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05-11-2019 Notas

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Por Bárbara Pistoia

Fe&Minismo #11

Labios pintados de rojo. Cejas gruesas y mirada enigmática. Los trenzados, la nobleza de las texturas elegidas y un estilo para resaltar no solo las curvas, también la energía de esas curvas. Gustosa de posar para las cámaras, sobre todo cuando la que estaba detrás era su amante fotógrafa, Amrita Sher-Gil aparece en la historia como la Frida india. También artista, aunque mucho menos reconocida, condenada, quizás, no solo a los mandatos regionales sino a la geografía en su sentido más territorial y racial, al igual que la mexicana, usó el arte como herramienta y arma, tanto para componer un aullido biográfico como para construir un relato antropológico.

Amrita nació en Budapest y creció con un pie en el Imperio austrohúngaro y el otro en lo que entonces era la India británica (actual Pakistán). Su madre era una cantante húngara de ópera llamada Marie Antoinette, que conoció a su padre, Umrao Singh, un aristócrata Sikh Punjabi, mientras vacacionaba con una amiga princesa. Así que su crianza y educación general se dio en el núcleo duro de la alta sociedad con acceso a todo el ideario burgués y exótico. Esta es una de las diferencias con su colega azteca, quien creció en un ámbito mucho más adverso en lo económico, complicado aún más por los costosos tratamientos para sus enfermedades.

Autorretrato, 1930

En la casa de Amrita, en el colegio y entre las relaciones que rodeaban a su familia se hablaban varios idiomas al mismo tiempo, y la lectura y el aprecio por las artes eran grandes protagonistas de todas esas vinculaciones. Además de la música arengada por su madre, la fotografía fue siempre un campo de exploración siendo su padre un aficionado de la cámara. Y es a fuerza de esa habilidad que la relación entre ambos se sostuvo a pesar de los dolores de cabeza que la niña-adolescente-mujer le provocaba.

No tenía ni 10 años cuando comenzó a dar muestras de un carácter que chocaría bastante con las tradiciones y las expectativas de su entorno: frente a la cúpula religiosa del convento escolar al que asistía se declaró atea, siendo automáticamente expulsada. Y con los años fue abrazando los ideales comunistas primero, profundizando en el socialismo a medida que su experiencia artística se amplificaba. De esta forma se convirtió en la voz representativa de artesanos y artistas locales, lo que la hizo ganar el título mediático de «loba comunista con ropa británica”.

Autorretrato como tahitiana, 1934

A los 16 años, tratando de darle algún tipo de dirección positiva al exceso de energía que la joven tenía, la dejaron mudarse a París para estudiar en la prestigiosa Academia de la Grande Chaumière y en la Ecole des Beaux-Arts. Eran los años 20, así que esa mudanza y ese cambio de educación no solo confirmó y desarrolló su talento, también su pasión encendida por el mundo y las experiencias nuevas, guiadas en gran parte por su despertar sexual y una independencia que se consolidaba en la distancia familiar. Se dice que su iniciación en los retratos fue para dejar testimonio de su lista de amantes, la que incluye hombres y mujeres relacionados a las artes, la literatura y el comunismo.

Si habláramos de estilos de pintura, prácticamente no hay similitudes con Frida. Tampoco en las narrativas más literales. Pero sí las hay en su lugar social y en sus ambiciones ideológicas. Además, ambas, cambiaron la forma de vestirse de las mujeres, escribiendo a través de la ropa un relato que potenciaba el de sus obras. Esa retroalimentación entre su arte y su ser femenino, en un mundo de hombres y condenas no tan invisibles a quienes no sigan las tendencias, transformó la relación de miles de mujeres con la moda, que empezaron a explorar historias, tradición, linajes, priorizar un vestir lo más humanizado posible sin ceder en seducción, elegancia, atrevimiento. 

Autorretrato, 1931

Concentrándonos en las pinturas, sus colores y composiciones están más bien sintonizados con Picasso, Matisse, Braque y Gauguin. De hecho, en 1934 regresa a su país porque “Europa pertenece a ellos, y hay un vacío en mi que tengo que sanar. Solo puedo pintar sobre lo que soy, y soy la India”.

Amrita decidió que era su deber retratar a la gente común, para eso se inspiraba especialmente en las tareas cotidianas, en las rutinas que, a primera vista, son ordinarias. Dedicaba largas caminatas y expediciones por el sur, también se ponía a trabajar a la par de los feriantes. Así, fue construyendo adhesiones populares insólitas para una mujer y, más aún, una mujer artista. Su vinculación con la clase trabajadora la puso en el centro de la escena para los políticos que querían conquistarla. Se rumoreaba, incluso, que llegó a tener un affaire con quien se convertiría luego en Primer Ministro, Jawaharlal Nehru.

Amrita Sher-Gil con algunas de sus obras

Todo ese escenario volvió a enfrentarla con su familia, quienes habían arreglado su matrimonio con un primo húngaro, el Dr. Victor Egan. Por lo que llegado el momento quemaron toda la correspondencia entre ambos para no dejar rastros de una relación que fue verdaderamente fogosa. Y algo de eso se desprende en la propia confesión de la artista, quien nunca llegó a pintarlo porque, según sus palabras, Nehru era un hombre demasiado hermoso para poder hacerlo.

Con todo esto ocurriendo, Victor la convenció de mudarse a Lahore (actual Pakistán), alegando que era la ciudad por donde el arte estaba sucediendo. Se instalaron en uno de los palacios principales y ella montó su estudio en el último piso. Sin embargo, muy poco tiempo después, comenzó con unos malestares que no lograron ser diagnosticados y cayó en coma.

Autorretrato, 1933

Falleció a los 28 años en diciembre de 1941. Nunca se supo exactamente qué pasó, hay muchas versiones alrededor de su muerte. Se habló de un aborto fallido y de tuberculosis, pero su madre convirtió la sorpresa por la temprana muerte en una sospecha concreta: los celos de Victor eran demasiado inmanejables, y como Amrita era tan libre e independiente, con sus prioridades artísticas y su relación con los sectores trabajadores como prioridades, tan seductora y siempre con alguna aventura, él mismo, usando sus conocimientos y contactos de médico, pudo haberle provocado alguna enfermedad a través de diversos medicamentos.

Dejó un legado aproximado de 200 obras, muchas de ellas se exhiben en la Galería de Arte Moderno de Nueva Delhi.


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