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14-06-2019 Ficciones

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Por Sergio Fitte

Si no fuera por los barrotes la cosa iría más o menos bien. Por lo menos iría. Así como estamos no va para ninguna parte. En lo que a mí respecta al menos. Las comodidades son mínimas. No hace ni frío ni calor y eso es bueno. Comida hay de la que se te ocurra. Todo. Igual no alcanza. Nunca nada alcanza. Algunas compañías parecen molestar. A lo mejor es que me fui poniendo grande y pretencioso. Vaya uno a saber.

Antes tuve otra vida. Una vida. Aunque no me lo quieran creer, hay quienes sostienen que a un pájaro de mi calaña no se le puede creer nada. Yo supe estar en una jaula gigantesca. Pajarera la llamaba el viejo que la administraba. Con fuente de agua y todo. Había aves de varias clases. Palomas mensajeras. Cabecitas negra, jilgueros. Hasta una pajarita de pico naranja, puta como una gallina, que a mí no me dejaba acercar a veinte centímetros.

—Yo soy del tordo —decía y me mostraba el culo y se iba. El tordo cuando estaba de humor pelaba la pija ahí nomás y se la clavaba delante de todos. Parecía un paisano montando un potro salvaje en una doma.

Muchos se hacían los que no veían, simulando que no pasaba nada. Yo no. Me dolía verla tan cerca e inalcanzables. De  todas manera como a mi me gusta mirar, no podía hacer nada al respecto y me sodomizaba viéndolos, oyéndolos. Oliéndolos.

En varias oportunidades tomé la drástica decisión de quitarme la vida. Me subía a la rama más alta del árbol que crecía en medio de la pajarera y volaba con toda furia contra el tejido que nos mantenía en cautiverio. Las fuerzas se me terminaban agotando y no me moría nunca.

—No hay forma —me decía el gorrión.

—Es un tejido flexible. Ni siquiera te raspa.

En esas oportunidades el clima se enrarecía y algunas veces el viejo venia y me tiraba un chorro de agua para que me calmara. Otras veces me agarraba y llevaba a la cocina dónde él pasaba la mayor parte de su tiempo. Me arrancaba algunas plumas y me metía la cabeza dentro de un brebaje que llamaba vino. Al ratito nomás comenzaba a sentirme mareado y me devolvía a la pajarera con los demás. Me costaba levantar vuelo. Buscaba un rincón tranquilo y allí me quedaba sintiendo las burlas del resto.

—Querés que te haga respiración pico a pico —me preguntaban los viejos pájaros degenerados que no faltan nunca en ningún lado.

A todo esto ella me observaba de lejos. Porque se daba cuenta o intuía que lo que me pasaba era por su culpa. Lo disfrutaba. Mientras, yo la miraba porque me gusta mirar.

El dueño del predio; de todos nosotros en definitiva, organizó una fiesta de esas tipo de campo, aunque no vivíamos en el campo. Vivíamos en un pueblo, chico, pero pueblo al fin. Había guitarreada. Vino. Empanadas de dos clases. Picantes y más picantes. Gritos de toda índole. El tiempo de la reunió se estimaba en una damajuana por invitado. Es decir hasta que cada uno no se bebiera su damajuana asignada la cosa continuaba. Estos eventos llegaron a durar hasta dos y tres días de continuo.

Los resultados quedaban a la vista de todos. Gente desmayada o semimuerta tirada por todos lados. A sol o sombra de acuerdo al paso de las horas.

En una de esas oportunidades uno de los mamados rumbeó para el lado del los fondos de la casa. Buscando algún lugar tranquilo para mear. Esto ocurrió en horas de la madrugada. Las pocas neuronas que lo mantenía en funcionamiento lo hicieron meter dentro de la pajarera, en lugar de hacer sus necesidades contra cualquiera de los árboles que se levantaban a lo largo y ancho del terreno. Quizás en un último acto de decoro confundió la construcción con uno de esos baños antiguos, los excusados que se construían alejados de las casas principales. Le llevó su buen rato poder franquear la puerta. Debía realizar una hábil maniobra para descorrer un gancho de alambre que hacía de cerrojo. Pero el hombre resultó lo suficientemente baqueano aun sin contar con más luz que la que le deba la luna. Una luna mansa y sin mucho brillo. La cuestión es que el tipo se metió y comenzó a caminar a lo largo de la pajarera, era la única forma en que podía avanzar debido a la forma de la construcción. Nosotros permanecíamos en completa quietud y silencio siguiendo sus movimientos. Antes de decidirse a mear castigó su cabeza contra lo que venía ser el dormidero nuestro, lugar en el cual el techo bajaba abruptamente. Esta parte estaba construida con ladrillos de material y no alambre o tejido como el resto del lugar. Maldijo a más no poder. Terminó sacando el “bicho” entre puteada y puteada. Tuvieron que parar entre cuatro a una paloma media bizca que decía morirse de hambre y querer probar aquel gusano. Por suerte la pudieron dominar.

El hombre después de dejar un buen charco se retiró agarrándose la cabeza. Maldiciendo. Zarandeando de una manera brutal la puerta que quedó haciendo vaivén un buen rato.

—Libertad —dijo alguno en voz baja y de lentamente varios se fueron abriendo paso en la oscuridad. A la nada. Al todo.

Dudé los primeros momentos. El resto parecía decidido. Se fueron yendo. Yo no. Me quedé mirando. Con un poco de desazón, al fin y al cabo terminé por darme cuenta, con la luz del amanecer, que permanecía solo dentro de lo que antes había sido una gran comunidad.

Un escalofrío me recorrió la espalda cuando tomé real conciencia de la circunstancia en la que me encontraba. Me paralicé por no sé cuánto tiempo.

Terminé despertando de mis pensamientos con los gritos desesperados de Churelo. Espantado por el desastre que había producido el escape en bandada que se había producido en horas de la noche.

—Éste es el único pájaro de mierda que quedó —gritó mirando al cielo cuando me agarró con su mano huesuda y aun temblorosa de alcohol.

Literalmente me arrojó dentro de una pequeña jaula de esas que sirven para atraer a otro pájaro, con una trampera en la parte de arriba. El sistema es muy bueno y útil, siempre que se le ponga un buen “llamador” en la parte de abajo. Por lo general se le coloca un “cabecita” o un “jilguero”, nunca un pájaro como yo. A mí no me creen, desconfían de mis silbidos, es casi imposible cazar algo con uno como yo de “llamador”. Pero a Churelo no le quedaba otra, yo era su última esperanza.

Me llevó a un lugar que a todos los pájaros nos gusta mucho. Las ramas de un limonero. El verano era agradable todavía, nada de calores abrumadores, ni soles asfixiantes. Me dejó allí. Empecé a llamar como es la costumbre, al rato conversaba con más de uno de los evadidos. Algunos estaban contentos de la nueva vida. Que la libertad y no sé que otras pelotudeces, me querían explicar. Otros comenzaban a añorar las comidas servidas y el agua limpia que hasta el día anterior tenían delante de sus picos. Por más hambre que manifestaran no se dignaban caer en la trampa, decían que hacerlo con un llamador de mi calaña, sería bajarles el precio, la cotización.

Yo me quedaba dentro de mi prisión transportable. Mirándolos.

Se comentaba con temor reverencial que algunos de nuestros compañeros habían ya caído en las garras de los gatos de la zona, en especial los más viejos o nacidos y criados en cautiverio. Las historias que se contaban eran espeluznantes. Comencé a pensar muchas cosas feas y a temer por mi seguridad personal. Por suerte con el caer de la tarde Churelo recordó venir a buscarme. Me desenganchó de la rama en la que me había colocado y me llevó para la cocina. La temperatura allí dentro era más agradable que la del patio. Sin darme cuenta mi cuerpo se estaba enfriando peligrosamente. Mi dueño realizó el trayecto maldiciendo su suerte y la desgracia que tenía por haber sido yo la única ave sin escapar.

No sientan lástima de mí porque yo iba pensando una cosa similar, aunque vista de otra perspectiva.

El movimiento producido durante el  de regreso me provocó unas arcadas importantes. Por un instante no pude dejar de pensar solo en ellas. Igual al momento de entrar me pareció ver algo inesperado. Pestañeé fuerte unas cuantas veces para quitarme esas lágrimas que me llenan los ojos cada vez que me vienen ganas de vomitar. No daba crédito a lo que veía. Las plumas se me movían de lo que me palpitaba el corazón.

Cuando Churelo giró para cerrar la puerta, la pajarita de pico naranja se coló dentro de la cocina. Allí la tenía delante. Comencé a cantar como nunca lo había hecho antes. Intenté imitar al cabecita negra, al canario, hasta me animé con el sonido del ruiseñor y pude ver como ella se ruborizaba y se tapaba su hermosa cara con las plumas de su ala derecha como si fuera un abanico, dejando visibles solo sus ojos azulados.

—¡Pájaro de mierda! —gritó Churelo y me arrojó un repasador que casi me manda al suelo con jaula y todo— ¡¡¡Ahora cantás!!! ¡¡¡Ahora!!!

La pajarita no resistió la situación y estalló en un piar de risa irrefrenable.

Esto hizo que mi dueño parara la oreja y revoleara la cabeza para todos lados. Ella se volvía juguetona y no se dejaba ver. Iba un instante antes que los reflejos del humano. Podría haber seguido con su juego toda la noche. Yo también silbaba en diferentes frecuencias y me sentí feliz. Después de un rato ella se dejó vencer por la sed y el hambre. Se quedó parada delante de la puerta de la jaula/trampa hasta que mi dueño, nuestro dueño, se acercó todo lo nervioso que podía estar y la agarró cuidadosamente entre sus manos. La besó en la cabeza, cosa que me dio bastante asco y a ella también. Con sumo cuidado la metió dentro de la jaula. En lo que duró el movimiento me miraba a mí con ojos desafiantes, haciéndome entender que no debía escapar, cosa que no hubiese hecho en un siglo por más que la puerta hubiese permanecido abierta de par en par.

Saltamos un poquito los dos. Sincronizados por una mano mágica que nos había unido. Enseguida le ofrecí semillas y agua.

—Si, si. Gracias. Gracias me contestó.

—Quedémonos un segundito así —me animé a sugerirle.

Aceptó calladita.

Nuestras plumas se tocaban. Nuestras alas se rozaban y yo estaba en la cúspide del mundo.

Nuestro dueño nos miraba y se frotaba las manos.

—Quién te dice que se terminen cruzando estos dos y termine teniendo unos pichones maravillosos y exóticos— decía.

Y yo asentía en silencio y ella me parecía que hacía lo mismo.

Churelo se sirvió otro vino y se nos quedó observando hasta terminar la botella. Disfrutaba de nuestros movimientos.

Antes de apagar la luz para irse al acostar abrió la puerta que da al patio y allí lo descubrió.

El tordo parecía agonizar tirado de costado en el suelo. Batía sus alas sin suspenderse un milímetro en el aire. El viejo se agachó de inmediato. Me mordí la lengua cuando entendí que lo traía para meterlo entre nosotros dos.

Eso hizo antes de apagar la luz y dejarnos a solas. Como tengo muy buena vista que esté o no encendida me es indiferente.

De apoco voy observando cómo el tordo se va incorporando. Parece estar muy lejos de morir. Lejísimo. Una piedra se me mete dentro del corazón que ahora mismo tengo dentro de la boca. Me es imposible tragarlo y no me animo a escupirlo. Tengo entendido que sin corazón no se vive. Trato de encontrar un rincón para allí quedarme quieto, a salvo de cualquier inconveniente. Recién descubro que la jaula es redonda. Entonces no me queda otra y me los quedo mirando a ellos dos. Porque a mí, me gusta mirar.

7delseisde20diecinueve.-

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