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Por Virginia Cosin
(texto leído en la presentación del libro
«Psicoanálisis. Por una erótica contra natura»
de Alexandra Kohan)
1.
Primera dificultad con la que me encuentro a la hora de empezar a leer el libro de Alexandra Kohan: no está impreso en papel, es un libro digital. Tengo que leer desde una pantalla, y desde una pantalla así de chiquita: mi ineptitud no me permite descargarlo en ningún otro dispositivo que no sea el teléfono celular.
Desde antes siquiera de ¿abrir? el libro, ya me habla de algo: en principio de la época en que fue escrito y en la que es publicado. Me obliga a detenerme (que es uno de los significados de epoké).
Un libro de papel tiene portada, tiene lomo, tiene tapa y contratapa, tiene encabezado y tiene pie de página —tiene páginas— tiene un cuerpo de letra que no se puede modificar. Este libro, en cambio, que leo en un dispositivo, me marca cuánto llevo leído en porcentajes; para ir a una nota me basta con apoyar el dedo y puedo aumentar el tamaño de la letra, cosa que mi avanzada presbicia agradece.
La lectura misma ya nos pide una disposición corporal, nuestro cuerpo está implicado ahí y con lo que nos encontramos es con otro cuerpo. En este caso, se nos ofrece al tacto, pero de una forma distinta. Así que entro al texto ya desacomodada. El aparato desde el cual leo me abre a una temporalidad nueva.
Psicoanálisis, por una erótica contranatura propone pensar desde una posición incómoda —podríamos decir: de cabeza— una coyuntura, un lugar de quiebre, de deslizamiento, y nos invita a realizar una práctica gimnástica para desentumecer y movilizar algunas articulaciones que empiezan a padecer artritis. En palabras de la propia Alexandra, lo que propone es “detenernos en algunos discursos que, pretendiéndose emancipatorios, se vuelven normativos y disciplinadores”.
En varias oportunidades escuché que se decía de este libro que era “polémico”, incluso que su autora tomaba una posición combativa, picante, o peleadora. Sin atribuirle valor negativo o positivo a estas denominaciones, me gustaría decir que, como lectora, me siento muy complacida con ese ánimo cuestionador. Porque no me parece que haya una intención de provocar, en el sentido de “buscar roña” sino de aguijonearnos para que podamos movernos de esos lugares en los que nos sentimos al amparo de toda duda y, sobre todo, de la disidencia, y nos invita a internarnos en el pantano desconocido de nuestra singularidad.
Una posición, la de Alexandra, entonces, del que escucha —o lee— sin saberes previos e indiscutibles, la del equilibrista sin red, la del traductor de señas de un lenguaje que desconoce. “Quien escribe —dice Pascal Quignard en El odio a la música— es el siguiente misterio: un locutor que escucha.” Eso hace Alexandra: les ofrece a nuestros oídos algunas palabras —no me animaría a llamarlas conceptos— que repetimos, repetimos, repetimos y creemos que sabemos lo que dicen, limamos sus asperezas, las reducimos a un solo sentido —y pensamos, además no sólo que ese sentido es el único, sino el que está bien— y nos las hace escuchar.
Alexandra, con una voz potente, sí, pero no pre-potente, nos invita a perdernos, a des-orientarnos para encontrar caminos nuevos, diferentes. Nos propone un ejercicio de verdadera libertad.
En El odio a la música Quignard relata este famoso pasaje de La Odisea en el que la diosa Circe le enseña a Ulises un ardid para poder escuchar el canto de las sirenas, sin morir ahogado. Sus hombres deben tener los oídos tapados con pequeños fragmentos de cera y sólo Ulises puede conservar las orejas destapadas, a condición de ser atado tres veces con cuerdas: las manos atadas, los pies atados y de pie sobre la cubierta del barco, el tórax sujeto al mástil. Cada vez que Ulises pide ser desatado Eurilocos y Peremides ajustarán los nudos. Entonces podrá escuchar lo que ningún mortal ha oído sin morir: los gritos-cantos de las sirenas.
“Cuando el silencio retorna al mar los marineros quitan de sus orejas los trozos de cera. Sólo entonces Eurilocos y Peremides desatan (anelysan) a Ulises. Resulta también que es la primera vez que el término “análisis” aparece en un texto griego.”
Desamarrar o desatar. Cuestionar. Abrir. Interrogar. Ser astutos: escuchar las voces que, atractivas y seductoras, pueden conducirnos a la fatalidad de creer que hay una única verdad, pero sin seguirlas; registrar cómo nos impactan, leer las marcas que quedan inscriptas.
2.
¿Por qué una erótica? Porque se trata de leer y pensar a partir del cuerpo. De la expresión de los cuerpos, de lo que nos comunican sobre su deseo, y de lo que nos revelan a su pesar, lo que está fuera del control de la voluntad “cada vez que surge alguna formación del inconsciente: lapsus, sueño, chiste, olvido, o síntoma” y es desde aquí que Alexandra empieza a pasar su cepillo a contrapelo.
Porque en estos tiempos de afirmación, empoderamiento y reivindicación de derechos se supone que hay que saber quién soy —como si realmente se pudiera—. Quién soy de verdad.
No se trata de “hacerse la rebelde” como una madre le diría a su hija adolescente, sino de poner bajo sospecha aquello que se vuelve pura afirmación y se rigidiza, de desarmar un discurso sobre el cual no se puede pensar, ni al que se puede cuestionar, porque automáticamente cualquier disidencia implicaría pasarse al bando “de los malos”.
Alexandra nos recuerda que el gran descubrimiento freudiano vino a revelarnos que no somos dueños de nosotros mismos, pero tampoco estamos invadidos por otro. “El psicoanálisis por fin puede decir al yo: ‘no estás poseído por nada ajeno, es una parte de tu propia vida anímica, la que se ha sustraído a tu conocimiento y del imperio de la voluntad’”.
Por una erótica, entonces es: a favor, en pos de, en dirección a, una lectura de las inscripciones, las marcas y los agujeros del cuerpo que nos recuerdan que somos incompletos, desconocidos para nosotros mismos, misteriosos y opacos.
3.
Alguien en Twitter (y lo menciono porque es una plataforma desde la que Alexandra tira algunos de sus dardos combativos y sacude un poco la pavada que suele dominar a las redes sociales), hizo algo así como un chiste que aludía a lo “anal” en el título. Claro que ella juega con las palabras y bromea con sus varios sentidos. Es una trampa para bobos. Porque no hay “contra natura”. Lo que hace Alexandra es discutir, precisamente con el paradigma de “Lo Natural”.
Y la cito: “El paradigma de lo natural es reaccionario, conservador y abusivo; conlleva violencia en tanto es una operación que pretende velar las condiciones históricas, políticas y sociales, porque hace pasar por dado lo que no es sino un producto de la ideología”.
En el cuarto capítulo del libro, se mete de lleno con el presente. El capítulo se llama “2019” y se anima a cuestionar lo que hoy es prácticamente incuestionable: los discursos pretendidamente emancipatorios de algunos grupos que enarbolan un nuevo “feminismo”.
Lo que se vuelve problemático —entiendo yo— no es cuestionar o enfrentarse a la dominación patriarcal, sino la repetición de eslóganes como “se va a caer” en lugar de “dejar caer”.
Alexandra cita el manual de la buena esposa que leían nuestras madres o abuelas e ironiza con el modo en que esos manuales, hoy, simplemente cambiaron las prescripciones: si antes había que esperar al marido con una sonrisa, de punta en blanco, complacerlo, estar de buen humor, ocuparse con alegría del hogar y los hijos, ahora pareciera que no se es una mujer completa si no se sale con amigas, se juega al fútbol, se manifiesta el hartazgo que producen las tareas domésticas, los hijos y las obligaciones cotidianas, si no se está bien sola. “Hay que disfrutar”, fumarse un porrito y tomar birra con amigas. Por supuesto que no está mal. Pero seguimos sometidas a un modelo. Otro modelo muy distinto al anterior, pero un modelo al fin. Claro que se puede salir con amigas, tomar cerveza o vino, querer dar a los hijos en adopción por una semana. Pero rechazar la angustia, la incertidumbre y las ambivalencias que nos habitan sólo nos pone en un nuevo lugar de sometimiento. “Porque aquello que se rechaza de lo propio retorna como ajenidad. En ese sentido hay cada vez más cuerpos anestesiados en la certeza de que el otro es malo y yo soy bueno, en una división pueril del mundo entre buenos y malos y ni la hostilidad, ni el odio, ni la violencia me conciernen nunca a mí”, dice Alexandra.
Ser o no Ser: así empieza el monólogo más famoso de Hamlet y se traduce siempre: “esa es la cuestión”. Pero también: esa es la duda, esa es la pregunta. Porque Hamlet no actúa —en el sentido de cobrarse la venganza que el fantasma del padre le demanda— aunque habla, lee y escribe. Actúa: representa, expone, deja en evidencia.
En una escena anterior Hamlet entra con un libro en la mano y encuentra a Polonio que le pregunta:
—¿Qué está leyendo, señor?
—Palabras, palabras, palabras —responde Hamlet.
Polonio: —¿Qué dicen, señor?
Hamlet: —¿Quienes? ¿De quién?
Polonio: —Las palabras del libro, señor.
Hamlet: —Ah, calumnias, señor. Porque este satírico sinvergüenza dice que los viejos tienen la barba canosa y la cara arrugada, que de sus ojos mana resina y goma de ciruelo, que tienen abundante falta de seso y muslos blanduchos, todo lo cual es cierto, claro. Pero no sé… Escribirlo así, es como demasiado, ¿no?
Polonio, un poco más adelante comenta:
—Hay que admitirlo, a veces la locura da en el blanco allí donde fallan la razón y la cordura.
Este fragmento me parece fascinante, no sólo por lo que dice Polonio en esta última réplica —tres siglos antes de Freud— sino porque Hamlet manifiesta, también, que eso que portan las palabras que lee —su significado— no son nada sin su envoltura singular; la diferencia que produce el poeta es a partir de un decir único. El lugar común y la opinión general sólo puede engendrar ecos vacíos y obediencia a cualquier forma de tiranía.
Hamlet, el príncipe de Dinamarca, se hace después esta famosa pregunta en inglés, el idioma de Shakespeare: “To be or not to be”. Pero nosotros, en nuestra lengua, a diferencia de muchas otras, podemos distinguir el ser, del estar. El ser permanece, es inamovible, inmodificable: el ser es, el no ser no es (somos herederos de Parménides y de Platón, aunque no lo sepamos) pero el estar es transitorio, puede moverse de lugar, modificarse, cambiar de forma y también degenerar.
Intentar definirse por el lado del Ser, nos dice Alexandra, “no es más que un modo de tranquilizarse frente a la inquietud de lo enigmático y frente a lo que no puede saberse ni calcularse. (…) El yo es una ficción, pero eso no quiere decir que sea mentira, sino todo lo contrario: la ficción es el modo que la verdad encuentra para situarse. Detrás de esa ficción no hay nada, por eso no se trata de desenmascararla sino de leerla”.
Ser y Verdad: palabras totales, completas, cerradas, impenetrables, iguales a sí mismas, perfectas e inmutables. Peligrosas, porque por muy buenas que sean las intenciones de los que las emplean no hacen más que perpetuar el mismo poder que se pretende combatir.
Cada época necesita sujetos atentos, despiertos y en guardia para no dormirse en los laureles que, lejos de los de una victoria, se parecen más al manto de hojas envenenadas de Medea.
Este libro es de lectura imprescindible porque no nos enseña nada, no nos da respuestas, no da cátedra, no concluye, nos deja con dudas y preguntas, nos hace tambalear, nos obliga a abrir intersticios ahí donde pensábamos que no había un “entre” posible.
Psicoanálisis: por una erótica contra natura
IndieLibros, 2019
Alexandra Kohan
E-book disponible en bajalibros.com
Etiquetas: Alexandra Kohan, Hamlet, Psicoanálisis, Virginia Cosin