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Por Miguel Gaya
Mi querida prima Ema adoraba los animales. En todos sus cuadernos escolares, en todas sus carpetas de dibujo, en todas sus carátulas, en cuanta superficie de papel pasara por sus manos, dibujaba animalitos. Gatitos, perritos, bambis, caballitos. Todos hermosos, todos primorosos.
Pero no podía tenerlos en su casa y brindarles su amor. Mi tía Monona se negaba a tener animales en su casa. Ensucian, decía, tienen microbios y olor. Ya bastante tenía ella con la lucha contra los ácaros para hacer entrar otras alimañas. Mi prima decía, con lágrimas en los ojos, que los gatitos no eran alimañas. Pero la discusión no avanzaba de allí, porque Ema era muy obediente y comprensiva.
Hasta que una mañana de un frío invierno, ni bien salió a la galería de la casa para ir a desayunar, mi prima Ema se encontró un loro en el patio. Era un loro flaco, con apariencia de apaleado o moribundo, las alas tiesas y la cara de desolación más tremebunda que pudiera poner un loro. Mi prima quedó transida de pena.
Sin pensárselo un momento lo levantó del suelo, lo arropó contra su pecho y se lanzó a la cocina decidida a darle de beber algo caliente, renunciando a su café con leche si fuera preciso. Mi tío Cacho, que había presenciado los acontecimientos mientras tomaba mate, la disuadió de la bebida hirviente, y le ofreció una galleta del día anterior para que el bicho fuera mordisqueando.
Para cuando mi tía Monona entró en la cocina con su deshabillé matelaceado, el loro estaba instalado sobre un cómodo repasador, dentro de una caja de zapatos, y comía pan remojado en leche tibia de la mano de su amada hija. Antes de que pudiera abrir la boca su marido se levantó de la banqueta, con la pava y el mate, y le hizo señas con la cabeza para que lo siguiera al patio, en un gesto que supo debía obedecer.
A través del vidrio empañado, Ema vio a sus padres conversar con gestos enérgicos y contenidos, sin levantar la voz porque nunca debe llevarse inquietud al corazón de la criatura, pero mirándose con la intensidad que sólo un matrimonio malavenido de quince años puede generar. Los gestos del tío señalaban la galería, los de mi tía, la casa. Así pactaron la presencia del ave y sus límites.
Mi prima Ema fue feliz. A la tarde de ese mismo día el tío Cacho volvió del trabajo con una jaula reluciente, y ahí fue a parar el loro, bajo la galería, donde fue objeto del amoroso cuidado de mi prima. Por supuesto, lo alimentó, acicaló y arrulló. Y el loro se puso fuerte y rozagante. Y respondió al amoroso cuidado comiendo de la mano de Ema, aprendiendo su nombre (“¡Ema bonita, Ema bonita!” proclamaba con devoción), y haciendo gracias en el columpio.
Hasta que una mañana amaneció mustio, flaco y mudo. Mi prima quedó estupefacta. Pero otra vez, con amoroso cuidado, logró recuperar la lozanía del loro, aunque no su memoria. No salía de un elemental “¡La papa, la papa!” Esto duró una semana. Y volvió a enmudecer y desmejorar. Para recuperar memoria y peso otra vez, y una locuacidad inusitada. Un misterio incompresible. Y mi tío sospechó algo.
Una noche de un frío tremendo se apostó en la piecita del fondo, envuelto en una frazada. Su único calor fue el cigarrillo que aprovechó para fumarse de contrabando, ocultando la brasa con la mano y espiando por una rendija. Hacia la madrugada comenzaron a llegar. Primero uno, que se paseó por el piso de la galería como reconociendo el terreno. Luego varios. Flacos, casi tiesos por la helada, muertos de hambre, en silencio. Algo más que inusitado para una bandada de loros. Porque eso eran. Más de una docena. Varios se encaramaron en la jaula, y después de varios intentos lograron abrirla. Entonces el loro que estaba dentro salió, chocó su pico con quienes lo liberaban y dejó paso a otro, que lo suplantó. El que salió iba gordo y orondo. El que entró, llegaba maltratado por el frío, macilento. En el mismo silencio con que habían llegado, moviendo las alas como de puntillas, se esfumaron los otros.
Hasta la semana siguiente, supuso mi tío, en que suplantarían al loro engordado por el cariño de Ema, por otro que mientras tanto sobreviviría a duras penas en las inclemencias del parque cercano. Porque eso era lo que sucedía, dedujo mi tío. El invierno era duro, terrible, más crudo que cualquiera que hubieran conocido antes. Seguramente una bandada de loros, rezagada en el parque, ya no pudo afrontar una migración hacia el norte y tuvo que hibernar de apuro. Sin alimentos suficientes, sin estar preparados para el clima hostil. Seguramente habían intentado varias cosas, como robar comida a los niños que se aventuraban en el parque, o refugiarse en las casas cercanas. No quiso pensar mi tío en los accidentes, los gatos, el hambre y los chancletazos que habrían recibido hasta que encontraron esta casa tan hospitalaria.
Se admiró mi tío de la solución que encontraron los loros para que todos pudieran gozar de esa hospitalidad y del amor de Ema. Era evidente que cada cierta cantidad de días, un loro repuesto era suplantado por otro loro hambriento, para que toda la bandada pudiera beneficiarse de una semana de holganza. Todo iba bien, excepto por un detalle. Los loros podían, en cada suplantación, disimular sus plumas mustias, su flacura de faquir invernal. Pero no podían conocer las palabras que le enseñaba Ema al eventual pensionista.
Mi tío se volvió a acostar, y estuvo pensando el caso. A la mañana siguiente, en el desayuno, deslizó como sin querer que le habían dicho que los loros de esta zona eran habladores, pero de escaso vocabulario. Mi tía Monona miró a mi tío sin entender, pero siguió masticando su tostada sin decir esta boca es mía. Ema paró la oreja, disimuladamente. Mi tío Cacho, mientras recomponía el mate ensimismado, siguió diciendo que lo mejor para un loro como los nuestros era que hablara poco. Pocas frases, sencillas. Que enseñarles más frases era inducirlos a la angustia, y que si se angustiaban los loros enflaquecían y perdían las plumas.
El comentario tuvo el efecto buscado. Ema se limitó a alimentar los loros amorosamente, y ya no requirió de ellos más que un parco “¡Ema, Ema, la papa!”, algo que los encubiertos huéspedes aprendían en un santiamén.
Así pasó el invierno, y al llegar los primeros días tibios mi tío tuvo un mal presentimiento. Otra vez se ocultó en la piecita, otra vez aguardó la madrugada, y al rayar el día los vio llegar. Hicieron toda la ceremonia, pero con mayor garbo. Quien más, quien menos, todos habían ganado peso y lozanía. Nuevamente se encaramaron en la jaula, nuevamente la abrieron, pero la ceremonia de cambio de ocupante tuvo una intensidad especial. El loro jovencito que entró en la jaula lo hizo luego de saludar ceremoniosamente a todos, pico con pico. Elegía quedarse en su jaula, mientras el resto, ostensiblemente, se despedía para volar a otras tierras.
Mi tío contó luego que en ese momento abrió la puerta, y los loros advirtieron su presencia. Él se quedó quieto, e inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Entonces un loro, un poco más grande que el resto, quizás más viejo, se adelantó e hizo el mismo gesto, levantando un poco las alas. Después, uno tras otro, bamboleándose ligeramente, todos se dirigieron al patio, desde donde levantaron vuelo como en un sueño, en silencio.
Esto que digo nos lo contó a nosotros, los primos, pero nada le dijo a su hija. Con el tiempo, resultó evidente que el loro pedía a gritos más vocabulario, y Ema se lo brindó. Incluso mi tío, como sin querer, se puso a silbar despacito a su lado, y el loro un día comenzó a cantar a voz en cuello la marcha peronista, lo que le provocó un tremendísimo soponcio a mi tía Monona.
Los años pasaron, y como no podía ser de otro modo mi prima Ema fue maestra, y luego fue de las primeras licenciadas en psicopedagogía, para gran orgullo de todos. Incluso fue autora de un libro, muy difundido y consultado en esos años, que contenía sus observaciones y reflexiones sobre la enseñanza. En ese libro descollaban algunas máximas muy apreciadas en su época, como aquellas de que a todos los niños hay de darles tiempo para aprender, porque para aprender no hay tiempos iguales, y se requiere de tiempo y paciencia; y que se aprende a saltos sorprendentes, luego de aparentes retrocesos. Una observación muy aguda, aseguraban todos, que demostraba un profundo conocimiento del alma de los niños. Lo que yo nunca pude asegurar es si mi prima Ema lograba en verdad distinguir un educando de otro.
* Cuento incluido en el libro “Autobiografía no autorizada” (Barnacle, 2019) de Miguel Gaya.
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