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01-08-2019 Notas

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Por Enrique Balbo Falivene

I.

En esta casa de Chivilcoy en la que ahora vivo transcurrieron algunos de mis antepasados. Se empezó a construir en 1891 y se terminó en 1894; la alquiló mi bisabuelo materno, un emigrante italiano, que fue profesor de dibujo en la Escuela Industrial, la de la reforma de Otto Krausse, sólo un par de calles más arriba. Después la compraron mis abuelos y los tíos de mi madre en otra Argentina, mucho menos canalla que la de ahora, con un crédito del Banco Hipotecario. En esta habitación desde la que escribo, cuando a mi bisabuelo le avisaron que se moría, esculpió la tapa de su nicho. Sufrió varias modificaciones, la casa resultó dividida por los usos y costumbres. Hoy he montado aquí mi estudio, el lugar es ideal, hay una pequeña ventana y silencio, y en las paredes siete capas de pintura que conmueven. El lugar está lleno de libros, los hay en los anaqueles, en las mesas, en el suelo, en la ventana; aunque no escriba ni lea necesito saber que los libros están ahí, que me acompañan. Necesito sentir ese peso junto al de los muertos; lo nuevo me agobia, la falta de pasado, de historia.

Ahora emprendo este texto de pie, sobre un atril de madera que me regalara la viuda de un afamado pintor argentino. Escribo a mano –casi nunca lo hago-, con otro regalo: una pluma fuente Sheaffer y tinta Iroshizuku  (no tiene residuos y no carga ni ensucia la pluma), sobre papel Fabriano. La pluma y la tinta me la regalaron Rafael Squirru y Federico Peralta Ramos en mi cumpleaños número veintitrés. Escribí un prólogo para una exposición del segundo que nunca se concretó y el texto –por suerte- nunca se publicó. Pero el Gordo Federico se apuntó una frase de aquel texto que siempre llevaba en el bolsillo de la chaqueta. La frase que había escrito, y que seguramente habría robado en algún lado, decía: nadie llega a la cima con mentiras.

Y hasta aquí quiero llegar con mis fetichismos. Cuento esto y escribo a mano y de pie en el atril porque este texto es sobre Héctor Germán Oesterheld, alguien a quien admiro profundamente, alguien que llegó a la cima. Escribir es a veces investigar, es dejarse llevar por la curiosidad, pero también es admiración, es memoria. Es, en definitiva, reconocimiento.

II.

HGO (esta sigla es ya marca registrada como la HG de Wells) entendió y discurrió entre dos ideas fundamentales: la primera es que lo verdadero puede a veces no ser verosímil; la segunda es que el héroe no es siempre un individuo, el héroe puede estar en el grupo, en una asociación pausada pero concluyente. Trae la idea que ya aportara Alfred Hitchcock es sus films: al hombre común, al hombre de a pie es a quién le ocurren las cosas. No necesitamos héroes, los héroes somos todos.

Hay que entender que hasta HGO las historietas de ciencia ficción ocurrían en algún pueblo americano, los protagonistas eran rubios, atractivos, fuertes (ya era hora que alguien se pusiera del lado de los indios y los negros), y nadie sabía quién escribía o dibujaba esas historias. HGO cambió todo eso y originó, además, una generación de autores que entendieron que tenían ahora donde apoyarse: hay un pasado de gloria que empieza a gobernar el presente de la historieta. Así, con esa base sólida, la historieta argentina ve nacer a Oski, Fontanarrosa, Caloi, Quino, Trillo, Sampayo, Muñoz, Landrú, Robin Wood, Zoppi.

Pero para valorar a un artista hay que estudiar su entorno, ninguno es un aerolito: todos dependen de una coyuntura del mismo modo que entendemos que si bien la Revolución Francesa fue un hito, también creó un Napoleón. Entonces toda obra artística se transforma en un criptograma que hay que aprender a revelar. Oesterheld tenía sin duda una gran formación y había leído mucho; alguna vez manifestó, ante el desprecio de alguien por el cómic, que “si la historieta está bien planteada puede inducir a los jóvenes a otras lecturas, puede hacer una aventura de indios y vaqueros que el joven llegue al libro, a la prosa”. Y lo consiguió: desde HGO toda una generación empezó  a hacer algo impensado: buscar quiénes eran los autores en las tapas.

III.

Aunque tuvo su pico de popularidad con El Eternauta en 1957 el autor ya había publicado y mucho. Había conquistado una utopía: vivir de sus ingresos como guionista. Fundó junto a su hermano Jorge, Frontera y Hora Cero, para evitar las exigencias de los editores de la época que le pedían guiones y héroes americanos, convocando a los mejores dibujantes de entonces: Solano López, Breccia, Pratt, Del Castillo, etc. La empresa es un éxito: consiguen vender hasta doscientos mil ejemplares semanales en historias autoconclusivas o seriadas, sin final por episodio (continuará).

HGO demuestra con sus ediciones que hay mucho por descubrir en la historieta. La mayoría de los guiones son de su autoría y son, en todos los casos, una ceremonia de iniciación.

Creó Mort Cinder, Sargento Kirk (lo recuerdo con barba y arrugas, es un desertor que se coloca, como Martín Fierro, del lado de los indios), Bull Rocket, Ticonderoga, Sherlock Time, Ernie Pike. Éste último, por ejemplo, es un corresponsal de guerra, no es un héroe, es el narrador del desastre. HGO cambia la óptica de la guerra y plantea nuevas inquietudes: no hay final feliz, no hay buenos y malos, ganadores y perdedores, bandos y nacionalidades. Con dibujos de Hugo Pratt cada cuadro adquiere el valor de escena, las aguadas son poderosas y estremecen, los textos soberbios. Cambian hasta las onomatopeyas: el BANG BANG de los disparos es ahora CRAK CRAK. HGO no elige un bando para contar la guerra; un nazi puede resultar un buen tipo, un aliado no tanto. Si el americano tenía una familia que lo esperaba en Idaho, quizá el alemán también tenía otra que lo añoraba en Frankfurt.

Oscar Masotta (1930-1979) define con precisión el trabajo de HGO como Novela Gráfica o Literatura Dibujada. Masotta reinterpreta la historieta y advierte su carácter histórico, documentario, ficcional. Fue el primer intelectual en incluir al cómic en la museística con una exposición en el Di Tella. Hay que revisitar su texto La Historieta en el Mundo Moderno donde ensaya por qué la edición en tiras y viñetas ha dejado de ser un mero entretenimiento, un arte menor.

Lo de Masotta se entiende con meridiana claridad en El Eternauta, en el momento que HGO encuentra su vértice de originalidad, su mayor músculo intelectual. Recuerdo una escena: cuatro amigos juegan al truco en una bohardilla en las afueras de Buenos Aires. Son hombres comunes, clase media, obreros, empleados. Sólo hay un intelectual, Favalli, un profesor de física. El protagonista, Juan Salvo, habita un mundo feliz. Su familia duerme abajo -su mujer y Martita su hija pequeña-; su vida está en esa casa y, ahora, arriba con sus amigos, la disfruta. En este punto nuestra formación católica y cristiana (HGO sabía esto y sabía que la biblia puede ser un libro amenazador) indica que si todo va tan bien es que algo va a romperse. Somos culpables de regocijarnos: la felicidad está a punto de derrumbarse. ¿No podría ser éste, acaso, uno de los mejores comienzos de una novela?

El Eternauta
Ernie Pike

IV.

El Eternauta se publicó por primera vez entre 1957 y 1959. Se vendía en un formato apaisado (los ejemplares en vertical llegaron mucho después y fue idea de los editores italianos) y se agotaba rápidamente. Tuvo un éxito sólo comparable al Martín Fierro, por tiraje y cantidad de ejemplares vendidos. El lector contempla en cada entrega un hallazgo del autor: la historia se desarrolla en un escenario reconocible, Buenos Aires. HGO cambia el domicilio físico de la aventura, las cosas suceden en la cancha de River, el Obelisco, la General Paz, Plaza Italia. Y sobre todo, Juan Salvo, su protagonista, es un hombre común. Su traje para eludir la nevada mortal parece hecho en cualquier casa del conurbano, por cualquier modista de barrio. Con estas inquietudes locales la historia avanza lenta pero real, con cadencia argentina, como una telenovela que no se detiene. Se lee y pone en marcha como El Quijote, los capítulos se van sucediendo mientras nuestra memoria guarda escenarios. HGO viene a exhortar y sin levantar la voz parece decir: “soy argentino, quiero escribir y vivir aquí, con mi gente en esta ciudad, y puedo -todos podemos-, construir una historia argentina”.

El Eternauta tuvo –y tendrá- numerosas reediciones. Destaco una, la más tormentosa de todas, la de la Revista Gente, con dibujos de Breccia. La tira fue retirada a las pocas semanas. Su director, el premio Konex, Carlos Fontanarrosa (1921-1994) escribe una carta a los lectores en donde acusa a HGO de antiimperialista y a Breccia de ejecutar unas ilustraciones puramente experimentales e inentendibles. Hoy esa versión es pieza de culto para los coleccionistas, se estudia en las universidades, y hoy también nos preguntamos cómo los Vigil aceptaron esa publicación siendo su revista un facsímil del Proceso Militar. Cabe preguntarse entonces: ¿quiénes han sido (y son) nuestros editores, nuestros mecenas, nuestros Médicis?

El Eternauta II lo escribe desde la clandestinidad y entramos ya en el territorio donde la tragedia alcanza su cúspide. Oesterheld está amenazado, no por escritor, intelectual o guionista; está amenazado porque adhiere a Montoneros. Como la mayoría de sus coetáneos era antiperonista (pienso en Rodolfo Walsh, hay que leer Carta abierta a la Junta Militar). Lo que HGO representa es la tensión entre el pensador, el pacifista, el humanista y las fuerzas de estado. Cree que el cambio social es posible. Todo ese pensamiento se ve reflejado en El Eternauta II: Juan Salvo tiene que escoger entre salvar a un pueblo o a su familia, elige salvar al pueblo. La nevada alienígena cae para todos, nadie está a salvo (el apellido del protagonista es toda una anticipación de los hechos, es el oxímoron que establece Baudelaire con Placeres espantosos y dulzuras horrendas). ¿Qué hace a alguien subversivo? El estado despliega su manto de terror sobre Buenos Aires y los culpables somos todos.

Pero HGO también se encarga de cuestionar su circunstancia política: Juan Salvo mata con sus propias manos a un invasor y se pregunta, entre lamentos, en qué se ha convertido. Está cuestionando a la organización cuando empieza a volverse violenta.

V.

HGO es secuestrado y detenido en La Plata en el 77. Estaba en Europa y decide volver porque los torturadores le envían las fotos de sus hijas asesinadas (¿se puede ser más sádico?).

Es encerrado en El Vesubio, un centro clandestino de detención, en el partido de La Matanza, en la intersección del Camino de Cintura y la muy transitada Richieri (los militares lo demolieron en el setenta y ocho, antes de la visita de una comisión internacional por los DD.HH). Allí también está Haroldo Conti y el cineasta Raymundo Gleyzer, autor de la cinta de culto Los Traidores (1973). Pero también hay obreros, estudiantes, abogados, sindicalistas, amas de casa, casi toda la Columna Sur de Montoneros.

HGO sabe que ha vuelto para morir y no se equivoca. Lo asesinan en Mercedes en 1978. Con él desaparece también toda una familia. Sus cuatro hijas, dos de ellas embarazadas, y tres de sus yernos. Nueve personas de una misma familia. Sobrevive Elsa Sánchez (1925-2015), su viuda, una mujer de un temple extraordinario, a la que quiero mencionar de forma especial. Estando en la vereda de enfrente se convirtió en una activista por los derechos humanos, y resistió todas esas ausencias desde la participación en diversas comisiones hasta su fallecimiento.

A los que aún hoy creen que el autor introdujo a su linaje en Montoneros sugiero el libro Los Oesterheld (Ed Sudamericana. 2016) de Fernanda Nicolini y Alicia Beltrami. No hay en nuestro país tradición como en Europa por las biografías familiares y esta es (ay) fundamental por la rigurosa y monumental investigación.

VI.

Termino con un retrato. Hugo Pratt se inspira en Oesterheld para componer a Ernie Pike. Lo dibuja con la cara afilada, los ojos pequeños, la nariz aguileña. Aparece en todas las viñetas taciturno, callado, introvertido, humilde. Seguramente así era.

Con la muerte de sus hijas se fue apagando y quienes lo vieron en el Vesubio cuentan que ya era un espectro. Dicen que los verdugos le ofrecieron vivir a cambio de una historieta sobre San Martín que nunca escribió. A un hombre como Oesterheld no se le podía imponer nada. Además había vuelto para morir.

Si la vejez quiere representar humillación, morir joven y por una causa es una esperanza reservada sólo a los más valientes, y si nos mantenemos en pie proyectando algo grandioso a HGO ya no había ningún bastón que lo sostuviera.

Por cierto, Héctor Germán Oesterheld, estudió también geología, una ciencia tan natural como la dignidad que entregó en todas sus historietas.

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