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Por Bernabé de Vinsenci | Escultura: Ofra Lapid
Mi madre, año tras año casi por décadas, desde que éramos niños, acumula nuestras pertenencias ajadas o en desuso, inutilizadas, como ropas o zapatillas, anteojos ahumados, pares de medias agujereados, remeras desteñidas o libros evangélicos que pertenecieron a algunos de mis hermanos, o biblias del tiempo en que se congregaba en las que el Génesis o parte del Apocalipsis —las partes que más me interesan— son ilegibles por los manchones de humedad, de modo que nunca sabremos, si es que alguna vez quisiéramos saberlo, cómo comenzó el mundo ni cómo acabará, más allá desde que, a mis quince años o poco después, entendí que la biblia es como La Ilíada para los griegos —Julio César dormía con La Ilíada bajo la almohada— , o la Eneida para los romanos, o quizás una fábula mucho menos aceptable, de las que muchos se jactan pero que, a escondidas, terminan adulterando cada versículo, casándose para tener relaciones sexuales—porque sin casarse sería fornicación— o yéndose con amantes, o hijos de pastores, profetas, sanadores, algo casi orgiástico.
Las amontona en un modular, en una de las estanterías o en un rincón de la pieza, arriba de una silla, a veces de plástico o metal, o en cajas húmedas, grandes, chicas, medianas, comidas por lauchas o rotas por ella misma —para anotar la lista del supermercado, a pesar de que siempre se olvida de algo—, formando un altar de cúmulo de cosas, con mucho olor sucio, y enfática asegura que mañana o pasado mañana o que pronto, así dice, que pronto, “cuando sea necesario”, agrega, pueden servir o ser útiles si se las remienda, cosiéndolas o pegándolas.
¿Tiro estos anteojos?, le digo, mostrándoselos, como rogándole, también yo algo enojado, a la espera de que me diga que sí, por supuesto, tiralos, hijo, cansado de verlos ya siempre en el mismo lugar hace años (los lentes son de Neri cuando vivía con ella). Los usaba mi hermano para pasear por el pueblo, hubiese o no sol, o para desapercibir la resaca, los ojos rojos, brillosos, de haberse reventado la cabeza con vino o bebidas blancas, como vodka o ginebra, mientras era el hazmerreír de un pub de mala muerte, o un boliche de rubias con tacos y hombres con peinados en gel, siendo el jolgorio de la fiesta, diciendo que las rubias son todas trolas, puteras.
No, dice, al punto del enojo, o enojada, no lo sé, al borde de enloquecer —y cuando enloquece, siempre lo hemos sabido, nos reprocha que hemos sido mal hijos, “desagradecidos”, nos dice, “¿cuándo van a aprender a querer a su madre?”, es un reproche recurrente en ella— y al punto de echarme de patas a la calle, cerrándome la puerta seguido de un “¡te vas!”, sin importarle a dónde puedo ir a parar. Después con más calma, más explicativa, agrega: tu hermano los puede necesitar.
A los anteojos le falta un lente, además de que el único lente que tiene está rayado —lo sé porque me los he puesto y fingido ser mi hermano— y es imposible ver: se ve un manchón que es la luz exterior reflejada en el lente; es un anteojo que no serviría ni para reciclado ni para basura, solo como estorbo o mugre en este mundo de estorbos y mugres. Ni siquiera sirven los marcos porque de tan económicos se han despintado y doblado como una chapa después de la tormenta.
En la pilas de ropas en desuso tiene una campera, ya sucia por el tiempo, tan percudida, de mi hermano Neri, que dice, sobre la espalda, en letras rojas JESÚS TE AMA; de cuando se congregaba en Jesús Sana Mi Corazón, la iglesia de la Pastora -y profeta- Ángela Guinarlda. Y en un placar en el que también guarda su ropa, un par de zapatillas míos, también de marca económica, un poco más económicas que los anteojos, que ella misma se encargó de pegar y al poco tiempo, por el peso de mi cuerpo y mi empeine deforme, se rompieron definitivamente. ¿Tenés que bajar de peso?, me dice. Y añade: ¿quién puede querer a un gordo? Vos también, mami, respondo, parecés una chancha. Pero yo estoy vieja, objeta, y callo porque tiene razón, tanta que me avergüenza.
Nosotros nos hemos resignado a que ella acumule nuestras pertenencias, dejamos que coleccione —porque, al fin, lo que hace es coleccionar— o que guarde lo que fue nuestro. A ella pueden serles útil, más afectivamente que material, y a nosotros poco nos importa, ya desgastamos lo que teníamos que gastar.
Nuestra madre está loca, dice Neri, ¿todavía no te diste cuenta? Se parece a vos, digo yo. ¡Te voy a romper los huesos, pendejo de mierda!, se embravece Neri, muchas veces, queriéndome romper la jeta.
Hace tiempo que mi madre vive en sus propias ruinas, hablando sola, enojándose sola, maldiciendo sola, berrinchándose sola, comiendo pollo o carne picadas crudas y fideos a medio cocinar, con la mitad de sus dientes podridos, debido a su ineficiencia para la cocina, a sus cuatro cesáreas, a la falta de calcio y vitaminas, y nosotros (diría que, aunque me pese, yo aún no) nos hemos escapados, logramos salir de su casa sanos y salvos, aunque mi hermano Neri padece un trastorno bipolar o de delirios de grandeza —a veces me pregunto qué carajo tendrá mi hermano—, y lo disimula muy bien trabajando y haciendo una vida medianamente normal.
Sus hijos, el resto de mis hermanos, hicieron su propia familia, con autos y casas, autos de los noventas, despintados, que requieren constantemente de un mecánico y casas precarias, de placas o ladrillos sin revocar, piletas Pelopincho y bicicletas rodados de niños y de adultos, juguetes y lácteos, y en el ajetreo que causa criar hijos, primero bebés que toman la teta, interrumpen el sueño, vomitan, lloran, después niños a los que se les cocina o se los lleva al jardín o a la escuela y a los que se le dice “¡dejá eso ahí!” “¡portate bien!” “¡hoy no vas al cumpleaños!”, se olvidaron de ella, o las visitas cada vez, con el paso del tiempo, fueron menos frecuentes. Es que trabajamos, dicen mis hermanos, solo un vago como vos puede estar todo el tiempo con ella. ¿Vago yo?, digo e intento excusarme y no puedo. ¡Sííííí, muy vago! ¡Y haragán!, añade Neri. ¡Y sucio!, tercia una de mis hermanas. ¡Muy sucio!, dice mi hermana menor. ¡Ja!, río yo y los miro inquisitivamente, ¡chúpenme los huevos, maga de soretes!
Mi hermana, a pesar de encargarse de los quehaceres de su casa, con sus dos hijas, ya crecidas, todas las semanas se encarga de prepararle la medicación, los ansiolíticos y antipsicóticos. Las prepara en bolsitas de papel, con los horarios y los días, escritos por ella misma con letra torpe: lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, etcétera. A menudo mi madre recuerda su paso por Melchor Romero o el neuropsiquiátrico de Mercedes, y dice: no es joda, una vez que estás ahí, no salís más, te dan de comer comida sin gusto y te inyectan, a mí me inyectaban, ¿vos qué te pensás?
Dudamos -yo, especialmente, siempre dudo de sus palabras y sus silencios- si creerle o no, hay un gran porcentaje de mentiras, de falsedades en sus palabras, agrega o desagrega, minimiza o maximiza, o incluso delira y sus mentiras, como las cuenta, como las dice, deformándolas, agrandándolas, insistiendo como si fuesen verídicas, parecen verdaderas. Me contaba que un psiquiatra, por ejemplo, es un psiquiatra que está más loco que ella, le hablaba por un altoparlante. ¡Díaz!, decía la voz del psiquiatra en el altoparlante —ella lo confesaba sin pudor, con lujos de detalles—, mientras todos los pacientes esperaban sentados, y desde el altoparlante, según mi madre, el psiquiatra le daba indicaciones: ¡acuéstese a las ocho, Díaz!, ¡apague la luz antes de las diez! No podía contener la risa, carcajear ante sus narices, decirle “vos sí que estás loquita, pero mal”. Vos te reís, creés que es joda, me decía mi madre cuando largué una risita, muy contenida pero evidente, ante su relato bradburyano.
Leí en Wikipedia que las personas esquizofrénicas tienen ese tipo de alucinaciones, creen que les hablan por altoparlantes, pero no deja de ser parte de la psicosis. A veces se queja de que se golpeó la cabeza, o habla de neurólogos. Tengo la cabeza aturdida, dice, me golpeé la cabez, mirá, y me muestra el cuero cabelludo intacto.
Mi madre sabe, a su modo, pero sabe, ha aprendido los gajes de la enfermedad. ¿Colecciona por qué está enferma? No lo sabemos. ¿O es que todos coleccionamos? Tampoco lo sabemos. No sabrá de literatura ni matemática, de álgebra o adverbios, pero sabe coleccionar, colecciona lo ajado, como he dicho, todo lo que ya no sirve y que jamás, aun remendándolo, sea del modo que sea el remiendo, servirá y lo deshecho —siempre con miras, es parte de su empecinamiento, a remendarlo o reutilizarlo— y lo que sabe que ya no volveremos a usar. Sabe que con nuestras pertenencias, aunque ya no sean nuestras, nos recuerda; es su cualidad de tenernos presente, de decir “estos son mis hijos, lo que queda de ellos”, y que poco o mucho nos retiene, nos mantiene a su lado, cuidándonos, acariciándonos: como si guardando un pantalón viejo o una camisa percudida, nos amputara las alas, nos tuviera a su lado como perro con collar.
Dice que estuvo internada tres años en el Hospital Posadas, en su pueblo natal, dice además que todo lo que yo tengo (fobia, ataques de pánico, irritabilidad) ella lo tuvo. A veces dudo en decirle que mis fobias y mis pánicos, los heredé de ella, que si ella hubiese sido neurótica, algo más normal, yo probablemente sería neurótico y lidiaría con una neurosis. Pero me curé, agrega al rato, vos confiá en los médicos; y yo la miro y al contrario de lo que dice ella, creo que no está curada ni que podrá curarse jamás, porque según especialistas su enfermedad es crónica. Porque, además, cierta vez que la internaron vi un papel que decía “esquizofrenia” —es decir, en el papel decía “DIAGNOSTICO: esquizofrenia”— y si bien existen subtipos de esquizofrenias, ella tiene la peor de todas, la que menos deja vivir, a ella y a los demás: esquizofrenia desorganizada. Que es como tener un meteorito colapsando en la cabeza, o shocks eléctricos en las neuronas.
Gesticula y mira a personas invisibles y hace que habla, como si tuviera presente a una persona o varias o multitudes, y en verdad no habla con nadie, ni siquiera con las paredes, modula la boca sin emitir palabras. A eso le llaman delirio. Ver u oír voces. Mi madre, por suerte, no oye. Dejó de oír a los cuarenta años. Ve, ignoro qué, pero ve. Mira la ventana, justo enfrente está el C.A.P.S, y comienza a hablar sola, o sea a gesticular, o se ríe.
Eso es lo más cercano que he visto al silencio, es como si se tratara de una mímica: gesticular, abrir y cerrar la boca sin emitir ningún sonido, aunque no siempre es así, a veces de tanto blablablá cansa. “¿Te bañaste?”, “no estés depresivo”, “yo te voy a ayudar”, “no vayas a lo de tu papá”, dice, en una seguidilla de palabras que aturden los tímpanos. Pero a la vez el silencio de mi madre como un grito que nadie, sino ella, me dieron: todas nuestras madres nos gritan a través del silencio, no hace falta decirlo. La ausencia de palabras es una forma de gritar.
Cada vez que la veo gesticular siento una punzada en el pecho, me invade la angustia, y me retuerzo como un gusano y le digo: ¡basta basta basta, por favor! ¿a quién le hablás?. Pero ella no me registra, ni a mí ni a nadie, como si se suspendiera de la realidad. Solo registra un punto muerto, a los lejos, mirando por la ventana abierta. Sus ojos se pierden en la conversación con el hombre o la mujer invisible, que solo ella conoce, puede ver u oír.
Le escribo un WhatsApp a mi hermana. Escribo: “nuestra madre delira, ¿qué hago?”. Mi hermana se toma su tiempo, contesta a los quince minutos: “no puedo hacer nada”. Qué hago, entonces: ella y yo solos, sin nadie que nos socorra, más a mí que a ella. Apenas puedo consolarla. La acuesto y me recuesto al lado de ella. Enseguida siento sus ronquidos y la grabo con el teléfono, le envío un audio a un amigo y le escribo “mirá cómo ronca”. “¿Qué es eso?”, dice mi amigo. “Mi mamá roncando”. “Ja, ja, ja”. Su respiración es enérgica, equivalente a la de dos personas. Me entreduermo y sueño con ella, la sueño desnuda nadando en el Océano Pacífico, y me levanto apresurado. Pensando: “se va a ahogar, se va ahogar”. Agarro todas sus cosas que ha ido coleccionando a lo largo de los años, tratando de que no se despierte, y las tiro a la basura, “hasta acá llegué”, me digo, inclusive mis pertenencias, a mí también me duele deshacerme de ellas, pero es necesario.
¿Qué hora es?, dice ni bien abre los ojos, ya más tranquila, y espero a que termine de desperezarse. Once y media, digo, ¿querés comer?. Le cocino arroz blanco con queso. Ella dice: el pollo lo cocino yo. Accedo. Me siento a la mesa, me acomodo y ella cocina el pollo. Sirve la comida, después de algunos minutos, y el pollo está crudo. Le advierto que le falta cocción. Lo como así, es más vitamínico, dice, y agarra una pata y la lleva a su boca y con los dientes la despedaza. Come y me mira, y dice, mirando hacia afuera, apuntando con la mano:
— ¿Qué son aquellas cajas?
Trato de obviar la pregunta, sigo concentrado en la comida.
—¿Las ves? —insiste.
—No —miento, claro que las veo.
—Sí que las ves, aquellas, allá —dice, y las señalas.
Fuimos a ver las cajas. Revolvió y sacó la campera que decía JESÚS TE AMA, mi par de zapatillas, un pantalón con pintura de mi hermano, sandalias de mi hermana de cuando iba a los cumpleaños de quince. ¿Qué hace esto acá?, me increpa, estas cosas pueden servir. Antes de responderle, agrega: fuiste vos, ¿no? Y me dice que yo quería dejarla sola. Y comienza a llorar, berrea como una niña, o al menos derrama una lágrima o dos, y dice que esas pertenencias son los restos de sus hijos ya adultos, aunque me tenga a mí, aunque yo esté a su lado. La consuelo y le digo: no sirve nada, todo para tirar, mami. Le digo “mami” para que no se altere. Y mientras junta la basura, ensuciándose toda, me dice que yo soy un egoísta y que al único que me tiene es mí, lo repite muchas veces. Entra y dobla la campera de JESÚS TE AMA y dice que para ella su hijo, es decir mi hermano, es ese pedazo de tela con las inscripciones de su señor. Entonces estoy al borde del llanto, me pongo la campera y le digo que me abrace.
—¿Te acordás de alguna vez que no hayamos abrazado? —le digo.
—No —responde.
Y dice llorando como yo, con los ojos llorosos como yo, porque ahora sí lloro:
—Tu hermano nunca me abrazó así.
Mientras nos abrazamos la casa, a nuestro alrededor, se derrumba, pero nosotros permanecemos intactos, ajenos al derrumbe y a las lágrimas que caen de nuestros ojos, como si el mundo fuese una estupidez en medio de la galaxia.
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