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18-10-2019 Ficciones

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Por Sergio Fitte | Fotografía: Sam Jinks

Al fin y al cabo llegó el día en que comprendí qué era lo que necesitaba para ser un hombre con todas las letras. Quizás haya sido una iluminación del destino o tal vez mi larga experiencia entre lo que va del nacimiento a la muerte, lo que me lo hicieron saber. Hoy día jueves, recordatorio de mi natalicio número noventa y seis me he dado cuenta de lo único que preciso para ser feliz, hoy como un mandato del cielo llegó la revelación: preciso un perro.

(El párrafo que se acaba de leer pertenece al cuaderno de notas dictadas por Don Marco Antonio a su fiel escriba Jacobo. El manuscrito fue ocasionalmente encontrado por un coleccionista que de inmediato lo sumó a sus trofeos. Lo que viene a continuación es la transcripción completa del texto donde se advierte y se resaltan con cursiva los aportes realizados por el escriba. Queda por determinar si los mismos también fueron sugeridos por Don Marco Antonio o si fueron obra del propio escriba a escondidas de su patrón buscando dejar un documento que se acercara un poco más a la realidad.)

Todas y cada una de las palabras que siento deben quedar redactadas y serán palabras de referencia para quien en algún momento tenga la oportunidad de leerlas, es por eso que me encuentro con la voz de hierro que he tenido durante siempre, y detrás de este cuerpo entumecido, dictándole a mi fiel escriba para que sea él quien deje un legado perfecto –en realidad no tiene manera de saber qué es lo que realmente escribo: se encuentra completamente ciego.

–Perdón, señor: ¿qué fue lo último que dijo? –en tono de disculpas.

Resumiendo y no se me distraiga compañero: solo me sentiré un hombre íntegro cuando tenga un perro.

(Es lógico pensar que el escriba dejase espacios en blanco durante el dictado para luego poder completarlos a espaldas de su dictador “su” realidad de los hechos).

Tomé al anciano como si fuera una princesa desnuda y solitaria perdida en un campo lleno de setos rabiosos buscando picar su rosada piel. Lo sostuve tratando de acomodarlo de la mejor manera. Sus brazos como de doncella descuidadamente se entrelazaban en mi cuello haciéndome las mejores caricias. Su fragancia de joven inexperta cautivaba mis pulmones, el corazón latía con una fuerza tal que quien lo escuchara se arriesgaría a decir que era el típico sonido de un corazón enamorado y no se equivocaban. El señor nunca salía de su mansión en otra cosa que no fueran mis brazos. Jamás lo hacía sobre su silla de ruedas.

Cuando ya divisábamos la veterinaria y tan solo nos restaban recorrer tres cuadras, mi hermosa muchacha de los prados ya había dejado de serlo para transformarse en lo que en realidad era: un horroroso anciano con olor a excremento, babeando saliva, a borbotones, infestada con innumerables enfermedades sobre mi brazo izquierdo, gritando obscenidades a quien se le pusiera enfrente, malhumorado de seguro pensando en su próximo viaje de jubilados a las cataratas.

Una vez dentro del local lo ubiqué de manera erguida junto a una gran bolsa de comida para ave intentando dejarlo en un equilibrio tal que le posibilitara no estrellarse contra el suelo, pero no tuve éxito. Antes de que el veterinario me interrogara, el vejestorio ya se arrastraba como una izoca inspeccionando con sus sentidos del olfato y del tacto todos y cada uno de los recovecos de aquel lugar. Cuando lo vi dirigirse en dirección al sector de los reptiles aparté la vista del triste espectáculo realizando un estratégico medio giro en sentido contrario al cual él se acercaba.

La providencia, por alguna razón, se acordó de sus épocas de orate evangelista y le permitió introducir y desintroducir ambas manos de las profundidades de la jaula de las pitones sin que nada le ocurriera.

No le llevó mucho tiempo ubicar lo que deseaba:
–Me quedo con este –gruñó.

Por unos instantes el veterinario se descostilló de risa, luego se puso serio.

–Guau, madre mía, que pedazo de animal, pronto serás como tu dueño – analizó Don Marco Antonio mientras le acariciaba la cabeza.
–Creo que no deberá esperar a que sea como usted; a mi entender, son tal para cual, amigo –manifestó en tono algo perverso. Volvió a reír ahora sin ningún desparpajo.
–Me lo llevo y se acabó el asunto –señaló el comprador.
–Son veinte y al contado, si quiere se lo envuelvo para regalo pero, eso sí, de ninguna manera se lo resucito.
–Basta de comentarios entrégueme mi perro –en tono amenazante.

A todo esto aproveché para robar un pez limón y un canario que de seguro viajaron algo incómodos enterrados en la profundidad de mi bolsillo del saco.

–Le vuelvo a advertir, el bicho está muerto.
–Nunca se confíe de un viejo. Sé lo que necesito y usted puede y debe dármelo. También he tenido una paloma en alguna oportunidad, pero se sabe que en algún momento se vuela y eso no está bien si no lo hacen también del maldito cerebro de uno. No sabe las veces que me he quedado solo hablando sobre mi palomita durante horas mientras atónitos mis oyentes se escapaban en silencio aprovechando que mis ojos se encuentran en huelga, pero esto no ocurrirá con mi nueva mascota. Colóquele el mejor collar rojo que tenga a la venta y su mejor correa, así puedo llevarlo con comodidad hasta mi casa.

Como el veterinario no tenía collar del color pedido me miró estirándome uno amarillo al momento que yo realicé un movimiento de cabeza como diciendo: “metele, total este tipo me tiene pasado”.

Aboné lo que costaba el perro. Tomé el anciano y este a su nueva mascota. De ninguna manera el segundo alzado se podía comparar con el de una bonita niña. Ahora transportaba un detestable cuerpo casi muerto que a su vez arrastraba uno sí muerto en su totalidad. Para peor luego de los primeros pasos ya fuera del local el viejo me anunció que sus debilitados brazos no podían continuar llevando al perro, por lo que debía hacerme una especie de atadura con la correa a la altura del pecho por debajo de las axilas que me costaba horrores transportar.

–Viejo loco –le gritó una vecina cuando pasamos delante de su vereda recién barrida.
– Por la voz debe ser la vieja del bombero –dijo Don Marco haciendo que la señora lo escuchara. Me gustaba verlo defenderse.

Luego de algunas cuadras noté que el peso muerto que venía transportando con la correa se había puesto mucho más pesado. En un primer momento pensé que las fuerzas comenzaban a abandonarme, pero por último decidí girar la cabeza para observar lo que ocurría detrás de mí. Y en efecto, el animal muerto se había atascado en el triciclo de un niño de no más de dos años y venía trayéndolo a la rastra. El pequeño, al parecer disfrutaba del viaje y cada tanto con una rama que portaba en su diestra castigaba al animal mientras esbozaba una diabólica sonrisa.

–¿Qué es lo que sucede? –me interrogó con fuerza el viejo al notar que estaba retrocediendo para desatorar a la mascota.
–Lo que ocurre es que su perrito se entretuvo demasiado con un niño manifesté buscando no levantar sospechas.

No sé como, pero de algún modo u otro estábamos de regreso en casa. Don Marco se sentó en el lugar que lo hacía siempre. Acarició la cabeza de su perro ubicado en el suelo una y otra vez.

(El dictado prosiguió). Escriba, escriba todo lo dicho por mí desde que me he sentado en este sitio. Soy todo un señor, desde hacía tiempo no me sentía en esta forma. Es admirable observar cómo una persona (a simple vista normal) cambia su actitud para con sus pares de acuerdo a lo que ésta le transmite visualmente. Sin más, yo hasta hoy a la mañana cuando luego de despertarme como todos los días comprendí que me faltaba un perro, era un paralítico ciego y estúpido, pero de golpe y porrazo desde que poseo mi nuevo compañero se puede decir que soy un Señor, un Hombre. Las jóvenes laboriosas amas de casa que asean las veredas después de infinidad de años se acercaron a cambiar palabras cuando hube de pasar delante de ellas. Hasta un infante se me acercó aunque vaya uno a saber a qué, mientras regresaba de la veterinaria.

A partir del día de la fecha te designo a ti mi guau-guau como complemento necesario, imprescindible de mi humanidad, tú amado animal mío serás de aquí en más la vista que no tengo.

Para ver hasta que punto estás de acuerdo probaremos realizando una primera experiencia juntos: “ve al puesto de la esquina y tráeme el periódico que acostumbro comprar, pequeño amigo”.

Algo hizo que me enterneciera. Quizás hayan sido las palabras de Don Marco, o el tono esperanzador con que las dijo, tal vez la manera en que acariciaba la cabeza del animal muerto. Pero me vi obligado a realizar lo que hice.

Caminando con mucho silencio para que el patrón no notara mis movimientos me acerqué a la parte trasera del perro. Lo agarré de las patas posteriores y lo corrí unos metros del lugar en que se encontraba. Don Marco gesticuló de alegría al notar que su perro se desplazaba. Lo dejé en medio de la sala, esto era suficiente para que el paralítico no pudiese tocarlo. Corrí con todas las fuerzas que tenía hasta llegar al puesto de diarios, cuando regresé casi no me quedaba aliento. Entré por la puerta principal enrosqué el diario como pude y se lo coloqué al animal entre las fauces. Noté que la quijada inferior se le desprendía, la tomé y la coloqué dentro del bolsillo. Ahora tenía un canario, un pez limón y una quijada podrida de perro muerto. Empujé al animal hasta que diera contra la silla del amo, quien una vez que tuvo el diario en sus manos me indicó que subiera el perro a su regazo.

El anciano pasó hoja por hoja todo el periódico, de cuando en cuando acercaba su oído a lo que quedaba de la boca del animal, como si éste le dijera algo o le comentara lo que se leía en las noticias del día.

He notado que cumpliste mi orden por lo que puedo considerarte mi amigo, mi único amigo. También he notado que has robado para mí, puesto que no me has solicitado dinero.

Para continuar con esta hermosa relación que hemos recién iniciado te pediré querido compañero un nuevo favor, es probable que no te resulte tan sencillo de resolver como el anterior, pero te suplicó que hagas todo por cumplírmelo: “ve y tráeme una persona en la que pueda confiar”.

Y en cuanto a usted escriba; solo escriba.

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