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30-05-2019 Notas

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Por Julián Ferreyra

I.

Freud utilizaba todo el tiempo analogías y metáforas bélicas, no sin citar a Napoleón o a los grandes generales de la antigüedad. Lacan leyó y utilizó de Carl von Clausewitz las categorías de táctica, estrategia y política para situar las dimensiones del acto analítico. ¿Por qué no valernos del concepto de conducción política de Juan Perón -militar convencido de que la mejor finalidad de las artes bélicas eran su aplicación a la acción política- para discutir el lugar de la “técnica” en psicoanálisis o, más específica y modestamente, en torno al psicoanálisis argentino? Rápidamente una propuesta: una conducción de la cura orientada por la incorrección política.

La conducción hace del psicoanálisis un modesto pero genuino arte, todo centrado en una ejecución minuciosa pero audaz. La acción de conducir hace posible bordear cierta imposibilidad, ya que para Perón implica una práctica de gobierno que no es la de un Amo sino lisa y llanamente la de un Analista.

Conducir es un verbo que permite neutralidad pero nunca tibieza: nada más singular y significante que los verbos que utilizamos. Conducir es superador, por la complejidad y la conflictiva que aloja, a gestionar. Porque gestionar la cosa pública o lo privado es fatalmente lo mismo, ya que en la propia distinción está la trampa: la ilusión de la esfera privada que se sustrae de lo público se referencia tanto en la moral liberal como en la mitología individual del neurótico, y tiene como único objetivo la despolitización. Lo político es y está tanto en lo público como en lo privado.

En esto también se basa un psicoanálisis, ya que politizamos la vida “privada” sin filtrarla ni exhibirla, sino simplemente permitiendo que devenga íntimamente extraña, singularmente impropia. El conflicto no está acotado a una esfera. Por ello, si acordamos en que lo personal es político acordaremos también en que el síntoma es conflicto, que éste es signo de lo inconciente y que, finalmente, el inconciente es la política.

II.

 La regla fundamental de Perón sobre la conducción es el principio de economía de fuerzas. El mismo supone que el éxito de la conducción implica recortar un objetivo, una temporalidad y una espacialidad, y que no es necesario ser más fuerte o tener más poder en todo momento/lugar. Este principio tiene una clara inspiración Oriental, al estilo de El arte de la guerra de Sun Tzu, en tanto se pondera la ocasión, la astucia y la lógica por sobre una superioridad total y constante. Desde Lacan, un modo de sostener genuinamente una praxis y no de ejercer un poder. De ahí que se pondere tanto la cuestión del secreto, la sorpresa, la astucia y la información: se trata de saber aprovechar estos elementos a través de su experiencia y vivencia directas. Algo análogo a la operatoria sobre/desde la transferencia, en donde estamos advertidos acerca de que las pequeñas ventajas son las decisivas.

En este sentido, Perón nos recuerda que el arte de la conducción nació conduciendo: “lo único fundamental es ejecutar. Por eso es conducción y no concepción. Es un arte simple, pero todo de ejecución. Es simple porque no hay nada forzado que uno tenga que recordar, que uno tenga que cotejar; no es un cálculo de probabilidades”. ¿No es también analogía de lo propio de la regla fundamental en psicoanálisis, a saber, que en una cura se trata de ejecutar -por quien se analiza- dicha regla, y nada más? Dejar de calcular y especular con las palabras permite a alguien simplemente decir.

La única resistencia, planteó Lacan, es la del/de la psicoanalista; ante esto Perón dirá que “…el culpable es siempre el conductor. Algún error habrá cometido, ya que salvar al partido -a la cura- es su función, porque es su causa. Cuando sucumbe su causa, también sucumbe él…”. Del mismo modo, como en un psicoanálisis se conduce a la cura y no al/a la paciente, “el conductor no lleva a nadie; la tarea fundamental del conductor es hacerse seguir”. Este hacerse-seguir no debe confundirse con una burda identificación, sino más bien con hacerse-seguir en la experiencia de lo inconciente. Y esto se logra a través de una transmisión, de una invitación, fruto de la elocuencia político-analítica de quien conduce: “…la expresión de la verdad en el menor número de palabras (…) la verdad debe hablar sin artificios”, tal como lo propio de una interpretación. Porque la única verdad es la realidad psíquica.

III.

¿Gestionar el deseo? Se escucha esta idea tanto en la autoayuda con fundamentaciones neurocientíficas como en los consejos new age-evangelistas. El fantasma es justamente un modo de “gestionar” el deseo: la gestión es la ilusión y al mismo tiempo la concreción de la despolitización del acto. Es (su)gestión, y por ende proponemos que el verbo sea conducir. El deseo es conflictivo y por ende ingestionable, más no por ello ingobernable. El deseo (se) conduce y conducir, decía Perón, no es mandar sino persuadir -desde lo políticamente incorrecto-. ¿No es justamente la persuasión el centro de lo que de nuestra experiencia como psicoanalistas recortamos como lo propiamente artístico? La incorrección política siempre implica audacia, y de esta clase de persuasión hablamos. Un analista conservador difícilmente cause el deseo de su analizante, ¡y menos aún si éste también es conservador! La conducción es una audacia con lógica.

Quizás deberíamos re-lanzar el escrito lacaniano La dirección de la cura y los principios de su poder hacia La conducción de la cura y los principios de su política: lo propio de una conducción analítica, de un arte con y para otros.

IV.

En Conducción Política (1951) Perón plantea que “la técnica del conductor ha de ser una técnica inteligente, esto es, una técnica que rechaza lo mecánico o rutinario. Una técnica viva, en permanente evolución. Si se estabiliza, se queda atrás. En ese sentido, la inteligencia del conductor está en mantener al día su técnica y en no esquematizarse o caer en la rutina de una técnica que será superada por el tiempo” -incluido el tiempo de la propia transferencia-. Diremos nosotros, un conductor analítico se mantiene al día con la técnica para, justamente, no tentarse ni infatuarse con y desde ella. De nuevo, nada más mecánico que la gestión, nada más emocionante que la conducción.

La técnica es un verdadero problema en psicoanálisis: la tentación de volverla un estándar es recurrente y ha existido desde el inicio de esta práctica. Así, encontramos tanto el problema de la técnica trabajado por el propio Freud, hasta el problema aún mayor del abuso de tecnicismos por los salieris e imitadores freudolacanianos -del pasado y de nuestros días-. Dicho de otro modo, no hay mejor ni más sencilla forma de degradar y de psicologizar al psicoanálisis que hacer de la técnica el centro y, así, pervertir una experiencia en protocolo. Esto sucedió con los primeros freudianos, como con los llamados posfreudianos y con la exportación del psicoanálisis a Estados Unidos; y sucede también hoy en día, cada vez más sutil y afrancesadamente, con ciertos exponentes y “popes” del lacanismo, que hacen de “la” técnica -esto es, rechazo a alojar el sufrimiento, sesiones irrisoriamente breves, semblante de garca o nihilismo berreta- verdaderas formas imperativas, normativizantes y de mutua legitimación. Éstos últimos no conducen un movimiento o escuela, sino que mandan y gobiernan cual Amos o Universitarios, tiranía liberal mediante.

Todo esto se degrada hasta la violencia de lo patético y, ante tal o cual escena no tan ortodoxa -entendiendo ortodoxia por lo que tal o cual Escuela o Referente decreta-, se oye el siguiente latiguillo: “eso no es psicoanálisis”. Por esto último es menester recordar que una cosa era Lacan, o ser lacaniano, y otra cosa es ser la cana.

V.

Para Freud toda técnica debe fundamentarse en una ética, y es por esto que cualquier rudimento, saber-hacer, operación, gaje o yeite -éstos últimos lunfardos son realmente precisos para lo que estamos diciendo- que utilizamos para ejercer nuestro oficio no es estrictamente una herramienta, sino una prolongación de lo más íntimo, vulnerable y potente que se puede referir: el propio deseo. De nuevo con Perón, “la conducción política es un arte y, como tal tiene su teoría y su técnica, que constituye su parte inerte; la parte vital es el artista”. Cada analista tiene, mejor dicho, es sus gajes y yeites.

Por ello es que un analista es síntoma, y desde allí (se) conduce desde una política, e incluso desde una ideología. Un analista que cree a su intervención carente de ideología o bien no está comprendiendo la idea de carencia, o bien es tan tibio como cualquier neurótico, o bien es tan mentiroso como el gestor que se publicita apolítico desde un supuesto tecnicismo.

Dicho esto, y una vez más, una cosa es la neutralidad y otra la tibieza: la neutralidad que no abraza una ética es un rechazo a la toma de posición, una imberbe pasividad. No somos meros administradores de consorcio, ni exitosos gestores de vidas ajenas o “counsellors”; volviendo a Perón, “la función del que conduce no es meramente la de administrar justicia”. Conducir una cura es otra cosa, ya que implica la imposible tarea de ser juez y parte.

VI.

Según Perón “gobernar es crear trabajo”. Esta premisa es central para comprender la soldadura entre gobierno y conducción en su doctrina, y quizás sea útil para la doctrina psicoanalítica. De paso, recordamos que la palabra doctrina también está en Freud, y resulta quizás mucho más interesante que la idea de técnica, ya que una doctrina no es dogma sino que implica una lógica. Volviendo, diremos que conducir una cura también es crear trabajo, trabajo analizante, que es un trabajo ontológicamente nuevo. No se crea un trabajo que exponga y usufructúe del saber y de la dignidad de alguien -lo propio de un Amo y su Esclavo-; tampoco un trabajo que legitima y reconoce al tiempo que idiotiza y aliena -el lumpen astudado, emprendedor de sí, con su maestro académico-; e incluso tampoco un trabajo que permite una revuelta justa pero a costa del propio cuerpo -el mártir, la histeria-.

El peronismo es un discurso que gobierna creando trabajo y viceversa. Causa el deseo creando trabajo, y también viceversa. Produce una división en el sujeto que no implica desunión sino más bien un nuevo modo de lazo social. Conduce a una única clase de personas: quienes trabajan en su deseo. Esto permite que los Amos no se extingan pero sí al menos que caigan de su lugar de tiranía y privilegio; hasta incluso que puedan ser utilizados para el bien común.

No casualmente el peronismo es el hecho maldito, ya que permite una resolución, o al menos una buena mojada de oreja o susto, al llamado discurso capitalista de Lacan, que hoy referiríamos como lo propio del neoliberalismo: el peronismo, aún dentro de la lógica capitalista, gobierna creando un trabajo que incluye a lo que llamamos “sujeto”, siendo el trabajo un medio y nunca un fin en sí mismo, ni un fin para terceros. Se crea trabajo pero también educación o, como diría Freud, por añadidura una poseducación. Trabajar como apuesta a una singularidad que es al mismo tiempo comunidad.

La conducción de la cura permitirá ir de la falicidad -ombligismo narcisista- a la felicidad -que es siempre con otros- como horizonte. Una felicidad que no implica una burda “psicología positiva” sino que es finalmente un síntoma.

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