Blog

Por José Luis Juresa
La guerra
¿Hay realmente lugar para otra cosa que no sea lo “meritocrático” dentro de la realidad política social de hoy? Más allá de los nombres, lo que parece consolidarse es un nuevo fascismo. No es en la política donde se dirimen realmente los conflictos, sino en lo político; y este campo, el de “lo” político, está ahogándose por las machacantes e insidiosas apelaciones a la reactivación entusiasta de lo que –dentro de la lógica capitalista– podemos denominar “lógica de guerra social”. El individuo del discurso capitalista sufre las consecuencias cada vez más marcadas, acuciantes y patológicas del intento de cerrar la “grieta” –la del sujeto sobre el que hablamos aquí, esa que se abre entre su cuerpo y su intento de representación– con el contenido cloacal que oficia diariamente de “relleno” y que intoxica la vida en común hasta la descomposición. Lo penoso es que ese individuo “paranoizado” no entiende o no sabe que esa toxicidad a la que se somete, también proviene de su propia cloaca, es decir, la mierda de “relleno” en la que es convertido, absolutamente funcional a un sistema que, en estructura, no lo tiene en cuenta más que eventualmente y de forma secundaria, como “carne de cañón”, tal como sucede en toda lógica de guerra. Esa guerra social se libera definiendo, delineando mediáticamente lo que en la sociedad ya está instalado, tal vez en un principio un poco entre tinieblas, y otro poco con culpa: un enemigo. En lo político, el enemigo aborta el juego de las diferencias que le es inherente. Por lo que la lógica de la guerra delimita un enemigo funcional para ejercer sobre él la aniquilación, ya que lo que está en juego en esa dinámica (la de guerra) es la supervivencia. Nadie “vive” en una guerra, a lo sumo “sobrevive”.
Luego del enemigo, se definen las “trincheras” desde la que se toma posición de combate. Desde allí se basará la operación de aniquilación del rival-enemigo. Queda claro que, en este campo de lo antipolítico, jamás podría haber algún tipo de debate real, ni de intercambio de ideas, mucho menos el famoso y tan mentado “diálogo” que supone el reconocimiento de las diferencias. Todo esto apenas si es un semblante que ayude a encontrar el momento oportuno para asestar el golpe aniquilador. Se fomenta así la ilusión de que los conflictos se “resuelven” con la eliminación de uno de sus polos, y peor, de que la guerra finaliza de esa manera. Así, la guerra es eterna, y significa la plena realización de la frase que sanciona a la política como la continuación de la guerra, por otros medios. Esta guerra se traduce a cada uno de los individuos, o sujetos políticos –yo diría rehenes políticos– como un estado de alerta permanente, enloquecedor, una tensión que arroja al sujeto a una suerte de “en guardia” que lo hace sonar como una alarma ante cualquier situación que sea definida como “sospechosa”, definición que está a cargo –claro está– de los promotores de la conflagración. La guerra, entonces, se “interioriza” como el estado natural de lo político, sumiendo a la población en una paranoia agotadora que coloca al campo social bajo vigilancia permanente: todos nos vigilamos entre sí. Un panóptico brutal y auto infligido, un estado de autoobservación al mejor estilo de la psicopatología de la neurosis obsesiva rayana en la paranoia. Lo político se transforma en un campo de concentración, simple y a secas, en el que estamos metidos todos, algunos como reclusos, la mayoría, otros, como carceleros en distinto grado de participación directa o indirecta.
La vida social se descompone bajo un manto de naturalización para la que contribuyen todo tipo de propaladores mediáticos. Estos operan como activadores, pero también como delimitadores del enemigo, del campo de batalla –la trinchera– y de las consignas “de guerra” con la que, cual zombis, vamos a la misma. De todos modos, nada ni nadie exime a los sujetos de su responsabilidad. Del mismo modo que se responde por su nombre cuando alguien lo llama, los sujetos tienen que responder por lo que no eligieron, hacerse “cargo” y trabajar por mejorar sus vidas, por hacer algo con ellas, realizarlas, dar testimonio de que han valido la pena.
Las consignas
¿Y cuáles son las consignas de guerra que hoy estarían vigentes? Podemos ir enumerando cuatro principales, a mi entender. La primera: el “opositor es un delincuente”, “chorro” para ser específicos. Luego hay una serie de “opositores” que en realidad parecen apenas un semblante de oposición. Es como si fueran el brazo diplomático de la guerra, mantienen las formas, nada más. Pero la verdad es que no son opositores, por lo tanto, no son enemigos, por lo que, en definitiva, no son delincuentes, o más específicamente, chorros. Son la oposición que sirve a la lógica del sistema de supervivencia imperante. La segunda: “los pobres son vagos”. Esta consigna convierte un problema estructural de responsabilidad social en otro enemigo a destruir, que es la pobreza. El pobre, al ser asimilado al “vago” queda en el objetivo: eliminar vagos es eliminar pobreza. Y la pobreza solo es culpa de los vagos, que a su vez es equivalente a ser pobre. En definitiva: se es pobre porque se es vago. Esa es la consigna de fondo.
La tercera consigna de guerra: “Me lo merezco”. Si no soy opositor, sobre todo a las dos consignas anteriores, entonces ya estoy “adentro”, es decir, soy “merecedor”. Se trata de una lógica del buen comportamiento que refuerza la lógica de guerra: nos transforma en buenos soldados del sistema, siempre a la búsqueda de un “general”. El meritócrata solo busca tener un amo “a su altura”, un “buen” general a quien obedecer y servir, ya que eso lo exime tener que hacerse cargo de su vida. “Obediencia debida” siempre presente y sin dictadura, en el sentido formal del término. Esto explicaría por qué el meritócrata, a pesar de las expropiaciones a la que es sometido, las acepta porque eso, al final de cuentas, lo coloca al servicio de un amo “a la altura” de sus exigencias. Apenas si lo podemos escuchar quejándose gozosamente.
Una cuarta consigna, esencial, se reduce a la frase “tengo derecho a mi beneficencia”. Eso implica evitar que el estado garantice un pie de igualdad de derechos, reduciéndolos a la escala meritocrática. Yo también merezco MI pobre. Esto implica que el estado, lejos de ser un garante de los derechos constitucionales, es un garante del funcionamiento del sistema capitalista, confundiendo el capitalismo con la constitución, una constitución siempre “de facto”. Por lo que termina bregando el individuo aislado de las clases medias urbanas de las grandes ciudades, es la defensa de sus impulsos individuales hechos pasar como el ejercicio de sus “libertades”, más que nada publicitarias, de marketing, equivalentes a las libertades que puede tener un consumidor (en el sentido más amplio del término). Paradójicamente, esas mismas clases medias terminan financiando, en el ejercicio del derecho que se arrogan a la beneficencia, una nueva oleada de pobres generados por la misma meritocracia que lo coloca como único garante de su seguridad. Esa lógica de guerra que ayuda activamente a sostener lo enfrenta a la corriente de “desplazados” con las que tendrá que lidiar, mientras las clases favorecidas, promotoras de esa lógica, los contrata para su defensa a través del único oficio que siempre ayuda y ayudará a sostener desde el estado: la policía y el ejército.
Y podríamos agregar una quinta consigna, aunque tal vez derivada del conjunto anterior: “No a los inmigrantes”. Podríamos entender al “inmigrante” como el emergente de la lógica de guerra, entendida como “los desplazados”. Va mucho más allá de la nacionalidad del desplazado, o en todo caso ésta será un plus que se une al racismo imperante y difuminado en el entramado social, e inoculado generosamente. Los así llamados “desplazados” son los pobres y vagos y opositores que les ha ido mal porque no supieron amoldarse y tener éxito. Pero al mismo tiempo, a sabiendas que no todo el mundo puede tenerlo, la conclusión definitiva es que el exterminio sería una conclusión “natural” del problema, una nueva “solución final”. Digámoslo con todas las letras: sobraría gente. El asunto es quien se hace cargo de semejante tarea.
He aquí la conclusión: la lógica de guerra está determinada por las necesidades del discurso capitalista: un conjunto de individuos-soldado sobrevivientes de una guerra que ellos mismos sostienen y repudian cíclicamente, como parte funcional de su continuidad. Guerra y paz y así sucesivamente. Reconocer esto es lo difícil. Dificilísimo. Lo político, entonces, no pasa ni pasará jamás por las disputas partidarias, por el folclore de cancha, sino que, como mínimo, pasará por identificar y despejar el modo en que los sujetos quedan aplastados, agobiados por esta lógica y operar transideológicamente para recuperar esos cuerpos desaparecidos en las trincheras, sacarlos del estado de guerra y devolverlos a “la ciudad”, es decir, a una civilización que no sea exclusivamente del odio.
Etiquetas: Guerra, José Luis Juresa, política