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Por Leandro Germán | Foto: Vïctor Bugge
2019 y 1989. No hay analista político que no haya destacado los puntos de contacto entre la situación abierta por las elecciones del domingo y la que atravesó el país en 1989. La principal semejanza es que se debate abiertamente la entrega anticipada del poder o, como variante de ésta, el adelantamiento de las elecciones de octubre. En 1989, lo peor de la crisis, que había tenido un “pico” en febrero, estalló luego de las elecciones del 14 de mayo que le habían dado el triunfo a Menem sobre el radicalismo.
Hay, sin embargo, diferencias cruciales. En 1989, Menem podía personificar literalmente cualquier cosa, desde la revolución productiva y el salariazo hasta las políticas del llamado Consenso de Washington. Podía personificar literalmente lo que viniera. Alberto Fernández, en cambio, no tiene ese margen de maniobra. A despecho de los diferentes talantes personales, es una paradoja que una crisis de magnitud y gravedad superiores a la actual haya entregado el poder a un presidente menos ceñido a un programa específico.
En el contexto actual, Alberto Fernández sólo puede personificar la condición de árbitro entre las clases y fracciones de clases, algo que está en el ADN del kirchnerismo. Pero una cosa es arbitrar con la economía creciendo el 8% anual y otra hacerlo con una economía fracturada. La otra diferencia significativa es que, en 1989, hacía tiempo que el capital había desahuciado a Alfonsín (pero no al candidato presidencial de la UCR), algo que había ocurrido en febrero de ese año, con la devaluación “inconsulta” de Sourrouille, diez meses antes de la fecha prevista para la entrega del poder.
En 2019, en cambio, el capital se mantuvo a pie juntillas en el apoyo a Macri y sólo desistió de él cuando se dieron a conocer los resultados del domingo. El macrismo como “programa máximo” del capital. En La Nación del lunes, Carlos Pagni se pregunta si el peronismo “atizará la hoguera” y trae a la memoria el caso del peronismo victorioso en 1989, dedicado por entero a demoler lo que quedaba del gobierno de Alfonsín, largamente liquidado en la consideración del capital (y liquidado en ella antes de las elecciones).
Pero el de Alfonsín era un gobierno “pasado a pérdida” desde hacía tiempo: fue por eso (y porque el 14 de mayo, Menem pasó de candidato a presidente electo) que el menemismo pudo “atizar la hoguera”. No habría podido hacerlo si hubiese tenido por delante, como Alberto Fernández, la tarea de ganarse la confianza del capital (y de consagrarse definitivamente presidente). De nuevo la paradoja: una crisis más profunda y severa produce personificaciones políticas que cuentan con mayores “grados de libertad”. La economía no se basta a sí misma.
Lo cierto es que el “ajuste de expectativas” tras las elecciones de ayer ha dado lugar a una corrida cambiaria que ha sido instrumentada por el oficialismo para chantajear al electorado, es decir, que ha sido utilizada como arma contra la soberanía popular. Lo más probable es que el recurso se le vuelva en contra: la sociedad tiene una sensibilidad democrática que no se puede ignorar así como así. Sería una lección para varios, no sólo para el oficialismo: los órdenes culturales no son fáciles de sortear.
En 1989, más que chantaje a la ciudadanía, la demolición del gobierno de Alfonsín fue “educación presidencial”, como tituló Verbitsky un libro sobre el período, lo cual equivale a reafirmar el mayor margen de autonomía con que contaba Menem hace treinta años respecto de aquel con que cuenta Alberto Fernández hoy. La izquierda llama a la clase obrera a la acción directa. ¿Con qué consignas? Vale decir: ¿qué consigna política preside el llamado a la acción directa? A la izquierda se le plantea el mismo dilema que en 1989, con Menem ya electo presidente.
En realidad, el problema se había planteado bastante antes, frente a la posibilidad de un acuerdo en el colegio electoral que le arrebatara la presidencia a Menem, que ya desde fines del año anterior se perfilaba para ganar las presidenciales, pero respecto del cual subsistía la duda de si alcanzaría la mayoría absoluta en el colegio. Izquierda Unida había sugerido la posibilidad de votar al riojano en el colegio electoral en caso de consagrar electores. El PO, en cambio, planteó la huelga general en defensa de la soberanía popular en caso de que se le intentara birlar la presidencia.
La tendencia del PO ha lanzado la ambigua consigna de “ninguna transa al margen del pueblo” dirigida contra Alberto Fernández, pero también, por default, en defensa de su electorado, es decir, de nuevo por default, en defensa de la consagración de Alberto Fernández como presidente, es decir, en cierto modo y hasta cierto punto, en defensa del programa “original” de Alberto Fernández. El deslizamiento es casi inevitable. En ese marco, la consigna de Asamblea Constituyente parece más un intento de “fuga” respecto de la necesidad de una consigna política que otra cosa (el PTS la reclama para “expresar verdaderamente la voluntad popular”, pasando por alto que ésta se expresó el domingo pasado y se va a volver a expresar en octubre).
Como sea, la tendencia del PO se equivoca cuando desprende del señalamiento de que las elecciones son un episodio de la crisis la conclusión de que están ellas mismas en crisis. El PO oficial, por su lado, plantea un congreso de la izquierda contra los “chantajes que el gran capital impondrá a la transición”. El lugar de la consigna política está, de nuevo, vacío, como el lugar del poder en la democracia lefortiana. Como si se tratara de los dos cuerpos del rey de Kantorowicz, Alberto Fernández es el lugar “ocupado” (perecedero) de la política cuando se pone la lupa sobre la trastienda de sus compromisos con el macrismo y el capital y su lugar “vacío” (inmortal) cuando de lo que se trata es de coronar políticamente un programa. Esta ambivalencia y decir que el peronismo domina el campo de la política son una y la misma cosa.
Etiquetas: 1989, Alberto Fernández, Carlos Menem, Leandro Germán, Macrismo, Raúl Alfonsín, Víctor Bugge