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21-10-2019 Notas

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Por Guillermo Fernández

Los dioses griegos suspendían a su antojo las acciones en los campos de batalla y, después de un tiempo, las continuaban. Troya no es más que un ejemplo de este hiato de escudos y mandobles en la arena. Siempre fue considerado un artilugio extraterrenal, una arbitrariedad del Olimpo, para que por un instante los combatientes cesaran la lucha sin poder reponerse de los golpes y de las heridas que recibían o que propiciaban a su enemigo. Así las cosas, esa detención nunca era humana sino más bien dispuesta desde un más allá. 

¿Es que acaso los guerreros deseaban “olvidarse” por un momento de la victoria que se habían propuesto, dejando a un lado el pasado que los había impulsado a conducir los trirremes?  

El olvido ya sea promovido, como escribe la epopeya clásica o, como un resultado de la lejanía del hogar, como le sucede a Penélope que demora en reconocer a Ulises, consiste en una operación en la que alguien “abandona momentáneamente espacio, tiempo y una intimidad pasada”. Lejos de las batallas por conquistar hemisferios, o de las aventuras personales, en las que el “hogar marital” se pone en peligro, la falta de recuerdo parece consistir un modo de supervivencia.  Penélope desconfía de sus pretendientes por eso no “ve” a Ulises (se olvida de sus rasgos) y lo toma como uno más. La criada solo reconoce su herida y lo conduce ante ella. 

El mundo contemporáneo dio una vuelta de tuerca al olvido, sin perder el concepto de sustracción momentánea del pasado. Hasta se podría decir que el horror también ha sido un efecto con el que grandes autores trataron de explicar cómo se trata de continuar la vida pese a todo lo traumático de la pérdida. 

Es significativo que Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso (1977) señale que, a propósito de lo terrible de la ausencia, a veces se olvida para no morir. Retoma así la idea de la necesidad del enamorado (otro combatiente) de no quedar fijo en su amada para poder subsistir al tormento de su pasión. Y ese no quedar estático frente al dolor es el impulso de vida. 

¿Por qué Jorge Semprún dilató tanto su texto La escritura o la vida (1995)?  ¿Qué es lo que le impedía, después de haber salido en 1945 del campo de concentración de Buchenwald, escribir sobre lo que había vivido? Mucho después puede componer su texto. 

Él lo explica en su novela en las que las transposiciones de música y poesía cubren la masacre.  Los momentos de olvido de Semprún lo empujaron a la vida y a escribir, que consiste en otra forma de vida. Le era imposible recordar las muertes y el olor al crematorio. Tardó lo suficiente para relatar el exterminio. No contó con el apoyo de los dioses clásicos para dilatar su relato contundente sobre la vida en las barracas con los cadáveres de los deportados. 

¿Cuál es el recorrido que comienza, para fijar un punto, en Troya y continúa en estos dos escritores que se toman solo como indicadores?

En primer lugar, la épica se valió de lo humano como matriz de la perfección. No se comprende a ningún heleno temeroso del destino que le tocó en suerte; sí, la ira se apodera de ellos cuando reconocen caer en el olvido involuntario de lo que están a punto de obtener. En cierta manera, los dioses son los responsables de cómo se desplazan los humanos en la tierra. 

En otro orden, cuando el ser humano se adueña de sus propias pasiones y de la finitud, no como en los ejemplos clásicos, sino en el concepto más cruel de la desaparición física y de la ausencia, sobreviene el temor, el pánico no, al ser superior —como enseña la Iglesia—, sino al semejante.  El mundo ha desarrollado con los siglos las formas más siniestras de extinción que han llegado a superar el sentimiento amoroso a lo Barthes. Siempre, hasta en el amor, asoma el sesgo de la pérdida. 

Las batallas siempre han sido por territorios, por ocupar geografías que no pertenecen. La diferencia entre el mundo antiguo y el actual radica en la manera de ver el horror. Estos siglos nuevos abundan en ejemplos más que suficientes. 

El olvido no es un pretexto; es crear distancia con lo que agobia. En la mayoría de los casos es un imperativo. De esta manera lo indica Borges en el final de “La intrusa” (El informe de Brodie, 1970) en el momento en que el mayor de los Nielsen ordena a su hermano enterrar a Juliana: “(…) Se abrazaron, casi llorando. Ahora, los ataba otro vínculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla (…)”

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