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13-09-2019 Ficciones

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Por Sergio Fitte

Cuando notó que el hedor aumentaba cada vez que él pasaba delante del hueco comenzó a tomar ciertos recaudos. Si andaba de buen humor cruzaba la calle para rozar con su pierna derecha la boca que nacía contra la pared que delataba la existencia de un enorme hueco allí dentro. Si no andaba bien ni se le cruzaba por la cabeza tener algún tipo de acercamiento con el orificio.

El trayecto que realizaba a diario era simple: salía de su casa, caminaba hacia la derecha hasta arribar a la esquina; cruzaba la calle y continuaba en dirección recta hasta llegar nuevamente a la esquina de la farmacia: ese era el momento en que determinaba de acuerdo a su estado de ánimo, si cruzaba en dirección a la casona portadora de la cavidad en la pared o si directamente lo hacía en dirección oblicua (cometiendo una pequeña infracción vial) y se dirigía a la casa de su abuela. 

Ya en la casa de su infancia luego del cafecito en su temperatura óptima, veía todo con mejores ojos. De regreso, el acercamiento con la boca del pozo ubicado exactamente debajo de la ventana de una enorme y antigua mansión ubicada sobre la calle Dorrego, era inevitable.

Vaya uno a saber si fue la excesiva humedad ambiental que se vivía en ese preciso momento o la pura casualidad, pero aquel día, ese jueves, él sintió que el hedor que despedía el hueco no era tan nauseabundo como en otras oportunidades, es más parecía perfume. Así fue como se sintió acariciado por pequeños lacitos de aire que nacían del interior de la profundidad de la construcción. 

Con el correr de los días se fue animando a más, tal es así que decidió reducir la velocidad alarmantemente (siempre caminaba muy deprisa) cada vez que pasaba delante del agujero. Luego de semanas y de emocionantes recorridos tomó el coraje de pararse de espaldas y quedarse quieto (como esperando a alguien, pero sin hacerlo). Fue allí donde lo sintió y ya no le quedaron dudas: una suave caricia de aire caliente, no caliente de amigo o de hermano sino de mujer, comenzó a recorrer su cuerpo. Primero fueron los pies en dirección ascendente hasta llegar solo hasta la mitad de los muslos, luego fue la espalda hasta la cintura, por último y para completar la primera experiencia un suave masaje trabajó la parte de las cervicales que comenzaban a contracturarse de emoción. La especie de alcantarilla colocada contra la pared obstruyendo la posible caída de los desprevenidos transeúntes producía un quebrado en la masa de aire que provenía del interior haciendo que él disfrutara no de una sola brisa, sino de decenas de ellas.

—¿Otra vez a lo de tu abuela? —lo interrogó uno de sus amigos que pasaba con una bicicleta, obligándolo a salir de su letargo— ¿Qué tenés que vas tanto? Un día me tenés que contar.

—Sí, sí… a lo de la abuela ¿y qué hay? —Contestó, algo asustado, algo avergonzado, algo ruborizado… Y salió corriendo a todo lo que daba. Por suerte su refugio familiar quedaba a no más de tres cuartos de cuadra. Casi sin aliento ingresó por la puerta del garaje como lo hacía de costumbre. Abrió la puerta de madera y ya dentro del living con la casa en completo silencio y con la escalera que lleva al piso de arriba ubicada a su derecha como única testigo de su agitación llamó: “Abuela…. abue…” 

Tomó uno de los cafés más apurado que recuerda en su vida. Por esto se quemó hasta la coronilla, a corto plazo necesitaría una visita al médico y varios remedios con gusto feo. Posteriormente le anunció a la abuela que se iba a jugar.

Abrió la puerta de una especie de probador y cerró con llave del lado de adentro, a esto solo lo hacía en algunas oportunidades puntuales. Su cara en el espejo se reflejó con una mueca que no era habitual en él: rabia. Corrió la cortina que ocultaba al maniquí mujer que de cuando en cuando era utilizado por la abuela para hacer la vidriera de la tienda. Lo miró de arriba abajo. Le corrió parte de la peluca que cubrían sus ojos y la besó suavemente sobre los labios, palpó uno de sus senos, luego el otro, recorrió parte de su cintura para luego centrarse en su entrepierna. Lo que más le interesaba. Hacía siempre un lento recorrido hasta llegar al punto deseado para no ser tomado por descortés. Por alguna razón no disfrutó tanto como de costumbres con los juegos que le realizó a su chica. De pronto exclamó: “eres estrecha, demasiado, ya no te necesito. Ya no te quiero….” Los ojos se le llenaron de lágrimas aunque no lloró. Ella se quedó tan perpleja como siempre. Permaneció sin pestañear y sin llorar. Le quitó las ropas que la cubrían y las guardó en las bolsas respectivas; luego las colocaría en los estantes correspondientes del negocio. Al guardar la bombacha y el corpiño rojo recordó lo contento que había estado el día que se lo había regalado a su (desde ese momento) ex, y se sorprendió de lo rápido que habían cambiado sus sentimientos. Se maldijo por haber pasado tanto tiempo con alguien tan fría, tan insensible, tan sin vida, tan sin calor y sobre todas las cosas tan “sin humedad”, pero juramentó no volverse a equivocar.

Una vez de regreso en su casa la madre lo puso a dormir la siesta, también a sus hermanas. Desoyendo los consejos de mamá se fugó a la pieza de ellas a jugar al doctor; en un momento dado y sin levantar sospechas les comentó lo sucedido, aunque no lo del maniquí. A esto nadie lo sabía, pero un geronte que residía en lo de su abuela sospechaba algo terrible sobre sus quehaceres durante las visitas a lo de la viejecita. Algo muchísimo más terrible que lo del maniquí. Si bien el anciano no lograba demostrarlo estaba en lo cierto: 

—Cuando fui a lo de la abuela y doblé en la casa vieja, la del pozo que hay en la pared, me vino un aire caliente y húmedo que me abrazó —les dijo buscando sacar charla.

—A mí me corrió un perro —señaló la más pequeña sin reparar en nada.

La del medio inició una perorata tan larga e intrincada sobre amores controvertidos que obviamente a él le dejaron de interesar muy pronto.

Indagó con sus amigos más íntimos en los picados de los sábados pero casi nadie le entendió lo que les quería explicar y los que sí lo hicieron, solo se burlaron.

Pasaron los días y las semanas de una manera acelerada. Comenzó a pasar largos minutos delante de su pozo siempre colocado de espaldas, le parecía algo impúdico atreverse a más. Solía charlar con quienes pasaban cerca de él. Intentaba no levantar sospechas. Lo tildaron de loco, de chismoso, de querer pasar por loco, de querer pasar por chismoso. Nunca nadie descubrió su secreto.  Un día advirtió que pasar unas dos o más horas parado contra una pared como tapando algo era realmente preocupante, se le ocurrió la gran idea de solicitarle al de la farmacia del frente si no lo dejaba, a cambio de algunas monedas, vigilarle el local. Inesperadamente el profesional aceptó la propuesta, cosa ridícula, puesto que nunca en toda la historia del pueblo se había producido un robo a un comercio. El hombre en su interior le tenía una enorme pena, lo creía enfermo, por lo que lo ayudó a justificar su extraña estadía. Además dicho sea de paso realizó una propaganda en la radio que informaba que era el único comercio con seguridad personal en toda la región: esto era tan cierto como inútil.

Las caricias llenas de vergüenza de los primeros tiempos quedaron rápidamente en el olvido. El calor del pozo sin ningún pudor lo recorría a diario de pies a cabeza, de atrás y de delante, sin dejar de poner especial atención en sus zonas más erógenas, cosa que a él lo llenaban de amor y placer. De repente se sorprendió llamando a su hueco: amante secreto.

Tenía leídos algunos párrafos sobre educación sexual a escondidas de sus padres. Aunque su información no era lo suficientemente acabada como para entender las cosas del todo bien, había datos que no se escapaban de su memoria; por ejemplo que en el acto amatorio era inevitable que se produjera una penetración; en el cien por cien de los casos por él indagados la misma era realizada por el macho u hombre según los casos a la mujer u hembra. Considerándose macho u hombre de acuerdo a las circunstancias, era lógico que por momentos pensara en lo bien que había estado al dejar a su otra chica, aquella era imposible de penetrar. Se felicitaba por tener ahora a alguien tan amplio como para poder hacer lo que le viniere en ganas. 

Así fue como aprovechando un domingo por la tarde que se corrían una cuadreras en un campo cercano, decidió quitarle a su querido pozo los barrotes que le impedirían una penetración normal. No sin poco esfuerzo y rechazando las miradas que le propinaron un par de borrachos que no se encontraban en condiciones de ser espectadores de turf, logró dejar el hueco al descubierto. Pasado el trabajo se dejó seducir y atrapar por su querido aire, notó que a partir del quitado de la tapa de alcantarilla, por llamarla de algún modo, el abrazo que le propinaba su querido era más dócil que en otras oportunidades.

Fue indudable que a partir de la maniobra de desobstrucción la relación se volvió más íntima, a tal punto que él comenzó a sorprender a su amante secreto, como lo llamaba, y ha realizarle algunos regalos: varias bombachas de encaje, algún que otro vestido y hasta le llegó a obsequiar un par de zapatos; a excepción de esto último todo era robado del negocio de su abuela. Hasta imaginó que algún día cuando ya todos supieran la relación que mantenían y no tuviera que escapar de nadie, conseguiría palas y picos para dejarlo lo más prolijo posible. En una de esas hasta sembraría el interior con plantas que dieran hermosas flores.

Cuando se produjo lo que él, arbitrariamente, determinó como su primer aniversario, le prometió al pozo que en cuanto pudiera le demostraría todo su amor a través de su primera penetración. Estuvo bastante nervioso esperando que se diera la primera oportunidad y a juzgar por sus caricias, el hueco también lo estaba. 

Luego de un mediodía de junio llovía torrencialmente. La tarde era muy gris, perfecta para los juegos del amor, se estimuló. Sin decir nada concurrió hasta la boca de su amante portando una pequeña escalera de no más de cinco escalones. Se ubicó de cara al hueco, se agachó y colocó la escalera dentro. La sangre le corría de manera acelerada por todo el cuerpo y muy en especial por los órganos del amor. Al borde del colapso nervioso, lleno de ansias de sentir placer, descendió penetrando hasta el fondo de su amado. Según su saber de  libros, el acto amatorio se producía realizando varias penetraciones dentro del ser amado que iban aumentando de velocidad hasta llevarlos a ambos a un éxtasis de gozo. Descendió una y mil veces a una velocidad impresionante. El ahogo que le produjo su actividad física lo llevaron casi a desfallecer, ese fue el momento que él señaló como clímax. 

Ante semejante panorama detrás del vidrio que resguardaba la farmacia del temporal, su patrón lo observaba persignándose y rezando en voz baja. Por compasión se vio obligado a marcar el número telefónico del cura de la parroquia que por desgracia dio ocupado. De todas maneras continúo rezando, luego de unos minutos reiteró el operativo llamado también sin éxito. Colgó una vez más y olvidó por completo el asunto. Un comprador de paraguas azul entró a su negocio.

Concluida su tarea el amante recién iniciado se sentó del lado de afuera del hueco todo embarrado, sintiendo correr las gotas de lluvia por su cara, simulando fumar con una ramita de sauce no del todo satisfecho por la experiencia. Esperaba que con el tiempo la relación amatoria mejorara notablemente. Y así fue, en pocas semanas con solo realizar la penetración durante tres o cuatro minutos, gracias a la destreza adquirida, llegaba a un clímax u ahogo total que lo llenaban de orgullo.

Aquel día, su primer día como “hombre” ingresó inflando el pecho al cuarto donde sus hermanas jugaban a la casita:

—Tuve una relación sexual —mencionó con aires de grandulón.

—Yo tengo estas pastillas porque tuve parásitos desde la otra semana y todavía no se me fueron… ¡¿mamá, ya tengo que tomar el remedio?! —gritó la más chica.

La del medio inició una explicación de la relación que existe entre los parásitos y el sexo. Él fingió escuchar interesado, pero al instante se quedó dormido contra un almohadón. 

Sin explicárselo un día tomó la decisión de realizarle una penetración más profunda a su amante; por lo que luego de descender por la escalera como de costumbre caminó varios pasos, quizás demasiados, en dirección a las profundidades. Le pareció raro que su pozo, su amado pozo, no hubiera hecho nada con los obsequios que él le había alcanzado y no solo eso, sino que también en lo más profundo de sus entrañas guardara: botellas rotas, juguetes, una pelota de fútbol desinflada, clavos. De todas formas lo que más le llamó la atención y lo lastimó en el alma fue ver un pulóver amarillo, obviamente de mujer, y varias bombachas en su mayoría arrugadas, viejas y sucias. Comenzó a pensar de inmediato que no era el primero en haber intimado con el pozo, sino que al parecer, según delataban algunos envoltorios de helados y varias latitas de gaseosas sin terminar, era evidente que el pozo estaba manteniendo contacto con otras personas. 

Restregándose los ojos con los antebrazos se alejó en dirección a lo de su abuela. Quiso entrar en silencio, pero la puerta se le cerró de golpe dando un fuerte estruendo. No pudo dejar de observar que un albañil se encontraba remodelando la estructura del probador. Había escombros por todas partes. Se acercó y metió la cabeza por donde en su momento se encontraba la entrada y vio algo aún peor: otro operario estaba cargando parte del torso y la cabeza de su antigua novia junto a demás desperdicios y mugre, sus pelos parecían tristes, llenos de polvo blanco. Los ojos de ella se posaron fijos, como en otros tiempos, sobre los de él. Debió girar, su abuela lo estaba llamando para tomar el cafecito de siempre. Estuvo a punto de comenzar a hablar, quizás hubiera contado algo, pero como cuando se toma café no se habla…

Se lo notaba intranquilo cuando el geronte que residía en lo de su abuela se fregaba las manos y lo miraba con una macabra sonrisa dibujada en sus labios.

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