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Por José María Brindisi
¿Cuántas vidas caben en una vida? La pregunta valdría para cualquiera. Pero estoy pensando en esas vidas que se transformaron en algo insospechado; al menos para los otros, para la mirada externa que a veces no sabe o se niega a comprender que en el comienzo, siempre, está el germen de lo que vendrá después. En mi comienzo está mi fin, viene gritando Eliot hace un siglo, solo que la mayoría de las veces nos cuesta identificar hacia dónde tirar el lazo, qué poner en juego, a qué renunciar. O simplemente es más sencillo hacernos los tontos.
Pienso, por supuesto, en las vidas de escritores. En vidas que fueron dejando en el camino otras vidas, como la de un tal Joseph Conrad, que allá en el tiempo fue marino y fue algo así como polaco y tuvo un nombre impronunciable, o la de Jack London y todos sus imprescindibles fracasos. Vidas que se valieron, como en el caso de Chatwin, de un accidente, la trivialidad casi vergonzosa de una vista afectada para liberar al viajero, y luego a una pluma sin par, y luego al mito. Pienso en Quiroga, o en Thomas Mann, es decir en obras que se construyeron casi como un acto de resistencia, de algún modo vida cuando solo había muerte.
Pienso en Chandler, desde luego: en su vida intrascendente como el negativo de esa otra vida de novela a la que solo podía volver y volver. Pienso en Nabokov, en Cioran, en los escritores que cambiaron de lengua como el mismo Conrad, que acaso tuvo demasiadas vidas. Pero pienso, también, en esa especie tan particularmente latinoamericana, no exclusiva de estos pagos pero que en la precariedad que nos toca potencia sus desafíos y sus logros, esa especie que si no pone “escritor” cuando las fichas de migraciones le reclaman un oficio es apenas por pudor, o porque posee múltiples intereses, o simplemente, claro, porque —escritor latinoamericano al fin— sus esfuerzos lo llevan poco y nada a atravesar fronteras.
Pienso en mis amigos escritores que son también ferreteros, biólogos, arquitectos, abogados, maestros de escuela, buscavidas. Pienso en esos otros que creen han dejado de ser escritores, como si en su presente no estuviese siempre el rumor del comienzo; como si la montaña pudiese dejar de ser la montaña, o como si alcanzara con borrar un tatuaje para que su esencia desaparezca. Y pienso, por supuesto, en Sebastián Politi.
En ese que era, aunque yo no lo haya conocido entonces, ese que ha sido en el camino, y ese que es. Y en esta bellísima novela, que quiere hacerse la desentendida y aparentar que nace de un repollo, como si los milagros existieran fuera de las arcas de la ficción. En esta novela y en ese escritor que, en verdad, parece haber sido quien es desde siempre. Y no se trata de que todo lo previo haya sido un desvío sino, como queda claro, de entender que para llegar a algún fin es preciso muchas veces desenterrar su comienzo.
No es extraño, por tanto, que Retrato de Mäda Primavesi esté atravesada por la búsqueda de la identidad. No lo es por muchas razones, pero antes que nada por una idea que estoy seguro su autor reconoce y, en todo caso, la novela defiende a martillazos: no hay un ahora sin un antes. “No traigan al presente nada que no tenga pasado”, les reclamaba Stella Adler, maestra de actores, a sus alumnos, entre los que hay que apuntar a Marlon Brando, que nunca olvidó sus palabras. Les reclamaba algo que es un callejón sin salida, porque todo relato es en realidad un eslabón, acaso fundamental pero eslabón al fin de un algo que lo excede y que, sobre todo, viene de algún lado.
El lector o espectador que solo puede ver, en un tipo pescando, una caña, el viento, un botecito, algún que otro mosquito y a esa figura que triunfa o fracasa en su modesto objetivo, no puede llamarse lector, ni espectador, ni en verdad vale la pena que nos ocupemos de él en lo más mínimo. Es así que Joaquín Andrade, el protagonista de Retrato de Mäda Primavesi, intenta avanzar, seguir con su vida o al menos no caerse al vacío —lo que viene a ser la misma cosa—, pero para eso, como cualquiera sabe o debería saber, es preciso ir hacia atrás. El pasado es, como dijo Faulkner a su manera con abrumadora sencillez de granjero, una suerte de presente continuo, y por lo tanto en la literatura como —discúlpenme el exabrupto autoayudístico— en la vida el lugar al que retornamos constantemente, o del que nunca nos hemos ido.
“Los recuerdos vienen, pero no se quedan quietos” dice Felisberto Hernández al inicio de Por los tiempos de Clemente Colling, y no puede hallarse descripción mejor de lo que le sucede a Joaquín Andrade en las primeras páginas de esta novela, por desgracia o por suerte para él, o ambas cosas a la vez. Lo cierto es que los recuerdos se agitan, como si tuvieran vida propia, y uno de los hallazgos del libro es el modo en que Andrade, neurólogo cincuentón, casado y padre de dos hijos, tío predilecto, melómano y cinéfilo empedernido o insaciable, amante desgarrado pero, sobre todo, novio en el mítico fin de la adolescencia de una chica que vuelve a materializarse a partir de una imagen hermosa pero mucho más aún dolorosa, uno de los hallazgos principales de la novela es, decía, el modo en que Politi trabaja esa oscilación, esa tensión permanente entre posarse —no descansar— en el recuerdo y cuestionarlo, o en otras palabras acaso más sinceras, defenderse de él.
Ese acto de resguardo es, se entiende, la protección de un espacio mítico, pero asimismo la posibilidad, o más bien la necesidad, de seguir adelante sin dinamitar los cimientos de una vida que podrá tener sus falencias y sinsabores, pero por la que muchos darían lo que no tienen. O lo darían, en efecto, porque no lo tienen.
El retorno, para Joaquín Andrade, de su amiga Maida, esa que alguna vez fue Celina, es un cimbronazo. Pero lo es no solo por su tragedia y su misterio, sino por todo lo que sucedió antes. El enamoramiento, sin duda, pero al mismo tiempo —no es cierto que ambas cosas deban ir de la mano— la iluminación constante. Como corresponde a una adolescente en todo su potencial, la rebautizada Maida ha madurado antes que el todavía —aunque no tanto— tosco varón, y como corresponde a una de los años setenta, mucho antes que los adolescentes de otros tiempos.
Con algo de novelista, o mejor de filósofa, Maida sabe que no hay modo de ir hacia adelante sin cuestionar la propia identidad. Y eso es lo que hace. Y paga las consecuencias. El cimbronazo, entonces, treinta años después, no es solo el de alguien que recuerda amargamente —amorosa, fatal y dolorosamente—, no es solo un gesto de nostalgia, una añoranza, sino que primero deja paso a la inquieta melancolía, y luego reverbera en el presente hasta volverlo arena movediza. En el centro del mundo, en ese museo neoyorkino en el que un cuadro de Klimt despierta las voces del pasado, Andrade pierde su centro.
“Al fin y al cabo, ¿quién fue Maida?”, se interroga algunos días después de toparse con el cuadro Joaquín Andrade. “¿Aquella chica que se llamaba Celina y él superpuso al retrato de Mäda Primavesi? ¿La que cantó el tema de Yes, o la que prefirió volver a una París helada, a hurgar en las oscuridades de su fascinación mortífera con los repliegues siniestros de su padre recién muerto? ¿La dueña de aquel cuerpo largo y firme que se entregaba a su abrazo como queriendo disolverse en el vértigo del placer, o la que interponía a su mirada un velo de frialdad impenetrable, arrebatada por una pasión monomaníaca que la llevaría a pagar lo impagable más allá de todo límite?”
Las preguntas podrían continuar interminablemente, sobre todo porque en definitiva es imposible saber quién es el otro más allá de algunas pocas imágenes, unos pocos datos, un puñado más o menos voluntarioso de certezas. Lo esencial, lo verdadero, es otra cosa: quién es uno. Y de eso trata esta novela. Maida está muerta. Pero Andrade no. Y esa simple pregunta necesita ser respondida. Como habrá necesitado respondérsela el propio Sebastián Politi, en alguno o en todos los momentos de su vida. Y como debería ocurrir, en especial si esta novela o sus efectos triunfan, con algunos de nosotros. Yo siempre supe quién era, y por eso me sentía a salvo. Pero en eso estamos.
Retrato de Mäda Primavesi
Sebastián Politi
Modesto Rimba, 2019
279 páginas
(Foto de portada: Rogan Brown)
Etiquetas: José María Brindisi, Literatura, Rogan Brown, Sebastián Politi