Blog
Por Adrián Melo
“Vemos cómo sale el sol
desde la orilla del profundo mar verde
y ella me escucha como si su cabeza fuese a arder,
como si quisiera creer en mí”
The Cure
Es un error creer que las guerras se libran por el odio al otro. El otro es lo más próximo al yo. Las guerras se hacen por amor.
En las fantasías de los niños, tal vez movidos por esos orificios siempre abiertos que son los oídos, o por una pulsión escópica que busca con los mil ojos esos rastros que siempre se encuentran en alguna cama deshecha, el acto sexual está siempre cercano a la agresión, al sometimiento y a un terror fantaseado con la muerte de uno entre dos. Si bien no comprende el acto, algo pesca con su caña de deseos y saca sus conclusiones: los que nadan son dos, y el que nada de nada, es uno. Uno que quisiera ser o tener aquello que le está denegado. Entonces se identifica, y se conforma con tomar rasgos del otro para poder ser yo.
La mujer… ¿qué es ser una mujer? Pregunta de la histeria que traen las mareas en un tratamiento. Aunque también habría que preguntarse qué es ser un hombre. Los tiempos están cambiando, cantaba Bob Dylan en los sesenta, cuando la búsqueda por los derechos igualitarios encontraba cuerpos apaleados, ahorcados, líderes asesinados, magnicidios o una maquinaria de guerra aceitada para mover la economía del mundo. Un mundo que comenzó a cambiar. Un mundo cada vez más inmundo.
Fue un proceso natural, cuando a mitad del siglo XX comenzaron a desarrollarse lo que luego se conoció como movimientos sociales. En español se ve a las claras que hay una mentira que lo mueve. Luego de dos guerras mundiales, que mostraron los horrores que es capaz el ser humano, el sentimiento de culpa de los protagonistas, padres o aquellos que a posteriori se convertirían en tales, esparció sobre sus hijos las sutiles semillas de un deseo prohibido realizado. No se arrancaron los ojos, como un Edipo moderno, sino que mostraron a las generaciones venideras que nadie mata lo que no ama.
Detrás de una ideología hay unos ojos arrancados de sus órbitas. Es la mano del Otro la que desempeña su rol de lazarillo ante un yo al que lleva de sus narices. Como un Gran Hermano orwelliano, todo es observado y mostrado por un ojo omnipresente. Ya no se tiene tiempo de escapar de él, ni siquiera en su instante de pestañeo. No habrá Winston Smith escabulléndose por los rincones; habrá una muchedumbre transformada en masa, con ligazones amorosas entre sus miembros, y siguiendo a un líder, que puede representarse en un cuerpo o en una idea. Cuando es a un cuerpo es fácil su desinvestimiento libidinal; cuando la cabeza de este rueda, también ruedan por el suelo las ilusiones sostenidas. Ya Freud habló de esto un siglo antes. Pero cuando se sigue a un ideal, o a un ojo inquisidor, es muy difícil escapar de él. O se es un Winston Smith escapando en soledad hasta encontrar la tortura. O se es un todo impersonal sin fisuras ni diferencias.
Comencé a hablar de la mujer y quedaron picando puntos sobre el papel. No es de extrañar que hoy día sea la mujer la protagonista en este teatro cómico que es el siglo XXI, que fue preparando su escenografía medio siglo antes. Nunca antes se habían visto tantos esfuerzos por convertirla en la mujer.
La igualdad borra las diferencias, 1 + 1 es igual a 1; y lleva a 1 y a 1 y a una. No hay una lógica que puede ser sostenida cuando detrás de ella hay un real imposible de abordar desde lo simbólico. La mujer es un significante que no existe. Lo que no quiere decir que no exista la mujer. Las hay a roletes sin saber ellas que lo son. Y lo que no se aborda se bordea por los márgenes de las orillas, siendo como los meandros de un río. Daremos las mil vueltas hasta caer mareados de sentido. Un mareo provoca la marea verde con su gran desarrollo, casi diría a niveles exponenciales. Sucede que dentro de ella se produce un efecto etílico, con los mareos propios que trae una borrachera; la exacerbación de los impulsos, o una valentía contagiosa y puesta a jugar a ser de hombres otra vez; mientras aquellos derechos que buscan quedan pisoteados por un inconsciente que se sabe no sabido. Tal vez un ver de más que las enfrenta con su inevitable destino, para ver con los ojos ciegos de amor.
¿Qué pide la niña?, desde su demanda infantil. Pide aquello que le fue denegado. En comparación con un niño, se encuentra con una falta, que provocará una herida narcisista. Primero responsabilizará a su madre por semejante perjuicio, y con aquella desarrollará una inquina que puede durar para toda la vida. El movimiento reivindicatorio lo hará recurriendo a su padre (o a quien lleve la función) produciéndose nuevos desengaños que sólo podrá salir con la frente en alto por medio de identificaciones y mascaradas. Pero aquel al cual se identifica lleva consigo la contracara del amor. Un amor tan real como el odio inconsciente que viste.
“Muerte al patriarcado” es el grito de guerra que ronda en ese círculo de aullidos primales y cuerpos pintarrajeados. Por supuesto que no todo el feminismo lleva su lucha desde una demostración bélica, hay de hecho un feminismo en el que todavía la palabra puede desde lo simbólico generar nuevas formas de pensar y con ello lograr cambios; pero el que circula desde la masa amoral lo que consigue es in-visibilizar demandas infantiles tan ingenuas como peligrosas. Una imagen cercana a la horda primitiva se manifiesta en esos aullidos, observados por miles de ojos que gozan de ese pequeño y selecto grupo de audaces empoderadas, las guerreras elegidas por los dioses. Y como en la horda, despellejan a ese padre ahorcado que tenía el privilegio de gozar sin límites, y en un ritual caníbal, incorporan la carne de su sangre.
Sucede que una vez cometido el asesinato, esa horda de hermanos, aunque siendo el caso mítico podríamos nombrarlas hermanas; una vez producido el crimen, se establece que nadie puede ocupar el lugar dejado vacante; los vínculos se afianzan entre la comunidad y el sentimiento de culpa invade al grupo, porque aquel padre asesinado era a su vez el padre amado.
El padre, su función, ha perdido su potencia y con ello sobrevienen una serie de síntomas que recaen sobre un cuerpo transfigurado de significantes (en la mayor parte morales) que no hacen más que demostrar que el nombre del padre ha fallado en su inscripción. Las nuevas ideologías vendrían al rescate de aquello que no logró inscribirse, aunque cubiertas por las vestimentas de la moralidad. Una moralidad que deja ver a las claras el sentimiento de culpa inconsciente que se esconde tras ella.
Tanto mujeres como hombres naufragan cuando quieren llegar a la otra orilla del significante, el significante de la mujer. Nadan en aguas pesadas de sentido donde el sinsentido podría ser esos peñascos donde descansar para seguir nadando. Pero no, el o los sentidos que sostienen los ideales dan el aire suficiente para nadar un poco más. Nada y te ahogarás. Nada de nada. Nada que se consume con el consumo.
Desde tiempos inmemoriales las mujeres fueron cuerpos de intercambio. Fueron objetos que se comercializaban entre diferentes clanes, de alguna manera para perpetuar la vida más allá del pequeño grupo de la comunidad, dando lugar a la exogamia, como así también realizado para mantener la paz entre ambos bandos. El padre era quien se encargaba de entregar a su hija generando un pase simbólico que tenía por fin la reproducción y la alianza con un otro social. Este hecho de entrega al otro, muchas veces es sentido por algunas mujeres como señal de prostitución; por tanto aquel padre que tanto fue amado como odiado por su rechazo quedaría ubicado en el lugar de un proxeneta íntimo para esa hija. Las religiones no hicieron más que legitimar y rodear de un aura santa este acompañar del padre haciendo entrega a otro hombre. En una palabra, borraron toda la referencia a lo sexual que tenía de por sí el intercambio.
Cuando se lucha contra el patriarcado, es llevar la lucha contra un sistema político social tan antiguo como antiguo es el mundo. Y el padre de hoy no es el padre de la antigüedad, ni siquiera el padre simbólicamente muerto de Freud; el padre de hoy es el padre amado-odiado del capitalismo, y por él piden la pena capital. El capitalismo sólo se sostiene por una lucha de clases del más poderoso sobre el más débil, o por las guerras o por el consumo. Siempre hubo un amo porque siempre hubo un esclavo que lo convierte en tal. Pero como ya no hay más guerras en las proporciones que se desencadenaban anteriormente, sólo queda el consumo para sostener un sistema tan perverso como es el capitalismo. Y en ese lugar, el lugar de la mujer viene a funcionar como el engranaje que mantiene la máquina en movimiento.
La mujer consume porque fue puesta a circular como mercancía y se consume en objetos porque sólo ellos mascaran la falta. Aquellas mercancías que son el alma mater del capitalismo son las que le brindan el sosiego de saberse completas. Algo similar sucede en el movimiento de masa donde un simple pañuelo verde es el símbolo de aquello que las representa y les da ese significante inexistente de lo que es ser una mujer. Se identifican con un color cuando esto muestra a las claras que hay un olor que huele mal. Se encuentra un símbolo para unir y en la unidad, en la despersonalización es donde más se escucha la angustia. El somos no es el ser. ¿Y qué es el ser? Pregunta tan difícil de responder, pero tan rápida de llenar con objetos. Cuando el ser es tener, cuando no se tiene, se necesita comprar para tener eso que no está y no se es. Nunca se saciarán los agujeros corporales. Quedará para siempre esa cicatriz con la que tendrán que convivir. Los puntos de sutura sólo muestran una huella que hace mella en el cuerpo.
Padre. Patriarcado. Por ti hay arcadas. Besé tus labios y desperté soñando. Asqueadas por un mortal amor incestuoso vomitan la impotencia para seguir sosteniendo aquello que más rechazan y más aman, un capitalismo que les da la posibilidad de nombrarse mujeres, donde por más letras que se repartan, no podrá inscribirse aquello que falta. Y ahí donde hay angustia hay consumo. Y el padre del capitalismo seguirá gozando sin límites de todo su poder, como aquel padre de la horda primordial, hasta que los tiempos empiecen a cambiar.
Foto de portada: “El hijo del hombre” (1964) de René Magritte
Etiquetas: Adrián Melo, Feminismo, George Orwell, Gran Hermano, Marea verde, Patriarcado, René Magritte