Blog

07-08-2019 Notas

Facebook Twitter

Por Guillermo Fernandez | Pintura: Daniel de la Guardia

I

El final de El nombre de la rosa de Umberto Eco mueve a una reflexión que va más allá de los crímenes en un monasterio y de monjes investidos de sospecha y de lectura en silencio. El escritor cierra la voluminosa novela con la frase “De la rosa lo único que queda es el nombre. Existe literatura en exceso para privilegiar los atributos de la rosa: desde el color, su forma con un centro oculto entre múltiples pétalos cóncavos con indiscutible sentido estético. Además, hay que tener presente que la rosa para mucha literatura aludió a los labios de mujeres sugerentes. 

También, la misma flor, fue audacia de la mano de Pedro Almodóvar. Recordemos que el director manchego se valió de pétalos rojos para cubrir el pubis de Assumpta Serna en el sublime final de Matador. Ocultó lo que merecía a todas luces ser visto; la belleza del sexo se tapaba con el resto de la flor, pero también los bordes escondidos daban a entender que nada se cubría y todo se exhibía.  

Eco juega con el nombre como destino irremediable. Advierte sobre el juicio de naturaleza y lo efímero. ¿Qué hacemos con el nombre si es lo único que no se altera? Y, en caso de nosotros, seres tan inmediatos, ¿en qué consiste el hecho de permanecer nombrados, después de la muerte? 

II

Pocos, sin embargo, pueden no resignarse a ser “una parte”, y conservar, por lo tanto, una denominación que llega incluso a ser identidad social, tan solo una inmortalidad. Contamos desde que nacemos con una diferencia, una intención paterna de que parezcamos singulares. Desde que el crío apenas aparece al mundo comienza a ser llamado. Con el tiempo nos damos cuenta de que somos un Juan entre tantos: solo un fragmento de cuerpo perdido en una totalidad mundana. 

Los versos de Jorge Manrique en Coplas a la muerte de mi padre, en el siglo XV, sentenciaron la condición igualadora de la muerte. Sin alterar la virtud poética ni el mensaje tan terrenal del poeta, merece que nos detengamos en algunos puntos. 

Convengamos en que, si bien la muerte corrompe el cuerpo y en la totalidad de los casos conlleva con el tiempo al olvido, es prudente pensar en aquellos que libraron combate para no sucumbir como una “parte” bajo tierra, como los pétalos rojos de Pedro Almodóvar que señalan la lujuria. Podemos armar un catálogo de “gigantes” que nos han ofrecido páginas, a pesar de la enfermedad, a pesar de esa presencia constante del final. 

III

Pensemos que Jorge Luis Borges sobrevivió a su ceguera y pese a valerse de otro para que le leyeran, escribió Elogio de la sombra y fue director de la Biblioteca Nacional. Se llevó a Ginebra, esa “neblina” que le opacaba las letras. Escuchaba sus propios textos y los de otros en boca ajena, pero nunca extraña. 

En el mismo sentido, a Ricardo Piglia el destino lo condenó a una esclerosis terrible. También dictó, remedando la máquina parlante de Macedonio Fernández a quien homenajeó en La ciudad ausente. Su voz era una “parte” que cubría la totalidad de su cuerpo alcanzado por una dolencia deformante. Ni el sonido, ni la palabra lograron alterar su obra.  

Hay más. Recurro a la memoria de Jacobo Fijman en una habitación del Hospital Borda escribiendo Molino Rojo como un sujeto que buscaba estar en una especie de cordura, pese a todo el entorno que lo arrastraba al desvarío. Su delirio nunca puso en juego el valor de su poesía.

Vacilamos en responder a la pregunta sobre qué triunfó en Alejandra Pizarnik, si el exceso que la arrastró a su fin o sus versos de La condesa sangrienta. Hoy leemos en su ritmo, en sus espacios en blanco, una totalidad que superó su sobredosis. 

Valen estos nombres, entre tantos, para mostrar que la enfermedad no ha podido ensañarse con ellos. A pesar de que los ha atacado en órganos y miembros vitales para la lectura y la escritura, se han valido del prójimo y del ingenio para soportar el continuum de su deterioro. Todos ellos y otros que faltan, pero que la memoria colectiva los hace presentes, dan prueba de que, a pesar de la carencia, la sinrazón o la postración, permanecen aún funcionando como sinécdoques de lo ilustre. 

IV

Contar con una identidad reconocida no salva, por supuesto, de caer en una enfermedad final y lenta, pero ayuda a una especie de trascendencia: la de la eternidad que da el nombre, como totalidad que construye la sinécdoque necesaria entre la parte y el conjunto.

El olor, el color y la peculiaridad ornamental de la rosa finiquita con la misma condición irreductible que acaba con lo humano. Somos solo un elemento ínfimo; pero algunos de los que habitan o habitaron con nosotros crearon un universo inmensurable. 

Fueron héroes y heroínas a pesar de que nunca supieron con certeza que iban a adquirir la dimensión necesaria para sobrepasar límite que impone una página. 

Etiquetas: , , , , ,

Facebook Twitter

Comentarios

Comments are closed.