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12-07-2019 Ficciones

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Por Bernabé de Vinsenci | Ilustración: Jeffrey Randolf Richter

Revisamos cada resquicio. Una semana sin noticias. Los vecinos la esquivaban, decían que estaba loca. Mi hermana se fijó en el desorden de sábanas, acolchados y ropas, íntegramente húmedos —con manchones de suciedad— y olorosos, que hedían a pis como prendas de geriátrico y a pescado podrido; yo, en el patio trasero. Ella, siempre poco ocurrente, me había avispado: “por ahí está tirada en el pasto”. Quizás se murió de una embolia, pensé, e imaginé encontrarla en estado de descomposición, agusanada, o tal vez comida por algún perro hambriento y flaco del vecindario. Recuerdo con nitidez la voz de mi hermana “¡ay!” seguido de:

—¡Vení, Jonás, por favor!

Salté entre los yuyos, en un intento de salir corriendo. No vi el pozo de baño cubierto por una chapa, y caí raspándome la rodilla. Me ensucié con papel higiénico y materia fecal. ¿Y si está acá?, pensé. Salí como pude y con una caña seca que encontré tirada hurgué a diestra y siniestra, esperanzado de encontrarla. Encontré (no a ella, por desgracia): pelos, toallitas, un envase de champú, cajas de pastillas que ella tomaba para dormir. Mi hermana, a viva voz, con su vocecita abismada, seguía “¡Jonás!” “¡Jonás, vení, por favor!” repitiendo mi nombre con hartazgo y gruñía como si yo fuese el culpable de su mal. Solté “¡ya voy!” a fin de serenarla y empecé a sentir escozor en el cuerpo. Mi hermana me reclamaba con urgencia y quería salir lo antes posible de allí.

La tarde comenzaba a declinar. Avanzaba la noche y el escozor, tuve miedo de pescarme una enfermedad infecciosa. Saqué fuerzas no sé de dónde cuando escuché:

—¡La encontré, Jonás! —y de inmediato, oyendo la voz desesperada de mi hermana, me trepé por las paredes, desgastándome las uñas y la yema de los dedos y me escabullí; patiné, volví a caer y arañé los ladrillos con más fuerza, hasta que finalmente logré emerger a la superficie.
—¡Ya voy, tarada! —mi sangre hervía. Mis piernas corrieron rápido.

Aparecí sucio; la cara de mi hermana fue de espanto:

—¡Asqueroso! ¡Tampoco era para tanto! —abrió la canilla, llenó un balde y me tiró agua. Pensé que me estaba exorcizando porque en cada baldazo, tratando de limpiarme, repetía una y otra vez “¡Dios!”.
—¡Pará! —le grité en la cara; su piel quedó repleta de gotitas de mi saliva— ¡Tranquilizate! —y amenacé con agarrarla del cuello y estrangularla.
—¿La ves? —preguntó resollando, agitada, con el pecho excitado; miré para todos lados, a un costado y a otro. “Otra loca más”, pensé.— ¡Allá, idiota! —y seguí su índice tembloroso.

Allí estaba nuestra madre, desfigurada. Sosteniéndose de un tirante. Observándonos inquisitivamente. Era mitad humano mitad araña. Sus brazos eran dos patas que le posibilitaban trepar las paredes sin obstáculo. Mi cara fue de ternura. La observé con detenimiento. De ternura a espanto.

—Me da miedo, Jonás —y se escondió detrás de mí, agarrándome de los hombros.
La empujé. Iba a decirle “salí de acá, maricona”, pero dije:
—A mí me das más miedo vos —yo también tenía miedo.
Primero sentí el ¡paf! y después me di cuenta que me había dado un sopapo.
—Má —dijo ella— bajate de ahí.
—Sí —agregué yo— podemos conversar.

Nos miraba. Cuando dije “podemos conversar” —mi tono fue diplomático, condescendiente— se aferró más al tirante astillándolo y se movió apenas unos centímetros, con agilidad, con una destreza inusitada. De su boca caía una baba espesa. Entornó la mirada y vio una mosca, extendió una de sus patas —aproximadamente de seis metros— y se la introdujo en la boca.

—¡Llamá a la policía, Jonás! —me rogaba a mí como si yo en vez de ser hijo de esa criatura fuese el tutor o el culpable de su condición.

Si llamaba a la policía, de inmediato se anoticiarían los medios de comunicación, fotografiarían a nuestra madre, de la forma más ridícula, comiendo cualquier insecto o con la mirada de un ser exótico y paranormal y la imagen se viralizaría. Cavilé.

—¿Cómo la viste?
—Me puse a limpiar y estaba ahí.
—¿Te dijo algo?
—No, no habla.
—Yo la veo más flaca.
—¡Y eso qué importa, Jonás!
—No sé, tenemos que conseguirle moscas, ¿comerá animales?

Nuestra madre tenía un gatito de dos años que parecía de meses. Era gris y con manchas blancas. Siempre dormía con ella, acurrucado a sus pies o sobre la cabecera. Busqué el gatito, lo atraje con un pedazo de carne podrida que encontré en la heladera —mamá tenía el hábito de desenchufar la heladera y permitir que los alimentos se pudrieran—.

—¿Qué vas a hacer? —me imploró mi hermana.
—¡Te callás!
Nos miró.
—¡Ay, no, por Dios!— se tapó los ojos.
—Ahora sabemos que gatos come— dije.

Permanecía tiesa en el tirante. Ni bien acabó con el gato, devorándolo como máximo en tres bocados, dejó los restos de huesos desperdigados por el suelo. Con escrúpulos mi hermana los recogió. “Pobrecito, pobrecito”, se lamentaba. Quiso rearmar las piezas baboseadas. La consolé para que no llorara. Cuando llora produce inundaciones. Mamá tenía el cuerpo imperturbable, sus patas seguían firmes. Había perdido el habla, aunque atesoraba los dientes y la lengua.

Nos quedamos mirándonos en la sordidez del silencio. Por fin habló:

—¿Hablará español?— dijo mi hermana. Me miró esperando una repuesta, como si yo fuese experto en mutaciones. O como si yo pudiese devolverle el habla.
—¿A mí me preguntás?
—¿A quién si no a vos? —e hizo un gesto de fastidio. O más que de fastidio de resignación.

Mamá movió las patas y nos clavó la mirada. La fijeza de sus ojos nos perturbó. Hizo un esfuerzo por alcanzar la canilla. Un vaso cayó —no se hizo trizas porque era de plástico— y rodó hasta chocar contra la pared. Rompió un plato, e hizo caer tres tenedores y un cucharón. Parecía quererse bajar del tirante, aunque se la veía temerosa. Miré a mi hermana y ella puso cara de “¿qué mierda quiere ahora?” y para que no se alterase —y no alterase a mamá— hablé:

—Busca agua —mi repuesta fue más que obvia. El agua es esencial en cualquier ser viviente.
—¿Qué?
—¡Agua! —repetí— ¿Sos tarada? Quiere agua. Cualquier bicharraco toma agua.
Cuando dije “agua” mamá nos miró. Me pareció que sonreía. O eso pensé yo porque quedó a la expectativa de que accionáramos. Mi hermana llenó un vaso. La retuve.
—Una olla, tarada.
—¿Qué?
—Una olla. Debe estar deshidratada. Necesita mucha agua.
—Bajá el tono, por favor, me alterás —dijo. Estaba transpirada.

La llenó hasta los bordes. Cada tanto miraba que mamá no la atacase. Pese a ser nuestra madre, temía a que la devorase. Su mirada iba y venía, de la olla a mamá y de mamá a la olla, persistentemente. Cuando se dio cuenta que el chorro era escaso, abrió más la canilla. “¡Ay!”, murmuró. Le temblaban las manos. Un chorrito de sudor le surcaba la frente. Me preguntó dónde dejaba la olla.
—Arriba de la mesada, qué sé yo —dije— ¿Creés que sé todo?

Antes de dejarla disparó hacia mi lado. Me dijo al oído: “no sabés el cagazo que tenía”. La abracé y le di un beso en la frente.
—¡Salí que apestás! —protestó— ¿Por qué no te vas a bañar?
—Si me baño va a pensar que soy carne fresca.
—No te va a comer.
—Agarrá el palo de la escoba —le aconsejé; en caso de ser tendría con qué defenderse.
—Bañate rápido.

Me dirigí al baño sin quitarle la vista de encima. Nosotros para ella éramos extraños y ella para nosotros era extraña. Podía confundirme con una presa. Abrir la boca y succionarme como una anaconda. La materia fecal empezaba a pegarse en mi cuerpo. Llené el calefón y me metí debajo de la lluvia minúscula. Mientras restregaba cada parte de mi cuerpo pensaba en mi hermana. Me negaba a hablarle, a preguntarle cómo estaba o que hacía mamá, por miedo a que desconociese mi voz y la atacase, a ella o a mí. ¿Cómo pudo convertirse en mitad araña?, pensaba. Probablemente una reacción química del organismo tras una picadura.

¿Soñábamos? ¿Delirábamos? ¿Alucinábamos? ¿O había que aceptar a nuestra nueva madre sin preguntarnos sobre su condición?

—¡Ay, Jonás! —oí su voz histérica.
—¿¡Qué mierda pasó!?
—Parece que se durmió.
Seguí bañándome, me restregué la piel con el calzoncillo enjabonado. Después encontré una esponja y me la pasé por el cuerpo. El olor estaba impregnado en mi piel. ¿Por qué cuesta tanto sacar del cuerpo el olor a mierda?
—¡Eu! —grité.
—¡Ay, Jonás! —dijo apretujándose la cabeza— la puta que te parió.
—¿Qué pasó ahora?
—¡Me hiciste asustar!
—¿Está dormida todavía? —oí que roncaba.
—Sí, ronca.
—Che, alcanzame detergente o lavandina.
—¿Y si se despierta?
—Dale, que el olor  a mierda no se me va.
—¿Por qué tengo que hacerte caso? —dijo, y se alejó.
—Dale —insistí.
—Ya va, estúpido.

Roncaba y babeaba. Las patas le permitían sostenerse del tirante, sin tambalearse ni caerse. A veces se despabilaba, entreabría los ojos, y volvía a cerrarlos con mucho cuidado, sin que nos diésemos cuenta. ¿Los abrirá para ver si nosotros seguimos allí? ¿O era simplemente su modo de dormir? Consolé otra vez a mi hermana. Sigilosamente traté de que no llorara para no despertar a mamá. Era extraño que convertida en araña —en mitad araña— no emitiese ningún sonido anormal, más que ronquidos. Jamás presté atención al sonido de las arañas. Vi que mi hermana hacía gestos con la boca, pero antes de que hablase se la tapé con una mano.

—Hablá despacito —mi advertencia fue casi un susurro.
—No puedo.
—Se puede despertar con hambre y no tenemos nada.
—Que me coma, yo no la puedo ver así.
Se llevó las manos a la cabeza y se restregó los pelos y después la cara, mientras se decía “no pude ser” “no puede ser”.
—Así, ¿cómo?
—¿No ves esa cosa? —dijo y la señaló. Esa “cosa” —nos gustase o no— era mamá.

Alcé la mirada hacia el tirante, donde reposaba nuestra madre, y observé: el rostro con abundante pelos, dos patas que sobresalían en forma de manos, con vellos minúsculos, imperceptibles. Sus ojos rojizos. El resto del cuerpo, sin embargo, era idéntico al de siempre: amorfo, celulítico y con las cicatrices de las cesáreas. Roncaba como lo hacía con frecuencia. El sueño era pesado. Lo supe por su inmovilidad. Se comentaba que en los campos andaba un chupacabras. Que disecaba los cuerpos de las vacas y degollaba caballos. Nuestra madre no era chupacabra —o cualquier animal que nace de la superstición de las personas— y presumo que, desde su repentina mutación, no salió afuera ni fue vista por nadie.

—Pegame ­—me ordenó mi hermana.
—¿Qué? —mi “¿qué?” fue involuntario.
—Que me pegues, dame una cachetada.
—Vos estás loca.
—No, quiero saber si estoy soñado.
—Bueno, ¿a dónde? —me decidí. Iba a hacerlo sin importarme el dolor ni las consecuencias.
—¿Adónde qué?
—¿Adónde querés que te pegue?
—Una cachetada. Acá —dijo señalándome el pómulo.
—Para eso te zamarreo.
—No, peg…—y le di un cachetazo.
Cayó al suelo con la cara marcada por mi mano.
—¿Sos idiota?
—Vos me dijiste que te pegue.
—Me dolió.
—Ahora vos a mí — dije.
—No, te sacudo.
Me sacudió con una fuerza inusitada, para adelante y para atrás. Me escupió, me tironeó los pelos, me pegó una patada en los testículos
—Por pegarme tan fuerte —dijo con bronca.
Y me siguió pateando en el piso. Estaba hecho una bolita, acurrucado, hasta que, reteniéndole los pies, le supliqué “¡Bastaaaaa, pelotuda!”.
—Ay, no —su voz era de ultratumba.

Estaba de espaldas a mamá. Apenas escuché “cuidado, Jonás” me di cuenta que me tomaban por los hombros. Sentí dolor mientras mamá me fue subiendo hacia el tirante, sin esfuerzos a pesar de mis kilos y mi tamaño. Mi hermana se desmayó antes de que pudiera decirle que haga algo. Sus pies se desvanecieron y su cabeza rebotó contra la pared de placa. Fue un golpe que sonó seco, a hueso quebrado. Pensé que se había muerto. Me interesaba más ella que lo que podía sucederme a mí. Tal vez pensaba que la araña por ser mi madre no me haría daño. Miré sus ojos rojizos, hipnóticos y sentí que me desvanecía. Mientras el pis entibiaba mi cuerpo, me desmayé. Fue un desmayo instantáneo, repentino.

Poco después tuve conciencia de que, mientras me sujetaba con sus patas, me lamía de pies a cabeza. Tanto que me mojó íntegramente. Le causaba placer lamerme. Me pareció eso. Me lamía y reía. Abrí los ojos, miré hacia donde estaba mi hermana y vi que se había levantado:

—¡Dejalo! —dijo con un cuchillo en la mano, mirándola fijo.

Le revoleó un tenedor —los que antes se habían caído— y la olla en la que minutos antes mamá había bebido agua.

—¿Querés otro gato?— la tentó.

Mamá me soltó. Caí de espaldas y me quedé unos segundos tirado en el piso. Esperaba que el dolor desapareciese. Pero mi hermana me hizo levantar y me pidió que fuésemos en búsqueda de otro gato.

—Me duele —dijo y se acarició el bulto.
—Casi te abrís la cabeza.
—Fijate, ¿me la abrí? —dijo.
—No, tenés morado —iba a decirle “tenés un huevo, ¡te va a explotar la cabeza!”.
—Ay, duele. No me toqués.

Otra vez mamá hizo el ademán de atraparme, siempre con sus patas. Por suerte cayó del tirante y se golpeó contra el suelo. Quedó dolorida, inmóvil, pero no moribunda. A mi hermana y a mí no nos importaba —o en realidad sí— si quedaba moribunda, con una pata menos o ciega, dado que inmovilizada nos permitiría controlarla con más facilidad. Arrastró una pata, muy lentamente, y luego la otra. Apenas podía moverse. Nuestra urgencia ahora era buscar gatos, de cualquier raza. Lo que nos importaba, sobre todo, era alimentarla.

—¿Qué se te ocurre?
—¿De qué hablás?
—De mamá.
—¿Qué?
—¿Cómo vamos a encontrar gatos? —le pregunté casi irritado.
—Ay, no sé.
—Te pido un favor. Dejá de decir “ay”. Parecés una estúpida.
—Dejame pensar.
—…
—¿Ya sé?
—Contame —mi cara era de fastidio.
—Ponemos en la puerta que se buscan gatos.
—Gatitos.
—No, gatos.

No la contradije, porque hubiera generado más conflicto. Hice lo posible para ayudarla con la tarea de los gatos. Además los gatitos serían como bocados, en cambio los gatos la llenarían, al menos por unas horas. Pensé si tendríamos que deshuesarlos porque, como los perros, mamá no masticaba huesos. 

—Má —dije— ¿Tenés lapicera?

Mis palabras salieron con naturalidad. Como un acto fallido. Me olvidé de que era mitad araña y no hablaba. Siempre fui olvidadizo de los episodios traumáticos. En mi infancia, a los diez años, estuve tres días sin comer. Mamá me había puesto en penitencia. “Vas a aprender a comer toda la comida”, me había amenazado. A mí no me gustaba la carne. Pasé tres días pálido, con el cuerpo sin fuerzas, de tanta hambre. Al tercer día me llamó y me preparó una polenta con carne picada. “Te la comés toda”, volvió a amenazarme. Comí cuatro platos, uno tras otro. No respiraba al tragar. Yo rechazaba la carne por la acidez. Esto lo recuerdo gracias a la mirada de mamá. Fue una mirada fulminante. Después me olvidé, pero se grabó en mi subconsciente, en una parte recóndita de mí. Verla ahora con sus ojos rojizos me lo hizo recordar. Fue como sacar un muerto del placard.

—¿En qué pensás? —me interrumpió mi hermana.
—En cómo conseguir gatos —mentí.
—Buscame una lapicera.
—Má…
—¡No, idiota! —me frenó— ya no es más tu mamá de siempre.
—Buscá una lapicera, en el aparador seguro hay.
—¿Y en qué escribo?
—A ver…—busqué una caja con mercadería y corté un pedazo de cartón.
Mi hermana con letra torpe escribió “SE ADOTAN GATOS”. Repasó varias veces con lapicera las palabras hasta engrosarlas.
—Adoptan, con pe, tarada.
—Da lo mismo. Lo importante es que los traigan.
Fue hasta la puerta que daba a la calle.
—¿Con qué lo pego?
—A ver —dije— siempre tengo que solucionar yo los problemas.
Revolví cajones, debajo de la mesada, busqué en el baño, en una mesita de luz apolillada, en una cómoda.
—Má…—volví a decir otra vez.
—Allá —dijo mi hermana indicando un envase blanco.
—¿Qué?
—Plásticola.

Encolé el reverso del cartón donde decía “SE ADOTAN GATOS” y lo pegué en la puerta.

Nos sentamos a esperar el primer ofrecimiento. Mamá dormía. Alimentarla se parecía a darle un medicamento. Una dosis cada ocho horas. La idea resultaba agotadora.

—¿Qué es lo que te da miedo? —la despabilé.
—¿A mí?
—Sí, a vos.
—Que nos coma.

De golpe eran la seis de la mañana. Me despertó un rayito de luz. Mi hermana y yo nos habíamos quedado dormidos abrazados, como si fuésemos un solo cuerpo. Lo primero que hice, a pesar del malestar por la posición incómoda, fue tratar de ver a mamá. Necesitaba saber que ocupaba la casa sin haberse escabullido por el vecindario. Mi hermana roncaba y sobre la frente tenía un mechón de pelo. Saqué mis brazos de su cuerpo, lentamente. Actúe de modo minucioso para que no despertara. Recorrí la casa en punta de pies. Inspeccioné cada lugar. Otra vez cada resquicio. A primera vista mamá había desaparecido. No podía deducir adónde, ni cómo ni cuándo. Recorrí un cuarto, donde dormía ella —antes de ocupar el tirante— y después el otro que servía de depósito. Me restregué los ojos para terminar de despertarme. Me lavé la cara en el baño.

Volví al comedor y vi a mi hermana dormir. No nos parecíamos. Ella era flaca, pálida —de otra contextura— y con ojos y pelo renegridos. Pensé si seríamos hermanos o dos seres unidos al azar. Pensé si ella, con el tiempo, también mutaría. O yo. O quizás mamá volvería a la normalidad, con su aspecto de mujer abandonada, deshecha. Mi hermana se movió hacía un costado e instintivamente se tapó con un pulóver. Volví a pensar en mamá. ¿Adónde había huido? ¿Había ido en busca de más gatos? ¿O la habían raptado otras arañas? Salí a la vereda y espié alrededor. El barrio estaba sumido en la quietud y el silencio. Atrás, pensé. Casi seguro. Me dirigí al patio trasero y vi yuyos y cardos. Mientras me encaminaba para revisar entre la maleza, oí un ruido extraño dirección a la enredadera que cubría el tapial. Pensé en despertar a mi hermana, preguntarle cómo la sacaríamos de allí. Pronto desistí. Esto lo tengo que resolver solo, me dije. Tiré de una de sus patas y fui separándola del tapial, poco a poco. Para evitar sus ojos rojizos, cerré los míos. Sentí fuerza sobrenatural al punto que logré sacarla. “¡No me hagas parir!”, le dije, “¡No seas hija de puta!”. O quizás me dije a mí mismo. La fui arrastrando hasta la casa. Ella era todo silencio y docilidad. Ignoro por qué no me atacó, más allá de que yo fuese su hijo. Fue tanta la fuerza que hice que me bañé en sudor. Mi remera y mi frente se mojaron. Una vez que sobrepasamos el umbral de la puerta la solté. Lo primero que hizo fue subirse al tirante y observarme desde allí. Le di una patada suave a mi hermana pero no se inmutó. Sus ronquidos aumentaron.

—¿Vos estás loquita, eh? —dije—. De un día para otro desaparecés y aparecés con patas de araña. Pensá en nosotros. Mirá a tu hija —y la señalé—, pensá en mí. ¿Qué te creés, que vamos a estar ocultándote siempre? ¿Que te vamos a traer la comida, eh? No seas turra, hablá. Decí algo. A ver, contame, ¿cómo apareciste así? Nosotros te queremos pero también sospechamos. Mirá si nos atrapás con tu telaraña y nos comés, ¿vos harías eso? ¿Sos capaz? Contestá, eh. No seas bestia. ¿Se te acabaron las ganas de ser madre? Es como si yo mañana aparezco mitad perro y me tienen que dar huesos y agua como a un inválido, ¿vos me atenderías? ¿Me cuidarías, hija de puta? ¿Sabías que los animales generan dependencia? No podés salir, no podés dormir solo, no podés dejarlos mucho tiempo encerrados, ¡son peor que una gripe! Si no hablás te matamos, así de cortita, ¿te da miedo? ¿Duele morir? ¿No querés? Ahora los responsables de vos somos nosotros. ¿Y si recién te vio alguien? Van a llamar a la policía. ¿Y qué decimos? ¿Qué apareció así? ¿Creés que no van a creer? ¿Sabés que no pueden meter en cana? ¿Te acordás cuando le decías a la abuela que primero los hijos y después quizás un novio? ¿Y ahora? ¿Seguís pensando lo mismo? ¿O eran locuras de una madre soltera? Vos me pusiste Jonás. Lo sacaste de la biblia. A mí me llamaste así vos. Yo solo no pude ponerme el nombre. Me contaste la historia de la ballena. Poco creíble, ¿no? No es fácil, querida. ¿Qué pensás, estar toda tu vida en ese tirante? ¿Qué tenés primos ahí, arañas de todas las especies? De acá se ven las telarañas, allá hay una y allá hay otra. ¿Hay más como vos? ¿O sos la única? ¡Conchuda, decime! ¡Hablá! Esto es peor que parir tres hijos juntos. Como un parto de culo. ¿A vos alguna vez te rompieron el culo? Ah, ¿llorás? Seguro son lágrimas de cocodrilo. Me hacés un favor si llorás, por ahí te volvés humana otra vez. Ojalá que se inunde el mundo con tus lágrimas y mueras ahogada. No hablo más. ¿Eso querés? ¿Querés que me calle? Me callo.

—Te escuché —me sorprendió una voz.
Volteé la cabeza atrás, a mis espaldas. Era mi hermana despabilándose.
—La hiciste llorar —dijo restregándose los ojos.
Me callé; no pude soltar siquiera un atajo. No tenía con qué defenderme.
—Ahora descubrimos algo —su voz era pastosa—. ¿O no?
—No sé de qué hablás.
—Te hacés el tonto, Jonás.
—Decime, ¿qué descubriste?
—Mamá es sensible, llora.

El llanto es una cualidad humana. Nunca antes había visto llorar a mamá. Su condición arácnida no le quitaba el estoicismo de las arañas verdaderas. ¿Lloran las arañas?, pensé. Siempre me entretuve rompiéndole las telas, o estrujando los huevitos. Con la misma tela las arañas hacen una bolita y en el interior de la bolita depositan entre veinte y treinta huevos, al romperse la tela mayor se pueden ver los huevitos y al romper los huevitos cada uno despide un líquido que se parece a la savia de las plantas. Las arañas pueden ser mortíferas: las picaduras ocasionan absceso de pus, mareos, vómitos. Aunque siempre es el ser humano que, de un chancletazo, las termina matando y no ellas a nosotros. Una araña se reproduce diez veces más que la especie humana. Otros aseguran que veinte veces más.

—¿En qué pensás?

¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!, resonó en nuestros oídos. Los tres miramos hacia la puerta; fue instantáneo.

—¿Quién será? —musité.
—El cartel —dijo mi hermana.
—¿Qué?
—¿Abrís vos? —me preguntó.
—No, vos.
—Los dos —dije y ella respondió “dale”.

Abrimos la puerta que, como era de chapa, al abrirse se crujió. Vimos a una señora que en un canasto de mimbre tenía un gato anaranjado y peludo. Mi hermana y yo nos miramos con felicidad. Mamá en lo alto del tirante iba a pasar desapercibida. La señora que se presentó como Paca no se daría cuenta.

—Vi el cartel y traje a mi gato —dijo con amabilidad— quizás ustedes puedan tenerlo. Se llama Toby.

Argumentó que viajaba mucho y no podía tenerlo. Usó palabras como “merecido” y “cariño”.

—Tiene tres años y come cualquier cosa —agregó.

Mi hermana me miró y supe que estaba pensando cómo haría mamá para comer un gato tan peludo. El exceso de pelaje nos dejó indecisos y en silencio. Detrás de nosotros se escuchó que mamá bajaba del tirante. Fue un movimiento fugaz, rápido.

De pronto escuchamos su voz:

—Sí, señora, déjelo, nosotros lo vamos a cuidar.

Fue entonces cuando nos dimos vuelta y la vimos. Era ella, la de siempre, con el mate en la mano y la cara risueña.

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