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Por Sergio Fitte | Ilustración: Olimpia Zagnoli
El sonido es apenas eso. Nada más que un sonido. Con el correr de los minutos comienza a parecerse al rumor que hacen los mosquitos durante la noche. Con sus vuelos rasantes y amenazas constantes de picoteo. El tiempo pasa y la cosa se va poniendo difícil. No me acostumbro nunca.
Él, Bautista, duerme como un ángel. Como el ángel del infierno digo yo. Desde el principio habían dicho que no iba a durar mucho, que había nacido enfermo y solo restaba esperar. Resignarse. Pero algo pasó en el medio. La vida pasó. Y al final parece que no se va a morir ni hoy, ni mañana, ni nunca.
Duerme conectado a una máquina que le purifica y proporciona el aire que necesita consumir, además le acompasa la respiración. El siseo que produce me enferma de los nervios. No puedo hacer nada. Solo revolcarme dentro de mi cama y aguardar que se haga de día una vez más. El día llega como una tortura. Pero la noche también lo es. Por lo que nada es mejor. Todo, a cada momento, es un poco peor.
Bautista nació con muchas dificultades para respirar, esas fueron las palabras de la pediatra que lo recibió. O lo que la familia comentaba al descuido cuando el sonido que realizaba el nene para mantenerse con vida se tornaba indisimulable.
Decir que Bautista y su garrafa son una única y misma cosa no es faltar a la verdad. Sin mentir digo que no lo recuerdo sin ella. Y eso que soy de buena memoria y tengo unos cuantos años más que él.
–Sin esta cosa no vivo.
Esa es la manera que tiene de presentarse cada vez que conoce a alguien, de iniciar una charla con él o la desconocida.
A Bautista lo tiene sin cuidado el tema. No le calienta nada. Yo tengo la certeza que el aparato me odia y sabe que me va a terminar matando. Así es que se empeña en hacerme las noches tan complicadas. A tal punto llega su trabajo que muchas son las horas que el sonido continúa repercutiéndome en la cabeza por más que me haya levantado y me encuentre ya en el trabajo. Es solo entrar a la oficina y sin haber abierto la boca dejar al descubierto qué suerte he corrido en las horas nocturnas.
–Otra vez vino abombado.
Esto es lo que se escucha decir a mis espaldas la mayoría de las veces. Suelo no contestar. Por lo general ando demasiado cansado para entrar en polémicas. Suerte que mi trabajo es tranquilo. Si fuese maquinista u operario calificado seguro ya hubiese producido una catástrofe que me hubiese colocado directamente en la cárcel.
Por más que insista me es imposible recordar desde cuándo está conectado a ese artefacto. Lo cierto es que desde hace un tiempo el ruido que produce se ha multiplicado, al menos es lo que siento. O a lo mejor no; y son cosas que me vienen a la cabeza, por los nervios que los tengo de punta. Lo que sí sé, es que estoy al borde de volverme loco. Pero antes de que eso ocurra voy a intentar matarlo, como ya lo hice en otras oportunidades, o voy a tratar de apagar esa garrafa de mierda. O algo. No aguanto más.
Lo que se había iniciado como algo transitorio se terminó por convertir en costumbre, porque eso era lo que tiene Bautista. Una costumbre. Bien quisiera yo sacarle su garrafa y ver de que manera responde su organismo. A veces pienso que tiene un ancaprichamiento en molestarme y nada más. Están a la vista todos los beneficios que le saca a la situación. Lo dejan adelantarse en la fila de los supermercados. Le ceden el asiento en los transportes públicos y lo fundamental y que nadie lo quiere decir: la garrafa es el arma de seducción más potente que tiene. Aunque parezca mentira así es.
Durante el asado familiar de los domingos, el primero de este año, el abuelo Martín, sin dudas el más descerebrado y cómico de todos los parientes, como al pasar, dejó escapar que andaba muy congestionado, que le costaba respirar. Yo estaba sentado justo delante, masticaba pausadamente un pedazo de asado, siempre estaba atento a las mentiras o chistes que el abuelo solía decir, debía tener cuidado para no atragantarme ante un ataque de risa inesperado. Entonces, es que lo veo que la codea a la abuela. La abuela, pobrecita, no está a la altura de las circunstancias como para andar entendiendo de sutilezas e ironía, pero el abuelo siempre trata de hacerla participar en sus chanzas. Ese ha sido un gesto muy honesto y valioso que siempre destaco. Luego de ese toque sutil llegan las palabras.
–La verdad, Bautista, hoy no me vendría nada mal una de esas garrafitas, a lo mejor en la semana me compro una.
A partir de ese chiste la reunión se centró en el tema de Bautista y dale con Bautista y el genio de Bautista. Para colmo, lejos de amilanarse, Bautista se convertía en el centro de la escena contando anécdotas y situaciones cómicas que le tocaba vivir a partir de su compañero Rulfo. Así llamaba al aparato que lo ayudaba a respirar.
No sé si el resto se daba cuenta, pero a medida que avanzaba la reunión, el calor del vino, la agitación de las idas y venidas en busca de carne o lo que fuera, Bautista le iba subiendo el volumen al suministrador de oxígeno. Por momentos, según de que lado viniese el viento, el sonido era aterrador. Nadie parecía notarlo. Y a mí me daba no se qué ser quien pusiera el grito en el cielo.
Comencé a pensar que quizás fuera solo yo quien percibía aquel ataque. Que a lo mejor la frecuencia que producía solo me afectaba a mí. Quizás mis oídos habían virado a la frecuencia auditiva de las ballenas, por ejemplo, y por eso, tan solo por eso yo me sentía molestado por algo que en realidad solo existía para conmigo.
Cuando la abuela largó:
–Como joden las moscas.
Comprendí que no estaba solo en mi lucha. A la vieja no podían molestarla las moscas porque no había. El viento se las había llevado a sus lugares.
Acertadamente el abuelo, para no dejarla en evidencia a su amada esposa, tomó un repasador y golpeó con furia dos o tres veces la mesa desparramando ensalada rusa para todas partes, cosa muy festejada por todos, para concluir diciendo:
–Listo, ya las espanté –y luego continuó con las anécdotas dejando sin efecto las palabras de la viejita.
–No, no las espantaste. Aun las sigo escuchando.
Quedaba por demás confirmado que no era solo yo quien sufría el ataque auditivo. Traté de escapar mentalmente poniendo en práctica diferentes estrategias. Charlar a lo gritos con los parientes más mayores, fue la primera, gesticular con ambas manos para distraerme. Resultado: ningún beneficio.
Luego intenté el diálogo sutil e íntimo con algunas primas, esto consistía en secretear en la oreja, siempre marcando las erres y las eses, buscando que la resonancia tanto al hablar como al escuchar, mejorara la situación. Nada.
Por último me dediqué al vino. Todo comenzó a cambiar desde entonces. Podría decir que a partir del segundo o tercer vaso durante aquella misma jornada las cosas se modificaron. No me animo a calificar al cambio como algo positivo. Más allá de cualquier valoración al respecto, las innovaciones fueron significativas.
Situaciones que tiempo atrás me parecían violentas y de un egoísmo, injustificado y brutal, se fueron convirtiendo en pasajes risueños y pasajeros. Hasta logré comenzar a descansar por horas completas durante la noche. A lo largo de unos meses me sentí cerca de Bautista. A lo mejor lo más cerca que estuve de él en toda mi vida.
El problema se presentó cuando él descubrió que el alcohol se había convertido en mi arma de defensa. Era fácil darse cuenta que yo me estaba iniciando en la bebida. Había dos motivos que me dejaban al descubierto. El primero era que yo regresaba del trabajo con, al menos, dos o tres latas (esta cantidad solo fue al principio) de cerveza bajo del brazo. El segundo, más evidente todavía y complicado de sobrellevar, era que la bebida al no ser yo un tomador frecuente, me caía muchas veces mal.
El carácter se me fue agrietando. Por momentos me volvía violento. En especial cuando aun no estaba tomando. El alcohol me tranquilizaba. La espera me enloquecía. Esa era solo una parte del segundo motivo. La otra era el vómito.
Este segundo aspecto se lleva un párrafo aparte. A lo largo de mi vida nunca tuve problemas de descompostura estomacal. Esto me llevó a que no conociera bien el mecanismo del vómito o mejor dicho de los síntomas que lo anticipan. Me llevó casi un año entero descubrir cuándo me estaba por acometer al sacudón y la arcada que presagia la catástrofe. El aprendizaje fue lento porque, como es obvio de entender, cada vez que vomitaba yo estaba ebrio.
Según se suele contar durante las reuniones familiares de las que ya solo recuerdo los primeros momentos, he realizado papelones monumentales en los lugares más insólitos. Por lo que me dicen -muchas veces descreo de los relatos- se mencionan sitios muy extraños para mis costumbres. Es muy probable que a todos ellos, yo, haya concurrido empujado por las insistencias de Bautista, la época en que nos llevamos bien. De lo contrario mi presencia hubiese sido imposible.
No me caben dudas. Estoy convencido que en cuanto descubrió el sistema de defensa se puso como objetivo destruirme por completo. Y así están las cosas.
Lo que en un primer momento sobrellevaba con solo unos pocos vasos de cerveza pronto se fue convirtiendo en unos pocos porrones. Luego pasé a las botellas y por último me incliné por la bebida blanca. No solo por su efecto más rápido; sino también para bajar un poco el volumen que debía transportar para poder emborracharme y ponerme a salvo del ataque permanente de la garrafa que le proporcionaba aire y vida a mí hermano.
En una tienda de anticuarios me compré una valija de viaje muy añosa a bajo precio. Por lo tanto en cuanto salía del laburo la completaba con la cantidad necesaria de alcohol y enfilaba para casa. Nunca fui de los que se sientan a tomar en un bar. A mí en realidad la bebida no me gusta. Solo me protege y no mucho más.
Generalmente ni bien entraba y según el esfuerzo que me vieran realizando con la valija, el que estuviese de turno, largaba:
–Se ve que trajiste bastante trabajo a casa.
O simplemente.
–Poquito vas a trabajar hoy.
Y nos saludábamos y todo seguía con normalidad.
En cambio Bautista no.
Bautista me semblanteaba con la vista, sacaba sus propias conclusiones y después se agachaba. De acuerdo a como me hubiese encontrado ponía la perilla de la garrafa en 3 a lo primero. Todo fue aumentando con el correr del tiempo. El día que lo vi colocar la garrafa en 5 decidí comprarme la segunda valija. Cuando el 6 se le hizo costumbre me pasé única y decididamente a la bebida blanca. Y me puse en la cabeza que, llegado el momento, si se le ocurría estacionar el artefacto en 8/9 no me quedaría otra que recurrir a la cocaína. Aunque le tenía pánico a que eso pudiese llegar a ocurrir.
Para ese entonces las horas de la noche, aquellas en las que se debe descansar, se transformaron en decididas batallas, dónde no había límites. Para peor, él no me daba un momento de respiro. Yo intentaba por todos los medios llegar primero a la pieza, pero lo lograba muy de vez en cuando, o nunca. Yo estaba tan cansado, que sumado al alcohol que tenía en sangre, no tardaba un minuto en dormirme profundamente, y ahí sí se podía decir que tenía la situación controlada. No me importaba que estuviésemos en mitad de la cena, o aun antes, poniendo la mesa si era necesario. En cuanto veía que Bautista se tardaba más de un momento en la cocina ayudando a quien estuviera haciendo de comer, era capaz de salir disparado y zambullirme de cabeza en la cama, sin siquiera tomar la precaución de sacarme un poco de ropa. Igual no había caso, al instante, se aparecía él con su garrafa al hombro.
–No doy más –decía con sarcasmo y ponía el aparato al menos un punto más fuerte. El sonido comenzaba a rebotar contra las paredes y la cabeza a temblarme por horas, años, eternidades. En varias ocasiones debía soportar sus lamentos y amenazas encubiertas.
–Esto cada vez larga menos aire. En cualquier momento lo voy a tener que utilizar durante todo el día al mango.
Eso me hacía estremecer. Para aguantar las ganas de llorar, de rabia, abría la valija y me empinaba lo que pudiera encontrar en aquella oscuridad. Tragaba tanto como podía. Hasta quedar desmayado. A lo mejor en algún grado peligroso de coma alcohólico.
Por suerte algo dentro de mi organismo respondía al llamado del reloj a la hora que lo colocara. Es probable que un método de defensa dejara mi sistema de atención en alerta y en cuanto se producía el primer “pip” saltaba de la cama como un resorte. De un salto me colocaba de pie y buscaba mi ropa de trabajo si es que no la tenía ya puesta. Me vestía tan rápido como podía, me lavaba la cara y salía como escupido de la casa. Quedaba un par de segundos empujando del lado de afuera la puerta, como un niño lo hace para protegerse de que lo agarre el cuco. Recién en ese momento miraba hacia el cielo y me daba cuenta de cómo estaba la mañana. Muchas veces me descubrí con la ropa equivocaba. Esto nunca fue suficiente para que volviese a entrar en busca de un mejor atuendo. Me subía al auto. Ponía la radio, y me lanzaba hacia delante, por unas ocho o nueve horas estaba salvado. De todas maneras la tortura de saber que debería volver a mi casa era casi tan descarnada como el sonido que me esperaba al regresar. Me encontraba en una encrucijada de la cual no sabía como salir.
El sueño permanente y el agregado del alcoholismo estaban haciendo estragos en lo que iba quedando de mi organismo. Se podía decir que me arrastraba en todas las actividades que realizaba. Llegó el momento en que me di cuenta de que no podía más. Una sola esperanza me quedaba cerca de la mano: cocaína. Recurriría a ella sin importar que pudiese ocurrirme en el futuro. Había realizado un pormenorizado análisis de los pro y los contra. No me quedaba otra. Nada podía ser peor. Cocaína.
Aquel día fue viernes. Cumplí las horas de trabajo en un estado de nerviosismo bastante extraño. Me estaba preparando para el futuro. Decidí no comprar bebidas alcohólicas ni regresar a casa con las valijas. Era de esperar que lo hubiese hecho con las dos repletas de botellas, ya que por delante nos esperaba un fin de semana largo. Fue una sorpresa mi aparición. Cosa que, por supuesto, no pasó desapercibida.
–Este chico no está bien –escuché que mi madre le susurraba a papá en el oído.
Un poco de razón debería tener porque las manos me temblaban de una manera espantosa. Es la abstinencia me decía yo para calmarme y no me calmaba nada.
Los ojos de Bautista se abrieron de una manera llamativa. Como única respuesta hizo que se agachaba a atarse los cordones, estaba mirando un partido de la B Nacional en la tele, y aprovechó a aumentar la frecuencia del monumental aparato respiratorio que lo perseguía a sol y sombra. Me perseguía.
Claro está que aquella noche fue una tortura interminable. Traté de estarme lo más calmado posible repitiendo como un karma “pronto llegará la cocaína”. El día sábado salí a hacer un poco de deporte al aire libre. Quería que mi cuerpo estuviese lo más limpio posible antes de comenzar a aspirar la última esperanza. Llevaba unas cuantas horas sin beber. Corrí un buen rato por la plaza sudando a mares. Purificándome. Volví a casa ya bien entrada la tarde. Por la forma en que me miraban me daba cuenta de que había sido objeto de debate durante toda mi ausencia.
Mamá no decía nada. Papá menos.
Bautista se agachaba y fingía atarse las zapatillas y aprovechaba para aumentar el volumen de liberación de oxígeno.
Me di una ducha rápida y sin dar pie a que me consultaran salí a todo lo que daba de la trampa de la casa. Ni siquiera Bautista que, de más está decir, se encontraba al salto para acompañarme a dónde decidiese ir “porque no me veía bien y me quería proteger”, tuvo oportunidad de detenerme. Logré eludir todos los controles y fiscalizaciones familiares.
Me fui al restobar. Ni bien llegué la divisé a Carla, una robusta ninfómana que conocía desde la época de la escuela. Su frase de cabecera era: “coger con vos sin cocaína, es hacer un trámite bancario” y se lo decía a muchas personas. A todas a lo mejor.
Ni bien me vio me notó tenso y desesperado como nunca se lo hubiese imaginado.
–¿Ya querés?
–Y qué te parece.
Sin agregar nada se paró de la silla en la que descansaba su descomunal cuerpo. A punto de voltear mesa y botella estuvo. El vaso no tuvo la mejor de las suertes y se estrelló contra el piso.
Me llevó al baño arrastrándome de una de las muñecas, como si fuese su hijo. Recién cuando cerró la puerta me di cuenta de que transportaba una mochila de un tamaño respetable.
–Vos sos un amigo –me dijo. –A vos te voy a dar algo mucho mejor que la cocaína.
Ella transpiraba, y eso que no hacía mucho calor, sin dudas eran los kilos. Se la notaba excitada también.
–Mirá. Sabés cómo se usa.
No tuve que pensar mucho tiempo. La verdad nunca se me había ocurrido.
–Claro que sé cómo se usa.
–Tiene varias graduaciones. Esta es la última del mercado. La más potente. Tiene quince potencias diferentes.
Agarré la manguerita. Me la metí por debajo de la camisa. Tomé la mochilita y ya conectado volvimos a la mesa a tomar un aperitivo.
Me sentí mejor desde el principio.
Charlamos un rato largo con mi amiga. La garrafa nos hacía compañía. Nos contemplaba en silencio. Al pasar hice referencia a una especie de zumbido que había en el aire.
–Debe ser la música –me contestó.
Y era cierto. Otra cosa no se escuchaba.
Cuando nos cansamos de tomar no fuimos a su casa a realizar el trámite bancario con ingredientes. La noche se paso rápido. Dormí enchufado. Como lo hacen los bebés prematuros. Si no me hubiese despertado tan enredado en la manguera podría haber asegurado que el descanso había resultado perfecto. Era media mañana cuando amanecí. Por alguna razón mi amiga había desaparecido, quizás había ido a buscar facturas a alguna parte. Pero yo estaba apurado, quería llegar rápido a casa y compartir el almuerzo tradicional de los domingos con la familia. Tenía una novedad para contarles a todos.
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