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Por Sebastián Paradelo | Fotografía: Neil Craver
— Ey Santi, ¿y las naranjas? —pregunta Brian.
— Son venenosas —responde Tomás.
Atrás de ellos, unas rocas se amontonan caprichosamente entre los yuyos. Es El Paraíso, bajo el Dique el Cajón. Juegan, mientras miran unas avispas.
Un fino río se escurre en las rocas. En algunos tramos es más ancho y el agua parece estancada. Las algas flotan y se mueven al ritmo de la corriente. Un perro salchicha marrón que se soltó de la correa de su dueño, corre a unos gansos. Este, lo sigue desesperado detrás, cruzando el río una y otra vez. Los gansos se organizan para defender al miembro de su manada que quedó expuesto a los ladridos de cerca del perro. Gritan y sus lenguas salen lejos de su pico naranja mientras levantan sus alas en forma amenazante: el ganso es tres veces más grande que el perro. No se va a atrever a morderlo. Alguien pisa la correa y cada persona vuelve a lo suyo. Un par aplauden.
Un padre con su hija se escuchan gritar donde el río parece chocarse con una sierra y complicar el camino. Se los oye libres. Parecen divertirse jugando con las rocas. Unos chicos meditan en una piedra enorme a la izquierda. Un joven estira y se mete entre sus propias piernas. Alguna mariposa blanca gira a su alrededor, como esa gente que quiere ser vista pero menos ruidosa. Son más tolerables que las moscas que se ensañan con la suciedad o dulzura, depende el caso. Hormigas de distintos colores trabajan cerca del agua; a unos chicos se le mojan los libros con un termo mal cerrado en una mochila.
Para llegar ahí, un grupo de jóvenes ansiosos y vagos, bajan desde el dique. No hay camino, así que deben ir esquivando rocas y pastos altos. Tendrían que haber vuelto hasta la entrada del “Complejo el Zapato” y tomar el camino de tierra. Aunque esperaban ver alguna víbora, se conforman con un par de lagartijas.
Se hace de noche y desde el río, se pueden ver todas las estrellas que existen, salvo donde cubren las sierras. Sienten el hilo de agua mojar las piedras cerca de sus pies. Prenden un faso y beben fernet en un jarrito. Hablan de Egipto, del origen de la humanidad, la construcción de las pirámides. Hasta que pega la paranoia.
No están solos. Otros grupitos de chicos están en esa. Los identifican por sus voces, la luz del cigarro o la linterna. Ellos se encuentran más cerca del camping, en la parte seca del poco río que queda. Mientras tanto, la noche está en el río: no se ve nada.
Alguno desliza la posibilidad que, a alguien de esos grupitos que están más lejos, se le ocurra tirar una piedra a la parte más ancha del río: en donde están ellos. El miedo los atraviesa. Piensan que, si una piedra los alcanza, si llega a alguna cabeza, el lanzador, que no los ve, no tendría la culpa: ellos harían lo mismo si se encontraran en la parte seca, pensaron. Si les pega, comenzaran a sangrar y luego se desmayaran, ahí, en la oscuridad.
Sus manos están detrás de sus cabezas agachadas. Se cubren y se esconden detrás de piedras grandes. Se ríen, de los nervios. Saben que exageran, pero es algo que puede suceder. Se van. Están en peligro.
En el camino, saludan a unos niños que ven con la linterna.
— ¡Mirá lo verde que es esa! —suelta Tomás, agachado cerca de la orilla, donde el río es más ancho.
— No la veo. Está muy oscuro —responde Brian—. Volvamos al camping. Tengo miedo.
— No seas cagón, Tomás, ¿tenés miedo que te pique una avispa o de ahogarte en el agua? Está re bajito acá.
Se oye el sonido de un golpe. Algo parece caer en las piedras arenosas. La avispa se espanta y vuela lejos.
Etiquetas: Río ancho, Sebastián Paradelo