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Por Sebastián García Uldry
Finalmente, el secreto mejor guardado de la literatura va a ser revelado. Lorrie Moore llega a nuestro país como invitada estelar del Festival de Literatura de Buenos Aires (FILBA) y sus seguidores más fieles pusimos en marcha una maquinaria de divulgación y ansiedad que se sostiene a partir de una confianza absoluta en la altura de su obra y un desconocimiento casi total sobre su persona.
La autora estadounidense da pocas entrevistas y es la primera vez que viene a Latinoamérica. Por eso, para matizar la espera volví a leer ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?, traducida por Inés Garland y editada recientemente por Eterna Cadencia.
Después de cerrar el libro, me surgió la pregunta sobre cómo hace una novela para resistir el paso del tiempo. Pasaron veinticinco años de su primera publicación y yo la leí por primera vez hace unos diez años, en la traducción de Emecé y bajo un título más corto y contundente: Hospital de ranas.
Quizás haya que darle la razón a Borges cuando en “Pierre Menard” desarrolla esa idea que ubica a la lectura como parte de la obra. Un libro siempre está condenado al sentido que le dan sus lectores —entre ellos sus editores y traductores—, todos sometidos a leer bajo las coordenadas de su tiempo.

Berie Carr, la protagonista de la novela, se pregunta si el tiempo que pasó en el pueblo de su infancia junto a Silsby Chaussée tiene algo que ver con lo que ella es hoy, una mujer que cena junto a su marido en un restaurante de París.
Berie y Sils son dos adolescentes que empiezan a vivir sus primeras experiencias por fuera de la mirada de sus padres. Trabajan en verano, salen a bailar y fuman a escondidas en la hora del almuerzo. Las dos son compañeras en Tierra de Leyendas, un parque de diversiones temático en el medio de un pueblo turístico de Estados Unidos cerca de la frontera con Canadá. Los juegos eléctricos recrean cuentos clásicos y leyendas infantiles. Sils se disfraza de Cenicienta y Berie es la cajera de la entrada.
Lorrie Moore pone la lupa sobre ese momento de transición entre el amor fraternal y el amor sexual, entre el cuerpo como objeto de curiosidad y como fuente y destino de lo erógeno: “Cómo me molestó la manera en que los varones irrumpieron en nuestras vidas. Me resentí con ellos desde los primeros indicios. Eran burlones y ofensivos y yo no les interesaba. Enganchaban los pulgares en las presillas del cinturón. Más obsesionados que nosotras con los fluidos y los defectos del cuerpo, contaban chistes largos y desagradables”.
Años después, Berie está con Daniel, su marido. Llevan un tiempo largo juntos y quieren adoptar un niño. Recorren París, comen en restaurantes caros, visitan museos, Notre Dame, los jardines de Luxemburgo; juegan al amor pero ven ante sus ojos cómo los grandes sueños del pasado se vienen abajo por los detalles más estúpidos; ven cómo todo eso que daban por sentado, lo más obvio, también falla y explota.
En un momento, Berie camina mal, le duele la cadera; visita a una amiga que vive en París y evita contarle. “No puedo decirle la verdad. ¿O puedo? Podría empezar. Le explicaría que, bueno, después de semanas de peleas y portazos dignas de la más escandalosa farsa, Daniel me empujó por las escaleras”.
Hoy es imposible no leer esta situación como algo grave. Lo que hace diez años, en una primera lectura, me pasó casi desapercibido, hoy puedo juzgarlo como un hecho concreto de violencia de género. Sin embargo, Moore elude la síntesis ideológica y conduce la historia dentro del universo complejo, contradictorio, de la experiencia particular de la protagonista.
Berie, a pesar de vivir “semanas de peleas y portazos dignas de la más escandalosa farsa”, termina recostándose cálidamente contra él: “Voy a esperar a Daniel, creo: dejarlo ir y hartarse, confundirse, correr por el bosque oscuro de sí mismo. ¡El amor es perenne como la hierba! Voy a esperarlo, mi corazón en epílogo, tejer y destejer, tal vez como siempre ha sido. Voy a esperar hasta que no pueda esperar más”.

El odio no interrumpe el amor sino que es parte de él. Esto puede resultar polémico desde un punto de vista moral, pero es justamente lo que Moore pretende remarcar: el contraste entre una relación amorosa y su narración, entre la complejidad de vivirla y el reduccionismo de definirla.
Uno de los mejores trucos narrativos de Lorrie Moore es contrastar dos tiempos verbales: el pretérito imperfecto —el tiempo de la melancolía— y un presente que siempre es menos heroico pero que sin embargo busca algún tipo de redención personal. Aquellos días en que Berie estaba junto a Sils y el reencuentro diez, quince o veinte años después, en las reuniones de ex alumnos del colegio.
El punto de partida suele ser un cuadro, una foto o una tarjeta postal. Allí se condensan la vida de los personajes, su relación y el show dont tell de sus sueños más pretenciosos. Pero la ilusión dura poco. El presente llega como un baño de realidad que produce risa o tristeza pero que refleja la distancia irreductible entre lo que solía ser y lo que es.
En este sentido, Moore interpela de un modo particular a aquellos que pasaron los treinta: ¿Hay amor en tu vida? ¿De qué está hecho, ahora que tus padres, tu infancia, el pueblo donde creciste o las amistades que tuviste ya no son la excusa para justificar tus relaciones?
Los recuerdos, a diferencia del camino proustiano, no se disparan por el mordisco de una magdalena sino por un plato de sesos. Y el objetivo no es rescatar el tiempo perdido sino dar cuenta de lo frágil y cambiante que es la memoria: “las cosas en mi memoria, lo sé, se vuelven rígidas y se desplazan, se convierten en algo que no fueron nunca antes. Como cuando un ejército interviene un país. O un jardín de verano se vuelve rojo con las hojas del otoño”.
Siempre en el medio, con sus infinitas posibilidades, las palabras nunca alcanzan para dar sentido a nuestras vidas. Lorrie Moore lo sabe: narrar la propia historia no es más que convertir en verdad una versión frágil y cambiante de lo que somos; un acto de fe, el autoconvencimiento de que el lugar donde crecimos, las personas que nos cuidaron, aquellas con las que ocupamos nuestro tiempo, forman parte de un todo que, desde el presente, llamamos pasado. “Sin embargo”, dice, “se puede contar una historia de todas maneras. Se puede tomar impulso, después empezar, hacerlo, y basta”.

Los juegos de palabras, el humor, los simbolismos, toda esa selva retórica que a veces hace difícil seguir la historia o la trama, no hace otra cosa que demostrar cómo el lenguaje no solo es comunicación sino también juego y malentendido. Por eso leer a Lorrie Moore genera incomodidad a aquellos lectores a los que no les gusta que el lenguaje se desvié de su valor comunicativo, se despegue de la trama y se distraiga en recursos retóricos que, como les gusta hacer a los poetas, separen al significante del significado.
¿Quién se hará cargo del hospital de ranas? Es una novela que resiste el paso del tiempo porque todavía es capaz de conversar con los grandes temas del presente y sobre todo relatar una experiencia sobre el tema mayor, atemporal, que es el amor.
A simple vista, uno no se pregunta demasiado por quiénes son las ranas ni tampoco intenta responder quién se hará cargo de ellas. A los quince años, Berie describe cómo los hombres jugaban a matarlas con rifles de aire comprimido y ellas intentaban salvarlas. Hay un cuadro que pinta Sils donde aparecen dos ranas doloridas que reposan sobre una piedra que sobresale en el medio del río. Ellas aparecen al fondo, charlando después de ponerles vendas en sus patas y cabezas.
La primera vez que leí esta novela pensé que las ranas eran los hombres. Hoy creo que son la metáfora perfecta para definir lo que en algún momento unió a hombres y mujeres en un pueblo de Estados Unidos durante los años 60 y 70. Es lo que se refleja en el cuadro: ellos descargan su sadismo y ellas se hacen cargo de las consecuencias. Ahora que las mujeres ya no son cenicientas y ya no están allí para curar sus heridas, ¿quién se hará cargo?
¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?
Eterna Cadencia, 2019
(Publicado originalmente en 1994)
Lorrie Moore
176 páginas
Etiquetas: Filba, Literatura, Lorrie Moore, Sebastián García Uldry