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09-08-2019 Ficciones

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Por Giovanny Jaramillo Rojas

I

Extraviado en un hotel de primerísimo primer nivel intento encontrar algo en común con las cientos de personas que, con sus máscaras bien dispuestas, permanecen disolutas en este enorme monstruo de cemento. Dieciocho pisos de soledades y apariencias, de innecesarias ostentaciones y tristes servidumbres, de paredes pálidas y tapetes colorados, interminables, que van de ningún sitio a ninguna parte. La administración me asigna la habitación 928. 

En la habitación de enfrente, la 929, una pareja de ancianos españoles pasa la tarde y la noche al son de una reproducción que imagino se llama The best of Chopin. Todos los nocturnos, repitiéndose uno detrás de otro, arrullan la tranquilidad vecinal con ese inconfundible y melancólico devenir pianístico. Sé que son viejos y españoles porque justo salí de mi habitación mientras recibían un room service que consistía en dos botellas de champán y algunos bocadillos, entre los cuales sobresalían langostinos y lichis. “Gracias tío” dijo el viejo y, tras despedir al mozo, oí una añosa voz femenina decir “joder, esto es la caña”. 

En el ascensor, ridículamente romantizado por aquella escena insubstancial, cerré mis ojos pensando en la encantadora historia de dos ancianos que se enclaustran en una habitación de hotel, lejos de su país de origen, a emborracharse, drogarse y amarse hasta el delirio, para después olvidarse de todo e irse juntos a cabalgar la eternidad.

Al llegar al lobby y salir del ascensor me vi todo entero en un espejo enorme. Caminé despacio, acercándome gradualmente al venturoso reflejo –como desfilándome- y una vez me hallé frente a mí mismo, clavé mi mirada rotunda en mis cansados ojos, y me pregunté: ¿Qué es la eternidad? Minutos después, mientras esperaba la asignación de una mesa en el internacionalísimo restaurante del hotel, creí encontrar una respuesta: la eternidad es un simple y aislado reflejo hecho de ahoras. Un simple y aislado reflejo que no se reconoce a sí mismo por la sencilla razón de que no puede reconocer nada. 

II

A las afueras del hotel encuentro un corito disperso de niños menesterosos. Todos van descalzos y de sus pequeñísimos cuerpos cuelgan ropas indígenas, manifiestamente rotas y percudidas.

Avanzo por entre el remolino de zombis, mientras los niños se desgajan pidiendo monedas, comida, objetos. Cualquier cosa que les signifique botín. Uno de los chicos me observa fijamente y, después de cinco o seis segundos de aguantarme la mirada, se carcajea con un estruendo tan descomunal que congela el paso de más de un transeúnte. El chico le dice algo al oído a uno de sus secuaces, que también me mira y se ríe, y entre ambos deciden no pedirme nada. 

Me siento cómodo. Identificado. 

Es difícil encontrar gente que lo trate a uno como a un igual. 

III

En este no-lugar todo está pago, puedo pedir lo que quiera. Si se me antoja puedo levantar la bocina y solicitar alguien con quien conversar, con urgencia, sobre cualquier tema, o también la tersura de unas manos para que masajeen todo mi cuerpo durante varias horas: mientras duermo, mientras escribo esto o mientras leo la flamante crónica roja que oferta la portada del periódico local: “Por robar un móvil muerto a balazos delante de su mujer y sus cuatro hijos”.  

Pero no, no pico el anzuelo, más por pudor que por otra cosa. Para justificarme empiezo a pensar idioteces: 1. El verdadero y quizás único secreto del capitalismo es esa esplendorosa y simulada estilización que engalana cualquier cosa, aun cuando la cosa no existe, está vacía o directamente podrida. 2. El consumismo es esa oscura sensación de ansiedad que te separa de ti mismo, exigiéndote que te aferres a algo externo y que, en esa loca y absurda carrera, todo lo hagas rápido y sin pensar, más que nada para no dejar rastros ni despertar sospechas de necesidad o carestía. 3. Hay obviedades que nadie ve, por ejemplo, cuando uno paga por una habitación de hotel el tiempo no pasa: se suicida. 4. El dinero forma parte de aquellas mentiras bien elaboradas, sublimes, tanto que alcanzan el estatus de paisaje. 

Lo que sí hago, para medir hipócritamente el pulso del lujo, es abrir la carta del bar, elegir al azar un trago y pedirlo a la habitación. Doy instrucciones claras: una sola piedra de hielo, mediana, y una botella de agua gasificada en vidrio. Nueve minutos después del pedido telefónico, tenía en mis manos una copa de balón con un trago doble de coñac marca Hennessy, una piedrita de hielo mediana flotando en su interior y una botellita de vidrio verde llena de agua gasificada marca Perrier. Después de despedir al mozo y preguntarle qué tan cómodo era usar corbatín (“Señor: después de veintinueve años de servicio cualquier cosa es costumbre”), situé un sofá de terciopelo frente al ventanal, encaramé ambas piernas en una mesa de luz y me dediqué a despedir el día regando mi garganta con bebidas extrafinas. 

Afuera, la ciudad negra, arropada por un silencio celestial, palpitante, era apenas embellecida por la harmoniosa escritura de Chopin que emanaba de la habitación 929. La oscuridad supo dispensarme una introversión: lo único verdaderamente dinámico, en la vida, son los abismos.

IV

Lo que más me gusta de la numerosa cantidad de objetos y productos –casi todos inservibles- que suministra el hotel a sus insignes huéspedes, es la llave de entrada a la habitación, que realmente no es una llave sino una tarjeta celeste y blanca, bordada con una fina cenefa dorada y con una H, magna y ornamentada: cada vez que la uso me siento haciendo una transacción VIP, como pagando por descansar o, para aburguesar aún más la circunstancia, costeando ese patético eufemismo que el mundo moderno ha dado en llamar privacidad. 

Otra cosa que me deleita un montón, es el kit de aseo proporcionado diariamente por el personal de camarería: una cremita humectante, corporal, con un delicioso olor a cáscara de limón recién cortada, un champú traslúcido con cristales de sábila, un acondicionador que me dejaba el cabello como una nube y un jabón con minúsculas partículas que, además de nutrir mi piel, por alguna extraña razón me hacía sentir una mejor persona.

V

Una mañana bajé a otro de los restaurantes del hotel. Antes paré en el tercer piso, para conocer el spa, el gimnasio y la piscina. Me encontré con una monomanía excesiva. Era como una calle del centro de cualquier ciudad pero bajo techo, con el piso reluciente, luz artificial y olor a cítrico con jengibre. Gentes de todos lados, rozándose, unos con otros, investidos por una marcha enigmática, caótica, sin posibilidad de interacción. 

Pues bien, siguiendo un instinto de estupidez muy característico en mí me propuse romper con eso. Entonces me estacioné en la mitad del barullo y, sin moverme, pedí a nueve personas seguidas la hora: dos no me escuchan -o me ignoran-, tres murmuran cosas que no llego a comprender, otros tres se detienen para sacar sus dispositivos y cerciorarse de ser puntuales y una me hace caer en la cuenta de que llevo reloj: “It’s seven forty-five, but excuse me: Why do you ask if you have the answer there?”.

Hay buffet. Me dicen que hoy, solo por hoy, hay un precio especial para los huéspedes y que consiste en comer todo lo que quiera por equis cantidad de dinero. Por supuesto, adhiero. Sirvo un jugo verde, como para limpiar el organismo antes de la infalible gula. Un chef prepara ante mí unos “huevos de la casa” con cebollines, chiles verdes y champiñones. Añado un sándwich de jamón serrano, lechuga romana, aceitunas negras y salsa mediterránea. Para terminar agarro una quesadilla y al lado ubico una porción generosa de carne de ternera guisada con espárragos. Todo lo acompaño con un té de frutos rojos. 

En la mesa del lado izquierdo dos señoras mexicanas se preguntan mutuamente por sus procesos íntimos de escritura, ninguna dice algo interesante, algo que descreste a la otra y, sin más, pasan al tema del clima. La mesa de la derecha está habitada por un joven rubio que no se despega de su teléfono móvil y que come frutas y yogures y todo lo que sea susceptible de ser considerado, penosamente, light. En algún momento recibe una llamada y, después de dar vueltas, confiesa una infidelidad, con lujos y detalles. Aunque baja la voz alcanzo a descifrar las palabras verga, dolor, culo y arrepentimiento. Al final de la conversación media lágrima se disipa por la mejilla blanca del joven rubio. 

Ya de vuelta en la habitación me percato que alguien entró, lo limpió y lo ordenó todo y, sin nada más que hacer, me tiro en la cama king size (en la que perfectamente caben cinco personas bien espernancadas) a mirar al techo mientras pienso que eso de la intimidad es una ficción tan pero tan mentirosa que da miedo si quiera aspirar a una. Después me meto a la ducha y mientras el agua caliente -casi volcánica- recorre mi cuerpo y se hace un vapor de baño griego, escribo, en la puerta transparente: “pierdo el tiempo mirando a los demás”.

VI

Después de una concurrida conferencia, en el lobby del no-lugar, alguien toca mi hombro. Me saluda efusivamente, me da la mano y me pide una selfie. No tengo ni la más remota idea de por qué me conoce. Yo soy nadie en un espacio en el que casi todos utilizan sus respectivas apariencias para ser alguien. Se presenta como artista y “amigo” ecuatoriano. Me da vergüenza preguntarle por qué sabe de mí y simplemente accedo a su propuesta: abrazo, mímica y clic. Mira la fotografía y aparezco con los ojos cerrados. Vuelve a encañonar y dispara. Esa sí le gusta. Me habla, como si yo supiera, de algunos pintores y escultores contemporáneos -según él- muy famosos. Ante mi cara de desconcierto y duda se anima a preguntar por mi nombre y, al decírselo, completamente desilusionado empezó a excusarse, mientras a su vez eliminaba, de su teléfono, la equivocada selfie

VII

Siempre me ha gobernado una atenta pasión y deleite por los detalles. Puede ser que ahí esté la clave del por qué pierdo tanto el tiempo observando y escuchando a los demás. De chico descubrí que nada me entretiene más que lo que en teoría no debería importarme, es decir, el cotilleo ajeno, aquello que siendo real para los otros es lo más irreal e inverosímil para mí. No obstante, digamos que solo contemplo y logro sumergirme en las alteridades cuando, por un instante, logro habitar esos terceros simultáneos.

Me entusiasma lo irremediablemente extraño porque es allí donde puedo calcular la pausa inexistente, el vacío total, el movimiento delator, el ademán nervioso, el guiño confiado pero embustero. En suma, en las romerías encuentro lo que me parece la mejor de las literaturas.  

VIII

Cada vez que entro a la habitación 928 siento que me deshago, lentamente, como un bloque de hielo puesto al sol. Para combatir eso que no sé qué es (soledad, quizás) pongo canales deportivos en total silencio. Ver la pantalla del televisor totalmente verde y en movimiento, por fútbol, golf, rugby, tenis, etc., me relaja. 

Intento leer libros y revistas que he ido encontrando en la recepción. No logro concentrarme. Desisto. A las tres y media de la mañana pido un room service con algo que detesto: copa de helado de vainilla y chocolate y me pongo a revisar Facebook. El dichoso pedido se derrite lentamente, como si fuera lava, mientras yo veo videos de las mejores clavadas de la NBA y, después, videos graciosos de enanos y gordos que se caen.  

No sé si en este encierro llamado hotel tenga una vida, pero por lo menos sí un objetivo: desertar de la deserción, aguantar, sobrellevar el tiempo de estadía que, sin preguntarme, dispusieron para mí. Hacer algo, alguna cosa cualquiera para que pasen las ondulantes horas. Dormir es una opción. Entonces cierro los ojos. Cuento mil ciento veintidós ovejas. Cambio a patos. Me aburro. Lo intento con rinocerontes. Pierdo la cuenta y no duermo intentado recordarla. 

IX

He estado hablando con un turista hondureño. No más de 40 años. El tipo es buena onda. Inteligente. Vive en la habitación 812 y, además de gustar de los deportes tanto como yo, dirige una compañía naviera muy reconocida. Yo le digo “el marinero”. Cuando hablamos de lo primero ambos estamos animados, eufóricos, hasta nos hacemos bromas, pero cuando él se sumerge en lo segundo yo me apago y empiezo a seguir la coreografía de sus manos, a medir la intensidad de su respiración o a pensar sandeces a propósito del enorme lunar que adorna su cuello. 

En una de nuestras charlas me arrojó una monstruosidad, básicamente violenta, cuyo impacto no solo me descalabró, sino que me arrastró instantáneamente al bar, a no encontrar fondo en ningún vaso y a oír un cuarteto de jazz que homenajeaba mediocremente al gran Duke Ellington. Sentí rabia y desesperación. Un ahogo inescrutable se apoderó de mí. El marinero me dijo: ¿sabes? descubro la felicidad en nada, por el solo hecho de vivir.

Aún recuerdo el tono de su voz y la brillantez de su mirada y siento un terrible escozor.

X

¿Puede ser que todos estemos envueltos por un desvarío incontenible?

XI

Es estrecha la vida en hotel y hay algo ruinoso y triste en esta idea: tantas puertas y alfombras, tantos lugares habitados con vaciamiento, tantas historias aglutinadas y mudas, tanto aire descansado y respirado millones de veces, tanto polvo entre los pliegues de las cortinas, tantas luces tan diversas y aromas y naturalezas muertas y paredes de un solo tono, etc. Tantas cosas, tan inmóviles, sin aparente sentido, no pueden ser sino una metáfora del apartamiento y la quietud a la que estamos abocados los seres humanos por el solo hecho de haber nacido. Realmente una vida puede desarrollarse en un metro cuadrado. Para eso estamos siendo entrenados. Somos pasos cortados. Piedras atoradas en la garganta de un desierto.

XII

Por fin llegó el día. Hago mis maletas. Me guardo un kit completo de aseo para mi deleite posterior. La habitación 929 está siendo aseada. Entro con el objetivo de imaginar algo a propósito de la pareja de viejos españoles. Los presumo abrazados, desnudos, satisfechos, muertos. Salgo con esa imagen de eternidad. En el ascensor alguien con acento chileno me pregunta: ¿Sabes qué es lo único que no le pertenece a los dueños de este hotel? Le digo que no sé. Pues las ventanas, porque todas las ventanas son del viento ¿de quién más pueden ser? La puerta se abre y ese alguien se pierde dejándome ese verso gravitando en la cabeza. En recepción entrego la tarjeta que me servía como llave. Me hacen la cuenta. Digo que la carguen a tal nombre con tal número de identificación. Una empleada me sonríe y me desea buen viaje. El botones me dice que vuelva pronto para repetir el placer de atenderme. Un taxi me espera en la entrada. Antes de irme hago una última parada en el bar. Pido una botella de agua gasificada en vidrio, por la sola complacencia de gastar dinero propio. Una pianista interpreta Feeling Good de Nina Simone. La escucho toda: It’s a new dawn / It’s a new day / It’s a new life / For me / And I’m feeling good. Salgo sonriente. El mismo niño que, días atrás, se había burlado de mí, me dice que tiene sed. Le regalo la botella de agua. El niño la abre, da un sorbo y la escupe. Balbucea un insulto mientras yo me subo al taxi. Su mirada me enseña que resulta imposible permanecer enfrascado, para siempre, en los instantes. 


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