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05-08-2019 Notas

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Por Marina Esborraz y Luciano Lutereau | Pintura: Adrian Borda

“Soy víctima de un Dios
frágil, temperamental,
que en vez de rezar por mí
se fue a bailar,
se fue a la disco de un lugar.” 
Babasónicos, “El loco”

1.

Nuestra generación (entre los 30 y 50 años) es la que miró a sus padres y dijo: “No queremos ser como ellos”, no quisimos ser como esos padres que hablaban de dinero en la mesa, que preguntaban si acaso lo que se estudiaba iba a dar plata, esos padres que si  no se separaban seguían juntos a costa de pelearse o ignorarse, que transmitían la necesidad del sacrificio. Así es que, como hace poco dijo un periodista, “somos la última generación a la que sus padres le pegaron y la primera a la que le pegan sus hijos”. 

Hoy en día, los adolescentes miran a sus padres y se preguntan: “¿Estos son los padres?”, porque no son los jóvenes los que en consulta hablan de lo que pasa en las redes sociales, tampoco son los jóvenes quienes se recuestan en un diván y le ponen play a un chat para que el analista escuche lo que el otro dijo. Son los jóvenes de hoy los que ven a sus padres peleándose como adolescentes con sus novios o novias de turno y, ante el patetismo, deciden “deconstruir el amor”, ir más allá de la pareja. “Mamá, ya estás grande para sufrir por un tipo de esa manera, todo el día con el teléfono en la mano”, cuenta una mujer que le dijo su hija de 15 años. Hoy en día, la adolescencia no necesariamente está en los adolescentes. 

Ahora bien, ¿cuál es el costo de que, por desencanto, algunos jóvenes no quieran saber nada de esa transición? Por ejemplo, la adolescencia era el momento para vivir el “primer amor” (ese amor cargado de dependencia y posesividad) luego del cual se empezaba a amar de otra forma, como si hubiera que atravesarlo para dejarlo atrás, para descubrir luego que hay distintos amores: el amor a los hijos, a los padres, a los amigos, etc. Nuestra generación, la que los jóvenes miran con desencanto, es la que no superó el primer amor y, a pesar de los años, sigue esperando “el amor de la vida”. Somos esas personas que todas las semanas se enamoran como por primera vez (“ahora sí, es él” o ella). ¿Cómo eso no va a desencantar a los jóvenes? El problema es que los vuelve de una forma muy productivista, prefieren el trabajo al amor, la proyección profesional al vínculo con otro. 

En el trabajo clínico con adolescentes, un rasgo común es volver a situar el sentimiento como vector de lo que viven, que puedan conectar con lo que sienten, como si hubiera que atravesar una barrera intelectual y razonante que, a veces, los pueden volver un poco fríos. Los adolescentes actuales ya no exploran sus emociones, como sí lo hacían los de otras épocas, que podían pasar horas y días escribiendo una carta, fantaseando un encuentro, soñando con un beso. Podemos pensar si  los adultos de nuestra generación no les robamos el amor a los jóvenes, como si para rechazar a nuestros padres y su exigencia de sacrificio, nos hubiéramos refugiado de manera crónica en el primer amor adolescente y son los jóvenes de hoy en día los que nos devuelven nuestro mensaje invertido, con un realismo y una frialdad que, a veces, es lucidez, pero otras un utilitarismo alarmante.    

2.

En nuestra época se prefiere no amar o se ama menos. La respuesta para ello no puede ser especulativa, es preciso exponer fenómenos concretos, o sea clínicos, que lo demuestren. Se lo puede hacer con la teoría freudiana del narcisismo. Freud decía que amamos para no enfermar, para que la libido pase del yo al objeto. Por eso la otra cara del amor, el modelo de la enfermedad es para Freud la hipocondría. Ésta no es sólo física (miedo al cuerpo enfermo) sino también psíquica; por ejemplo, cuando nos hacemos “mala sangre”. El que se hace mala sangre cuando, por ejemplo, se le cae un vaso, no ve en un vaso un objeto (todos le dicen: “che, pero es un vaso”) sino un sustituto de su yo. Por eso no sirve decirle nada. Lo mismo se comprueba con otro fenómeno: la “acumulación”. El acumulador no puede separarse de las cosas porque éstas no son –para él– meras cosas, sino partes de sí mismo. ¿Qué otra cosa podría explicar el éxito de Marie Kondo sino una hipocondría generalizada? Es cierto que el acumulador por excelencia es el esquizo, pero sólo en el punto en que muestra la normalidad. ¿No es lo que le pasa a la mayoría con la ropa, cuando todavía guarda esa remera de egresados ’98? 

Aunque el slogan “soltar” a muchos les parezca tonto, es el síntoma de una época en que la libido sale poco del yo. Por eso, un tercer fenómeno: ciertas relaciones “intensas” basadas en el control y en las que no hay lugar para lo que el otro quiere, que demuestran también que antes que otro es también un sustituto del yo. Estos tres fenómenos (mala sangre, apego e intensidad) exponen cómo en una época en que se generalizó la hipocondría como enfermedad de la normalidad, entonces, se ama menos. 

3.

Esta época, la nuestra, se caracteriza por la pérdida de la gratitud. Para ser agradecido es preciso, antes, reconocer una deuda en el otro y, por cierto, sólo se tiene una deuda con quien se ama. Para ser agradecido, primero hay que amar. Amar un rasgo en el otro y querer recibirlo, atesorarlo, agradecer esa filiación. Un rasgo que a veces el otro ni sabe que dio. En el don, nadie sabe qué (se) da ni que se da (a sí mismo). Es la ley de la filiación, trascender el intercambio. Pero nuestra época rechaza la filiación, ya no cree en la gratitud, es la época en que es preferible robar a recibir, traicionar a filiarse, por eso en un primer plano está la más bíblica de las pasiones: la envidia. Los celos son una pasión de hijo, la envidia es de hermano asesino. Pasión devoradora la del envidioso, que se niega a reconocer el amor, que prefiere identificarse y matar (como Claudio al padre de Hamlet, para ser Rey), quien prefiere identificarse para no amar: “Yo no le debo nada a nadie”, “Yo no tengo maestros”, dice quien olvida que sólo cava su tumba el que desconoce que recibió de otro la tierra que labra.

4.

La clínica con adolescentes nos muestra una constante que los caracteriza hoy en día: los adolescentes parece que no se enamoran. Esto puede sonar extraño y exagerado, pero no es poco frecuente escuchar que hoy en día los jóvenes valoran mucho más esa otra forma de amor que es la amistad, aunque tal vez no hagan, como en otras épocas, lazos exclusivos bajo la modalidad del “mejor amigo”; a la vez que  están más preocupados por el futuro laboral o profesional, por participar de marchas en reclamos sociales, por la ecología, la ley del aborto o la igualdad de género. Ya casi no cargan con prejuicios de elecciones o identidades sexuales, muchos se definen como bisexuales o no tienen demasiados pruritos para admitir su elección homosexual, algo que ha sido muy doloroso para muchas personas de la generación de sus padres. Sin embargo, no se enamoran. Pueden tener relaciones sexuales y encuentros de tinte eróticos, a veces más por un empuje de la época que por verdadero interés en descubrir otro cuerpo y descubrirse a través de él. Las personas de nuestra generación, los supuestos adultos de hoy, vivíamos fantaseando con el chico/a que nos gustaba, incluso desde muy temprana edad, y esperábamos con ansias el primer beso, un encuentro furtivo, una mirada al pasar. Las mujeres no dudábamos en que algún día íbamos a conocer a ese gran amor (la figura del príncipe azul) a quien le concederíamos nuestra virtud, y en recompensa seríamos elegidas como su mujer para vivir felices comiendo perdices. Si bien ya para la mujer se había despejado el lugar de madre y esposa como único destino posible, y muchas privilegiaban una carrera y su realización profesional, eso no entraba de ninguna manera en conflicto con el deseo de tener una pareja. Eras cuestiones que no aparecían como antagónicas, aunque ya se vislumbraba que una mujer podía elegir un destino profesional antes que amoroso. Como cuenta una paciente que su madre le decía en su adolescencia temprana “las chicas no tienen que tener novio, porque si no dejan de  estudiar”, invitándola a valorar más el estudio que el amor.

La cuestión  es que hoy en día el amor romántico ha quedado preservado en los adultos, que siguen actuando como adolescentes, mientras que los propios adolescentes nos miran con cierto patetismo y reprobación, y no quieren saber demasiado de esa forma de amar. Tamara Tenenbaum dijo hace poco en una nota que nos vamos a tener que despedir de las formas de amar que ya no corren más. Tiene razón. El amor se cansó de nosotros. Hicimos del amor un Dios, y nos abandonó.     

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