo real Pero, ¿qué cuerpo entonces? Y, ¿cuántos cuerpos? Aquí, lo singular no supone de ningún modo la versión unificante y aplastante del cuerpo unicidad de la cultura de occidente normativizante. Este cuerpo, de algún modo, se resta a la fotografía pasivizante, posada, dogmática, también proliferada hasta el hartazgo de la “selfie.”

IV.

Esta bella práctica de producir un negativo fotográfico, una de las posibles estelas que encontramos en la práctica psicoanalítica, este devenir que es incluso estricta impresión del rastro simbólico negativizado -como signo lingüístico que señala no sólo un más allá, sino la función estructural de lo inespecularizable-, es quizás lo más oportuno y parecido a un poema, o mejor decir, al devenir de la poética en acto, el poema en ciernes de escribirse y escribiéndose a un tiempo, simultáneamente.

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