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21-06-2019 Notas

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Por Marina Esborraz y Luciano Lutereau

“Juan Ramón combatió el vértigo  existencial con sus actos: una respuesta tradicionalmente masculina. Zenobia, por el contrario, lo hizo destruyendo su yo, diluyendo su personalidad en la de su hombre: una respuesta tradicionalmente femenina.”
Rosa Montero, Nosotras.

1.

Vamos a hacer otra generalización ridícula: hay un problema entre los nombres y las mujeres. Por ejemplo, cuando se hacen actividades suelen olvidarse cada tanto los nombres de las mujeres; o bien se las nombra por aquello que es menos propio: su apellido (que ni siquiera es el de un marido, sino el de su padre). O cuando se reconoce su nombre. O cuando se reconoce su nombre se lo usa como apellido (masculino), por ejemplo cuando se dice todo junto Rita-Segato o Judith-Butler. Como si el nombre de la mujer fuera algo reservado para la intimidad, así se verifica otro modo vigente de restringir el acceso a lo público. Incluso es algo mal visto que una mujer reclame su nombre, o bien quiera hacerse uno en base a sus actos. Algo cuesta en la relación de las mujeres con los nombres, como si la estrategia de simbolizar la potencia con el nombre fuera algo de los varones y nada más. Sería interesante pensar cómo funcionan los nombres propios en la poesía de las mujeres. También entre las psicoanalistas, donde hasta ahora a ninguna se le atribuye una obra (salvo a Klein y ni siquiera, ya que se suele destacar su dispersión). Como si apenas pudieran tener nombres sin autoría. Sin embargo, tal vez  haya una particular venganza femenina sobre la nominación masculina (o lo masculino de los nombres): suelen hacer algo mucho peor que olvidárselos, los pronuncian equivocadamente, intercambian sus letras, los dicen mal, los recuerdan a medias, etc. Este recurso sistemático por hacer fallar los nombres es una pasión propiamente femenina. Una venganza exquisita.

2.

Hay una disyunción entre lo femenino y el acto de nombrar, que Lacan ubicó muy bien en el establecimiento de las fórmulas de la sexuación y sobre todo en su afirmación “La Mujer no existe”, o sea,  no hay modo de no “maldecirla”. Ese suele ser uno de los motivos por los cuales se suelen borrar los nombres de las mujeres cuando aparecen al lado del de un hombre, sobre todo en instancias profesionales o académicas. Incluso luego de haber conquistado los ámbitos académicos pareciera que las mujeres siempre acompañan, pero no lideran.

3.

Hasta hace no muchos años la mujer casada cambiaba su nombre al agregar el apellido de su esposo. En algún momento no muy lejano cambiaron las leyes para que las hijas mujeres hereden del mismo modo que los herederos varones. Hace relativamente poco que se permite en el país que los hijos lleven también el apellido de la madre. De hecho, a veces el deseo de tener al menos un descendiente varón se fundamentaba en el anhelo de que el apellido familiar se perpetúe.

4.

Que los nombres de las mujeres sean borrados u omitidos no puede pensarse simplemente como un hecho intencional. Por eso, que se conquisten derechos y se modifiquen leyes no conlleva necesariamente a que algunas cosas cambien –al menos en lo inmediato– porque su fundamento responde a otra lógica.

5.

La voz es el objeto autoerótico femenino. No como se suele interpretar a través del sentido común que afirma que ellas hablan más, sino por cómo recurren a la voz en diferentes ocasiones, en las que un varón recurriría al falo. Por ejemplo, es sabido el modo en que los varones se preparan para un examen o una instancia importante: masturbándose. Nunca se escucha que una mujer programe sus pajas entre un apunte y otro, antes de salir a rendir o una cita, etc. Es que varones son todos los seres que se masturban para cortar con la mirada (en el ejemplo dado, la captura en el apunte que, después del corte, se puede leer). Mujeres son quienes no usan el falo de esa forma para cortar. Más bien se acercan a la voz, pero como tener una voz propia es un trayecto largo –porque no hay voz propia, sino porque se trata de apropiarse de la prestada-, buscan en otra parte: en la espera de la respuesta a un mensaje, en la charla íntima antes de un evento, o después, usan la voz para velar la angustia, angustia cuya causa es la voz misma –quedarse a solas con la voz–. Incluso hasta el pensamiento es, para ellas, una forma de separarse de la voz.

6.

Cuántas veces se escucha a mujeres decir que nada las pone peor que no les respondan, que las dejen hablando solas, o como le pasaba a esa mujer que hablaba con un varón, sin que le importase mucho, pero sólo porque ahí estaba, en animadas conversaciones que terminaban cuando ella llegaba a su casa y se encontraba con su marido y se olvidaba hasta el día siguiente. El otro cumplía su papel, ser una voz –y nada más–.       

7.

Algo propio de los niños es que pueden prescindir del nombre de otro niño para jugar. A veces los nombran simplemente como “amigos”. Otras –como ocurre en las plazas– recién preguntan cómo se llaman los otros chicos a instancias de que los padres lo pregunten. Es que el nombre es algo del mundo de los adultos. Llamar a los demás por su nombre es un efecto de la salida del complejo de Edipo. Es un indicador clínico preciso, un primer cierre de la infancia. Los adultos, en cambio, amamos los nombres. Escribimos el de quien amamos, como si fuera un secreto, lo transformamos en un apodo, en otro nombre propio. Qué gracioso sería que una pareja nos llame como lo hacían los amigos de la escuela. El nombre escolar, por su parte, es fundamental en la latencia: es el apellido, muchas veces mutilado.

8.

Volviendo a los nombres, los niños muchas veces no los necesitan y, en ese desprecio, hay un gesto desafiante, una invitación a un modo de lazo distinto, que dura, pero no precisa permanecer. Irse de un encuentro sin llevarse el nombre de otro como prenda. ¿Qué es lo que atrapamos del otro con su nombre? ¿Qué nombra esa apropiación?

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