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10-05-2019 Notas

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Por Leandro Germán

Mucha de la tirria contra el progresismo proviene de la interna kirchnerista entre peronchos clásicos y progres ex frepasistas. La profesión de fe antiprogresista es una actividad que cultivan, también, otros progresistas, que hablan como si fueran Buenaventura Durruti pero habrían votado a Chacho Álvarez de haber podido y, de hecho, votaron y votarán a Cristina. Los primeros, con todo, son más pintorescos. ¡Se han olvidado del imperialismo!, claman, y mandan a los progres a estudiar geopolítica. No se bancan las veleidades de «supremacía moral» que creen haber descubierto en sus rivales y para las que aún no tienen una palabra (si es estigmatizante, mejor) que sartreanamente nomine lo aún innominado. Por el momento, y a la espera del vocablo mágico, se limitan a patalear y a mostrar los pies embarrados.

El lenguaje hace maravillas. Por eso la ofuscación es directamente proporcional a lo que tarda la palabra en acudir en su auxilio. Con todo, entre un pañuelo verde y uno celeste, me quedo con el primero. No importa si el verde tiene algún currito en un ministerio o en el CONICET (que lo debe tener) y el celeste es un sufrido puntero de Virrey del Pino. Que uno no sea partidario de librar todo combate en el terreno de la moral no significa que no haya combates que hay que librar sí o sí ahí ni que no se pueda librarlos sin que a uno le crezcan las plumas de pavo real.

A la manera del peronismo de fines de los 60 con algunas capas medias, el kirchnerismo «nacionalizó» el progresismo, pero no le quitó las mañas. Ahí está el último libro de Alejandro Grimson para probarlo. A los azotes peronistas del progresismo les molestan más las mañas que el progresismo mismo. Habría una especie de «resto» no «nacionalizado». Contra él se levantan. Los azotes creen que la «nacionalización» es pura pose. Algo de razón tienen: los progresismos (todos ellos: hay más de uno, aunque no necesariamente debe haber más de uno) son dados a la sobreactuación. Es que, más que «nacionalizarlo», el kirchnerismo dividió al progresismo, que entonces dejó de ser sólo uno. El cisma progresista, fechable en 2003 o 2008. Desde entonces, tanto dentro como fuera del kirchnerismo, el progresismo se transformó en fe de conversos. El cismo tuvo, con todo, ganadores y perdedores, porque sólo unos siguieron llamándose progresistas. Como si fueran trotskistas, se quedaron con el nombre del partido.

En las últimas dos décadas, el peronismo se desplazó de derecha a izquierda y el progresismo lo acompañó. El que no lo hizo, se desplazó de izquierda a derecha. Pocos quedaron en el centro. Los azotes peronistas reaccionan contra los que fueron de derecha a izquierda porque reaccionan contra la novedad. A los otros los conocen desde siempre y hasta saben cómo apostrofarlos («gorilas» les calza justo, dicen). No hay peor temor que a lo desconocido. Sobre todo si está demasiado cerca. Es, en el fondo, como diría Martín Rodríguez, una pelea de consorcio. Los azotes peronistas tienen, con todo, algo de razón: si vas a ser peronista, date el gusto y sé peronista como Dios manda. No lo justifiques diciendo que llegaste al populismo (los conversos recientes prefieren populismo a peronismo) a través del psicoanálisis lacaniano de Jorge Alemán. Debe haber alguna forma de salir de Gabriela Cerruti sin caer en Guillermo Moreno.

¿Habrá también alguna forma de permanecer en el progresismo con beneficio de inventario (es decir, sin Gabriela Cerruti) o se trata ya de una tradición irredimible con la que apenas uno podría llegar a compartir un pañuelo pero, en vista de todo el agua que corrió bajo ese puente, nunca jamás la chapa?

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