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Por Julián Doberti | Pinturas: Molly Bounds
I
“La poesía no sirve para nada. Ese es su mayor valor”
Mirta Rosenberg
Poesía y psicoanálisis son, sin ser lo mismo, zonas de experiencia entre las que existen proximidades. Espacios donde se propician encuentros entre el cuerpo y las palabras, en los que se descubre que las palabras tienen cuerpo, que hay cuerpos sensibles a resonancias inesperadas.
Freud decía que las palabras del poeta son acciones. Podríamos decir que allí poeta incluye, también, al analista. Porque, si las palabras son acciones, lo son en el sentido en que se disuelve la rigidez de los binarismos, tan transitados, que oponen lo simbólico a lo real, la apariencia a la realidad, el decir al hacer.
Por eso Lacan aconsejaba que el analizante olvidara de que se trata sólo de palabras. Lo mismo ocurre cuando leemos poesía, cuando un poema nos conmueve, nos angustia, nos lleva más allá de las referencias agobiantes del mundo conocido, de los sentidos comunes. Olvidamos que se trata de palabras, en un olvido que permite la frescura, un tanto infantil, de los descubrimientos que no sirven para nada. Para nada que no sea ese momento en el que las palabras nos tocan, bordean un límite frágil en el que algo sucede, algo se transforma, algo pasa en el instante de la lectura.
Georges Bataille escribió que el término de poesía “significa, en efecto, de la manera más precisa, creación por medio de la pérdida”. Definición que jerarquiza la pérdida, y la consolida como condición de la invención. Estamos hablando de poesía, y entonces deberíamos especificar que allí pérdida e invención refieren primordialmente al sentido.
Se trata de perder algo del sentido -común, estanco- para que pueda surgir lo inédito, lo que sorprende, un sentido novedoso, un sentido que nos afecta (porque los afectos están en juego). En el psicoanálisis también se trata de la pérdida de sentidos fosilizados, sentidos que hacen sufrir y se presentan, muchas veces, con la frialdad literal de las evidencias. Frente a esa literalidad, el análisis propicia el movimiento subversivo, poético, de las metáforas que hacen caer algo de la mortificación de esas certezas tristes, para que otra cosa, otra palabra, otra experiencia sea posible. Nada más ajeno, nada más extraño al análisis y a la poesía que el ideal de atesoramiento, esa miseria (tan lejana a la lógica creativa de la pérdida) que hace de la acumulación obsesiva una estrategia reactiva frente a la ligereza impredecible del deseo.
II
“¿de qué me quiero curar ahora?
Del desamor”
Tamara Kamenszain
“Al comienzo de la experiencia analítica, recordémoslo, fue el amor”
Jacques Lacan
En los últimos años de su vida Raymond Carver, que había sufrido los estragos del alcoholismo, fue diagnosticado de cáncer. Su poesía, quizás menos frecuentada que sus cuentos, dice la belleza de lo cotidiano con una lucidez que no rehúye la melancolía. Escribió, como quien se despide, estos versos que llevan como título “Último fragmento”:
¿Y conseguiste lo que
querías de esta vida?
Lo conseguí.
¿Y qué querías?
Considerarme amado
sentirme amado en la tierra.
Recuerdo que cuando los leímos en un taller que coordinaba el poeta Osvaldo Bossi, él reflexionó que hacía falta haber atravesado toda una vida, difícil y luminosa como la de Carver, para poder, al fin, escribir esos seis versos.
Quisiera detenerme sobre el uso de los últimos verbos. Considerarme amado, sentirme amado en la tierra. Hay algo conmovedor en la evitación decidida del verbo ser: todo cambiaría sensiblemente si contestara a la segunda pregunta “(quería) ser amado”.
La connotación sentenciosa, inconmovible y dramática del “ser”, incluso la arrogancia de quien asegura que “fue amado” o que “es amado”, promueve en el lector la suspicacia que interroga: ¿cómo saber si efectivamente se es eso que dice que es? Al escribir “considerarme amado”, al insistir con “sentirme amado”, descubrimos allí una expresión mucho más verdadera, y por eso mismo, valiente.
Frente a lo que nunca se puede terminar de saber, el poeta elige la dignidad que reconoce en el amor la suavidad intensa de lo efímero, y hasta de lo incierto: se trata, en la vida, de poder llegar a considerarse amado, de experimentar la alegría plena de vértigo que conlleva sentirse amado en la tierra. ¿Qué se pierde en ese acto? La seguridad del ser.
Allí se aproxima el gesto de Carver a lo que el psicoanálisis piensa respecto al amor, que desde Freud nombra como transferencia.
Lacan dice, en algún momento, que el amor se dirige al saber. Considera, en ese contexto, la búsqueda que hace del analizante alguien enamorado del saber que le supone a su analista, un saber que conseguiría curarlo del sufrimiento. Cuando Tamara Kamenszain escribe, en un bello poemario que titula “El libro de los divanes”, que busca curarse del desamor, dice la ilusión que, sin exagerar demasiado, podríamos ubicar como constitutiva de todos los que nos analizamos alguna vez.
No creo que Carver se haya recostado en un diván, y sin embargo escribe lo que Lacan podría suscribir sin forzamientos. Porque de la ilusión enamorada del saber que se le supone al analista (y no solamente al analista), el análisis consiste precisamente en producir no una desilusión que reforzaría la frustración, sino una pérdida que permita pasar del ser fascinado con el saber inalcanzable, a la vida contingente, frágil, ligera, habitada por una ternura que no desmiente la intensidad: modalidades del deseo y del erotismo.
III
“La poesía no enseña, apenas contagia algo. Si la fe en que un concepto sigue siendo el mismo en sus diversas formas de exposición está en la base de la transmisión del saber, el poema se expone primero, se obstina en esa exposición anterior a toda transmisión”
Silvio Mattoni
“Se abre el cuerpo
como una flor fresca.
Te lo entrego otra vez. Yo
no aprendí nada de la vida”
Osvaldo Bossi
“Cualquier cosa para salir de la pétrea aridez: el conocimiento es triste”
Juan Ritvo
La poesía no enseña, una voz dice no haber aprendido nada de la vida, mientras se entrega a un amor que no se sabe, y quizás porque advierte la tristeza del conocimiento.
Referencias, citas (la ambigüedad es prometedora) en donde el Eros que hace hablar a la poesía y al psicoanálisis disuelve toda pretensión pedagógica, toda intencionalidad de enseñanza entendida como transmisión de conocimientos, de saberes científicos, objetivos, estables.
Si el psicoanálisis implica un refugio en donde alguien puede hablar sin la necesidad de hacerse entender, sin los protocolos represivos de la comunicación, un espacio donde el sufrimiento, el amor, la alegría, el miedo pueden decirse a un otro que no juzga, no reconoce ni cuestiona, sino que escucha lo que allí se articula y lo hace existir para que pueda ser transformado, leído, entonces es posible afirmar que la poesía mantiene una amistad muchas veces silenciosa con esa práctica que inventó Freud.
La poesía, en el sentido no sólo de la pérdida, o de la caída del ser, sino de la libertad que implica desentenderse de la transmisión y la razón (con o sin mayúsculas) para entregarse y permitir, como decía Mallarmé, que “las palabras tomen la iniciativa”, al menos, por un rato.
El tiempo de la poesía, como en un análisis, es el tiempo que transcurre en el decir que se va tejiendo. Nadie sabe cuánto dura un amor, cuánto dura un análisis, cuánto dura un poema. La pregunta, impaciente, desconoce una temporalidad que es ajena a los relojes. Bossi escribe el cuerpo como una flor fresca, “te lo entrego otra vez”. Otra vez, no importa cuántas veces hubo antes, ni es seguro que exista una próxima. Pero en ese presente, en ese instante, el encuentro se produce, acontece.
Como acontece un análisis o un poema. Y es lo único que importa.
Etiquetas: Jacques Lacan, Julián Doberti, Molly Bounds, Poesía, Psicoanálisis