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Por Adrián Melo
“Gira el disco lentamente,
por la habitación.
Soy piloto de juguetes,
entre nubes voy.
Cruzo el valle
en mi frágil
planeador”
Planeador – Soda Stereo
No se puede escribir si no se tiene un momento de soledad. No se puede escuchar si no se tiene un vacío que haga de cámara de resonancia a esas frecuencias que bailotean por el aire, y que nos tocan la piel. Pero al igual que con el amor, no se puede apreciar la música si no se tiene una carencia, una falta que intente ser colmada por lo inasible del deseo. Tal vez los años me hicieron estar rodeado de discos, tal vez quizás para evitar esos amigos cercanos que no frecuento; y tal vez los años me hacen aferrarme a mis discos y quererlos aún más, cuando sé que poco a poco son desechados a los contenedores de basura de esta extraña ciudad. Porque realmente el lugar que los discos obtienen para sí son dos, o la basura, o la casa de algún solitario coleccionista que paga por su falta.
¿Qué les ocurrió a estos hermosos objetos que solían habitar todos los hogares? ¿Qué fue de ellos, que pasaron a ser desechados con la rapidez de una temporada de moda? Quisiera estar metido en un sueño, pero no, estoy despierto y esto es real. Los discos están muriendo.
¿Hubo o hay un motivo por el cual en cuestión de pocos años fueron siendo desalojados de las salas? “Ya no te queremos, antes te necesitábamos, ahora no, ¡vete!” parecieran decirles, despedidos con una palmadita en la espalda y un gracias por nada. ¿Por nada? Entre vinilos (incluyendo los antiguos discos de pasta pesadísimos de 78 rpm), cassettes y CD´s; fuimos creciendo entre ellos, y formaban parte de nuestra historia. Nadie que tenga más de 30 años puede negar que no ha tenido alguna que otra vivencia en que algunos de estos formatos no hayan estado como testigos o cómplices sonoros. Esos objetos se intercambiaban. Esos objetos unían a la personas. Esos objetos tenían consigo el valor de ser objetos cazadores de deseos.
Me recuerdo de adolescente, caminando hacia las disquerías, ansioso por encontrar algo que tenía sonando en mi cabeza; pisando las hojas que crujían bajo mis pies en cada otoño, o derretirme bajo el abrazador sol de verano, yendo directo a encontrarme con algo tan inexplicable como común. Nada detenía ese viaje a ese encuentro. Luego volvía a casa, casi corriendo, apurado por escucharlos y con esas sensaciones que se producen en el estómago cuando algo bueno nos espera, o cuando el amor se para ante nosotros. Pero como en todo encuentro, había un espacio entremedio que se llenaba con una espera. Había contingencias y azares en medio. Y sobre todo, había límites. No podíamos con todo. Solamente con esa elección que nos recordaba en cada uno de esos momentos nuestra propia imposibilidad. Esos límites que se fueron diluyendo conforme las nuevas maneras de escucha hacían su entrada a estas nuevas formas de vida. Me encontraba dividido ante mi deseo y mis anhelos; no podía tener ni escuchar todo. Elegía uno y perdía miles. Pero perdía y con eso algo ganaba. Ganaba deseos. Y de eso se trataba, de no tener ni poder escuchar todo. Además, siempre había amigos que tenían los suyos y nos pasábamos las tardes juntos, con la excusa perfecta de escucharlos. En fin, los discos tejían lazos imaginarios entre nosotros; y así vivíamos, enredados entre sus vueltas y sus sonidos.
¿Te has enamorado alguna vez en una disquería? ¿Has entrado en la casa de alguien y has sentido amor al husmear entre sus pertenencias sus elecciones de discos? Sí, era algo que constantemente ocurría en nuestras vidas. Algo similar ocurre con los libros (pero esa es una historia para otra historia). Entonces, perdimos momentos de vida cuando se decidió que estos hermosos objetos valían tanto como un familiar ya senil que se lo deposita en un asilo hasta que le llegue su hora, porque molesta. ¿Pero, por qué? Intentaré responder con las palabras que me lleguen.
Lacan, siguiendo con la lectura freudiana, diferencia al amor de las pulsiones. Dice que el amor viene del estómago, que es lo que está de rechupete. En cambio que las pulsiones vienen del corazón. También dice que el amor entra dentro de la falta; su famoso aforismo, dar lo que no se tiene a quien no lo es, responde a que dentro del amor nos encontramos con nuestra propia falta y con la del otro, y con algo del engaño de por medio también. Agrega que la pulsión es constante, que es una fuerza que no detiene su marcha, contorneando al objeto con el único fin de obtener su satisfacción al final del recorrido, satisfaciéndose de manera autoerótica. Freud remarca precisamente que el objeto es indiferente para la pulsión, cuya meta es la satisfacción. Cualquier objeto va a ser el que sea contorneado para dar con la satisfacción. Un rodear con nuestro brazo una cintura, cuando no podemos llegar a esa boca que deseamos besar. Posiblemente una imagen de este estilo. Y en este punto es donde el lugar de los discos, o de cualquier formato físico viene a tambalear como objeto necesario para la reproducción de la música. Antes era un medio necesario para llegar a ella. Ahora sólo una presencia molesta, un objeto obsoleto (para la época). Un familiar que ya no sirve para nada. La red tejió sus hilos y atrapó perezosos peces.
Son los oídos (en el campo del inconsciente) los únicos orificios de nuestro cuerpo que no pueden ser cerrados; lo que escuchamos, lo oímos llevados por el placer o puede que también en medio de un atroz malestar. ¿Qué sucede cuando no hay corte? ¿Qué sucede cuando una canción se entrelaza con la siguiente y con la siguiente y con la siguiente…, en un sin fin?, cuando el único corte sea el generado por el hastío o el hartazgo, y la música prontamente comienza a sonar como un ruido sordo; que es lo que producen las plataformas virtuales como Spotify o Amazon o Deezer. Ruido. Compañía sin ningún encanto. Como en esas casas, en la que se entra y se oye permanentemente un televisor encendido, parloteando un blableo que nadie escucha, y que a nadie le puede interesar lo que diga. Solo ruido para evitar el silencio que produce el estallido con lo real. Sucede que la música se compone de silencios, aunque lamentablemente, cada vez con menos.
Y así se encuentra la música en sus formatos digitales, pulsionalmente haciéndose oír dentro de oídos sordos que gozan sin fin.
¿Y el amor por ella, dónde quedó? Se me viene el recuerdo de Alex en La naranja mecánica, entrando a la disquería con su atuendo de pequeño príncipe intergaláctico y esperando por la entrega de un vinilo con la música de su compositor favorito, su admirado Ludwig Van. Y mientras espera, y lo que es más importante, que paga por ella; porque todo lo que hacía a excepción de comprar música, lo hacía robando o tomando cuantas cosas necesitaba para ese momento y luego los desechaba, dando muestras de una pulsión de destrucción y desprecio por todo; y mientras espera, digo, seduce a dos jovencitas y van juntos los tres a disfrutar de la música y otros placeres. El único lugar donde había amor en el pequeño Alex era en la música, en sus discos. Un amor autoerótico, es cierto, pero había vida al fin. Y como en el amor, el amor por la música casi lo mata, pero también lo salva al final. “Y… ¡corte! Se imprime la escena”, imagino a Kubrick gritando esas palabras finales.
Cuando no hay cortes, no hay ni principios ni finales. La música en las plataformas digitales no tiene corte, es el infinito sonido del goce. Es como una cinta de Moebius donde no hay ni anverso ni reverso. ¡Hasta nos elige qué debemos escuchar! Algunos lo ven como la panacea de la música. Yo lo veo como estar muerto en vida.
Pero esto no se produjo por los abusos de la industria discográfica. Esto es la consecuencia capitalista de hacer del tiempo productivo un fin y de la búsqueda de hacer de los límites un imposible. Ya el primer paso lo habían dado en los sesentas cuando las canciones simples dieron lugar al LP, un larga duración que produjo geniales obras para ser disfrutadas. El Long Play o vinilo tenía dos caras, de unos poco más de 20 minutos por cada una. Había que permanecer escuchando para estar pendiente de cambiar de lado. Cuando el CD hizo su aparición, a mediados de los ochentas, el ritual comenzó a adaptarse al ritmo frenético de los años, y de los 40 minutos pasamos a los 74 que soportaba el CD. Sucedía, que a los 40 minutos, estábamos pidiendo un taxi para irnos de paseo. Una gran paradoja de fin de siglo, cuanto menos tiempo teníamos para sentarnos a disfrutar y descansar, más música se agregaba para no llegar nunca a ser escuchada.
La digitalización no solamente produjo una no-ruptura, sino que trajo aparejado una pérdida de interés. ¿Han ido a festivales como Lollapalooza? Los artistas son tan disímiles y se salta frenéticamente de escenario en escenario que lo más importante del festival termina siendo la comida y el merchandising. Da lo mismo una banda de rock a una de reaggeton. Otro salto más ganado por el capitalismo. Otro paso perdido para el hombre.
Hemos ido perdiendo espacios de encuentros reales por el engaño de creer que nos encontrarnos en lo virtual. Lo cierto es que cada vez estamos más en soledad, más en un mundo de fantasías narcisistas. Un mundo de soledad que pertenecería a cualquiera de los dueños de inmensas colecciones de discos. Pero aún así, ellos necesitaban recorrer un camino, ensuciarse los dedos de polvo, de tanto revolver bateas de vinilos, y así también se enredaban en conversaciones que traían conocimientos y hasta amistades. Por suerte aún quedan pequeñas disquerías, atendidas por sus propios dueños; algunos, algo locos, introvertidos o tímidos, que como un Dr. Jekyll y Mr. Hyde, cambian su estado de acuerdo a la pregunta que les hacemos. Y de que se habla sino de música o del arte de los discos. Quien recuerde la película Alta fidelidad podrá entender que cada melómano tiene algo de John Cusack; recordamos amores, traemos a nuestra memoria risas o llantos cada vez que la púa cae suavemente sobre un acetato surcado de emociones. Y gira, gira hipnóticamente hasta terminar en un silencio acogedor.
Y tal vez mientras el disco gira, ansiamos en soledad encontrar alguien a quien amar, un amor de carne y hueso que pueda compartir con nosotros el placer enorme que despierta escuchar discos.
Y como en el tango, la nostalgia nos envuelve mientras soñamos con volver a la tierra perdida, donde las personas nos amábamos silenciosamente por el simple hecho de llevar un disco bajo el brazo. Tal vez así sean los discos; una compañía que llevamos dentro de un baúl de viaje, y que nos ayudan a escribir nuestra historia.
Al sentarme a escribir esto, pensé que no sería una canción de amor. Sin embargo lo es. Esto es también amor. Nuestro amor. A ustedes.
Etiquetas: Adrián Melo, Disco, Disco de vinilo, Jacques Lacan, Música