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Por Rocio García
“La maleza reinaba por todas partes,
y seres furtivos susurraban en el subsuelo.
Sobre todas las cosas pesaba una rara opresión;
un toque grotesco de irrealidad,
como si fallara algún elemento vital
de perspectiva o de claroscuro.
[…] Su aspecto recordaba demasiado
el de una región extraída de un cuento de terror.”
El color que cayó del cielo, H. P. Lovecraft, 1927.
Probablemente, Lovecraft deseaba escribir –y escribió– un cuento sobre una invasión alienígena, sin embargo terminó (d)escribiendo –de forma anticipada– un desastre nuclear.
El 26 de abril de 1986, en medio de la noche, en una ciudad llamada Chernobyl al norte de Ucrania, el reactor de una central nuclear explotaba. Los testigos, ajenos a la letal radiación dispersándose en el cielo, describieron aquella explosión como una hermosa gama de colores brillantes que se extendía por una gigantesca columna humeante sobre el firmamento. Luego vino la muerte. Chernobyl es, al día de hoy, uno de los desastres nucleares más terribles de la historia.
Y el color, ese color indescriptible que se extendía por el cielo estrellado, bien podía ser un fragmento del cuento El color que cayó del cielo. En este, Lovecraft nos narra, solo como él sabe hacerlo, el infortunio de Nahun Gardner y su familia. Y es que un objeto raro ha caído en su granja. Un objeto de material inestable y luminoso. Pasan los visitantes curiosos, pasan los meses, pasan las estaciones y con ellas, pasan el asombro, la desesperación, la indiferencia y, finalmente, la muerte. El destino de la familia Gardner estará marcado, no solo por su ingenuo desconocimiento, no solo por la mala suerte de estar en el lugar y momento equivocados, no solo por ser presa de un depredador nebuloso e invisible, también lo estará por la ignorancia de hombres notables que eligieron anteponer su escepticismo e intereses por encima de su suerte. Y para cuando estos entendieron, ya era tarde.
Los paralelismos que podemos encontrar entre el desastre nuclear de Chernobyl y el cuento de Lovecraft resultan escalofriantes. No por ver en las palabras del escritor de Providence una mirada profética, sino por el recordatorio de que el Horror cósmico, sub-género literario que dirigía la mirada hacia el vacío negro e infinito del espacio, está mucho más cerca de lo humano que de dioses primigenios dormidos en las profundidades del océano.
Este año, HBO estrenó en mayo Chernobyl, una miniserie de 5 episodios. Pero en ella no encontramos la estética sobrecargada de referencias, cuasi-caricaturescas, al universo lovecraftniano a la cual estamos acostumbrados. No las encontramos porque Chernobyl es un drama histórico, no una serie de terror. Sin embargo, puede que esa sea la clave para que lo esencial del Horror cósmico se asome, involuntariamente, en cada escena. Porque este está más enquistado en aquello que podemos sentir, que en aquello que podemos ver.
Y en Chernobyl, la sensación vertiginosa de que algo no está bien se confirma cuando el cuerpo comienza a dar señales del daño. Un daño irreversible.
La radiación, monstruo invisible, solo logra ser expuesta por el chirrido de los contadores Geiger, alerta que solo nos señala lo cerca que estamos de la bestia. Siempre. Porque desde el momento de la explosión, todo Chernobyl es la bestia, una que nos digiere lentamente.
Legásov y lo absurdo
Hay en aquel aire viciado algo más que radiación. El colosal aparato burocrático soviético posee algo de esa insania contagiosa que impregnaba el aire donde los dioses primigenios moraban. Podemos concluirlo con las palabras de Valeri Legásov, científico abnegado, al inicio del primer capítulo de la serie: “Para ellos, un mundo justo es un mundo cuerdo. No hubo nada cuerdo sobre Chernobyl. Lo que paso ahí, lo que paso después, incluso el bien que hicimos, todo eso, todo eso fue absurdo.”
El Horror cósmico es un horror, ante todo, existencial. Y por ser un horror sobre lo existencial, también es un horror sobre lo absurdo. Y lo absurdo, si le hacemos caso a Albert Camus, es el encuentro entre lo humano y el mundo. La inevitable comparación entre la acción humana y un mundo que la supera.
En Chernobyl, todos los personajes se encuentran con lo absurdo. Pero solo hay dos formas de responder a este, o con la evasión o con la confrontación. Y estas dos respuestas están también ligadas, respectivamente, a la esperanza y a la responsabilidad.
Los culpables del desastre, Dyatlov, Bryukhanov y Fomin optan por la primera. Nuestros protagonistas, Legásov, Shcherbina y Khomyuk, por la segunda.
Ante el desastre nuclear, unos intentan negar lo inevitable y aferrarse a una esperanza, desesperada y desesperante, en los organismos y procedimientos del Estado soviético. Por eso, para estos, encontrar a los culpables es más importante que medir las consecuencias del error. La defensa del modelo soviético se sobrepone como única prioridad en el mundo bipolar de la Guerra Fría.
Otros, interpelados por los hechos, salen a su encuentro. Tanto Legásov, Shcherbina y Khomyuk –personaje enteramente ficticio pero no por eso menos importante–, cada uno de diferentes lugares y por distintos motivos, les es imposible no ver el horror. Y es esta lucidez la que los guía. Son conscientes. Su muerte ya está anunciada, eso es cierto, pero no huyen. Lentamente digeridos por el monstruo radiactivo, intentan, dentro de sus posibilidades, cerrar aquel “portal” para evitar que la locura y la muerte se expandan por el resto del mundo.
Great Old One y la cuestión ecológica
Chernobyl, aquella máquina de moler carne, no es una fuerza cósmica ajena a la existencia humana. Es una creación involuntaria. Precisamente involuntaria, que es peor que pensar que fue obra de un genio maligno humano. Chernobyl nació del error y la indiferencia de unos pocos hombres. Muy a pesar de aquellos que se empecinan en encontrar en el infortunio del ser humano una especie de castigo merecido, sentimiento miserable que parece provenir de una secularización de aquella idea cristiana del Pecado Original.
Puede que Chernobyl funcione como una marca en el tiempo que nos indica el momento de la cuestión ecológica. De hecho, los `80 fue una década donde lo ecológico paso a tomar protagonismo. Chernobyl fue en 1986, el Protocolo de Montreal (donde se ocupaban del problema en la capa de ozono) fue en 1987. La cuestión ecológica toma, a partir de entonces, una presencia permanente en la forma en la que vemos el mundo. Luego de la caída de la URSS, el fin del mundo bipolar y el adiós a las utopías, las visiones genéricas del Fin del Mundo estarían marcadas por el colapso humano por uso irresponsable de recursos naturales limitados.
La idea de un desastre ecológico está aunada a las ideas que tenemos sobre el fin del mundo. Estos escenarios imaginarios y apocalípticos, donde la tierra es estéril, el cielo es tempestuoso y los mares son indomables, fuerzas implacables frente a las cuales el humano es diminuto, no se distancian mucho de las viejas historias que daban vueltas en la antigüedad.
Tiempo atrás, en épocas tempranas del ser humano, cuando no se tenía al conocimiento científico como herramienta posible, se racionalizaba aquellas fuerzas naturales como fuerzas sobrenaturales. Se inventaron dioses.
Tiempo después, las aspiraciones del conocimiento humano chocaron con estas fuerzas sobrenaturales. Justamente este es un conflicto en la obra de Lovecraft. Los dioses primigenios del escritor de Providence son una versión más cercana a su época de lo que serían los dioses: Fuerzas imparables, de naturaleza inaccesible a la comprensión humana, indiferentes de cualquier otra forma de vida. Los humanos, diminutos ante estos colosos, solo pueden intentar huir.
Y en tiempos más actuales, lo cierto es que nosotros no tenemos a un durmiente Cthulhu, pero si tenemos una mole de maza radiactiva que descansa en el centro de una tierra maldita.
Darwin y la insignificancia humana
¿Cómo olvidar a Arthur Jermyn?
“La vida es algo espantoso; y desde el trasfondo de lo que conocemos de ella asoman indicios demoníacos que la vuelven a veces infinitamente más espantosa. La ciencia, ya opresiva en sus tremendas revelaciones, será quizá la que aniquile definitivamente nuestra especie humana -si es que somos una especie aparte-; porque su reserva de insospechados horrores jamás podrá ser abarcada por los cerebros mortales, en caso de desatarse en el mundo. Si supiéramos qué somos, haríamos lo que hizo Arthur Jermyn, que empapó sus ropas de petróleo y se prendió fuego una noche.” (Arthur Jermyn, H. P. Lovecraft. 1921).
Hay un choque entre la realidad que se construye el ser humano y la realidad natural. Darwin y la teoría de la evolución fue un hecho que despojó al ser humano de fundamentar su lugar, en aquel mundo hecho a medida, a partir de un origen divino. De repente, en aquel trono donde había un dios padre, ahora había un mono.
Ya no éramos hijos de Dios, ahora éramos un animal miserable, consciente de su finitud. Sin duda, el impacto del desarrollo del conocimiento científico nos dejó huérfanos, o emancipados en el mejor de los casos.
Hay en la obra de Lovecraft, un lamento y una condena por sabernos insignificantes y pequeños. Los conocimientos, más que una herramienta, son una maldición.
Nadie quiere ser Arthur Jermyn. Nadie quiere ser Aleksandr Akimov o Leonid Toptunov, operadores del reactor, la noche de la explosión. Nadie quiere ser Vasily Ignatenko, bombero de Chernobyl, tirando agua al fuego de un reactor nuclear abierto. Nadie quiere ser Boris Shcherbina, político soviético, que se entera que su misión de supervisión a Chernobyl le dejara una posible sobrevida de cinco años. Nadie quiere ser Nikolai Fomin, ingeniero en jefe, que luego de preocuparse de confeccionar una lista con los culpables del desastre descubre que él está en ella. Nadie quiere ser Valeri Legásov, científico consultado por los altos mandos soviéticos, que debió horrorizarse por igual ante el desastre nuclear como de la perturbadora ignorancia que las autoridades manifestaban.
Las historias de tinte lovecraftniano, ya sean originales del escritor de Providence o de su círculo cercano, en la mayoría de los casos siempre muestra protagonistas condenados, incluso independientemente de merecerlo o siquiera buscarlo. Hay algo hipnótico en todo esto. Lo espantoso atrae. Es como ver un abismo y sentir el vértigo.
Y, sin embargo, los protagonistas de Chernobyl dan una vuelta de tuerca. Hay dignidad en la aceptación de Legásov. Se sabe insignificante, sí, pero es tercamente humano en su insignificancia.
Se suicida, sí, pero luego de haber hecho todo lo que podía hacer dentro de sus límites.
“Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza”
Hay en Legásov y compañía, la conciencia de la pequeñez de sus acciones frente algo tan inmenso que los sobrevivirá miles y miles de años, pero también hay una ética. Una negación total a la evasión del problema. Legásov no puede negar Chernobyl.
Pero no hay que confundir, lo que guía a Legásov no es la esperanza, es la responsabilidad. Él no es un responsable del desastre nuclear, no, pero hay en sus conocimientos un recordatorio de que él tiene herramientas que otros no. No es obligación, es responsabilidad. Mientras la primera no deja opciones, la segunda requiere de la voluntad de elegir. Uno puede elegir responsabilizarse. Esa es la diferencia entre Legásov y Shcherbina. Ambos terminan en Chernobyl, el primero porque decidió ser consecuente con sus palabras de alerta, el segundo porque debió acatar órdenes.
Shcherbina, una vez consciente de la situación, como hombre político, como hombre de Estado, se siente obligado a ocuparse del desastre.
En Chernobyl no hay tiempo para la esperanza. Los únicos que se aferran a la esperanza son los hombres que deciden negar lo que está pasando verdaderamente en allí. La esperanza, como la última cosa en salir de la Caja de Pandora, se presenta como una enfermedad que ciega a los hombres. Los neutraliza. Es una enfermedad que se presenta como cura. La esperanza que se puede encontrar en Chernobyl es una esperanza que ilusiona pero no soluciona nada.
Para aquellos que crean que Legásov se suicidó por no tener esperanza, les señalo que aquello que lo mato es, además de la radiación, como hombre lucido que era, lo absurdo. Legásov se suicidó para ponerle fin a lo absurdo. Porque Legásov no podía negar Chernobyl.
Nadie puede negar Chernobyl. Nadie debería. Aun hoy, sigue allí, y seguirá estando por miles de años más. Parafraseando a Lovecraft: “No está muerto lo que yace eternamente.”
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