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29-11-2019 Ficciones

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Por Facundo Cosentino

“Otra vez”, escuchó en algún lugar lejano de su mente. Había estado a punto de dormirse. Lo cual, sin lugar a dudas, hubiese sido un grave error. Abrió los ojos con esfuerzo y prestó atención al hombre que momentos antes había estado caminando por la habitación, hablando en ese tono de voz monótono que tanto lo caracterizaba, y que ahora se encontraba delante de él, mirándolo con severidad.

La orden fue clara y él la entendía perfectamente, así que se acomodó en el asiento y se dispuso a tocar la pieza nuevamente. Mientras lo hacía, pensaba. Algunas personas pueden considerar como un imposible el pensar al mismo tiempo que se toca un instrumento musical. Más si tal instrumento es el piano, con sus complejidades y características propias. Pero él ya estaba entrenado en el arte de pensar mientras tocaba. La principal razón por la que podía hacerlo, era porque verdaderamente no tenía tiempo para pensar en otro momento del día. La mayoría de las veces, su día se reducía justamente a tocar el piano. Su padre (el hombre que caminaba, escuchaba y hablaba) lo había sentado delante un piano por primera vez cuando tenía cinco años. Recordaba ese momento con cierta ambivalencia, ya que, por un lado, sentía la felicidad que lo había invadido cuando escuchó las primeras notas, pero, por otro, un sabor amargo le recorría el cuerpo, un escalofrío eléctrico lo recorría de punta a punta. Ese había sido el comienzo de todo, y no podía evitar pensarlo de esa manera.

Con el paso de los años la obsesión de su padre llegó a puntos extremos, insanos y propios de la locura. El que él se transformara en un músico de excelencia, se transformó en el principal objetivo de que aquel hombre de mirada penetrante, pelo entrecano y tupidas cejas. “El reloj no importa”, le había escuchado decir innumerables veces; y justamente por eso, no había ninguno presente en el estudio donde ensayaban. Sin embargo, no había logrado acostumbrarse a eso; más allá de que habían pasado diez años desde aquella primera lección, no lograba acostumbrarse al hecho de que el reloj antiguo que antes colgaba sobre la pared central, al lado de la biblioteca, ya no estuviese allí, por lo tanto, cada vez que terminaba de tocar, tenía el acto reflejo de mirar esa pared.

“Estuvo mejor, pero faltan más horas de ensayo”, escuchó que le decía la voz, desde algún lugar perdido en su cabeza. Volvió a la realidad y se miró las manos. Las sentía entumecidas, y sus nudillos estaban hinchados. Levantó la cabeza y miró mecánicamente la pared donde había estado el reloj.  Luego miró por la ventana que daba al patio trasero. Estaba muy oscuro fuera, pero eso no le sorprendía, porque hacía ya varias horas que el sol se había ocultado.

Su padre seguía hablando. Con el paso de los años había dejado de prestarle atención, al menos no de una manera consciente; y al hombre parecía no molestarle en lo más mínimo. Él simplemente quería decir lo que tenía para decir y no ser interrumpido al hacerlo; no se molestaba en notar si su hijo lo escuchaba o no.

Muchas veces había intentado decirle, o por lo menos insinuarle que le dolían las manos, que no quería pasar otra noche sin dormir. Pero el hombre no lo escuchaba, simplemente caminaba y hablaba. Sólo paraba para escuchar las notas que salían del piano al ser tocado.

“Otra vez”, se escuchó la voz de modo imperativo en la habitación, y rápidamente comenzó a tocar el instrumento que tanto odiaba. Su padre estaba en trance. Caminaba y seguía el subir y bajar de las notas con sus manos. Esas manos que no le dolían. Esos nudillos que no se hinchaban. Esos dedos que no se agarrotaban por las noches. Esas manos que le pertenecían, de principio a fin.  Recordó lo que algún día aquel hombre que decía ser su padre le había dicho: “las manos son la extensión de nuestros pensamientos; ellas son las que ejecutan aquello que nuestro cerebro sólo medita”. El joven no sentía que tal afirmación se aplicara a su caso. Sus manos no le pertenecían a él, sino a su padre.

Dejó de tocar. Su padre detuvo su caminar, con sus manos suspendidas en el aire. Movió su cabeza hacia un costado y lo observó detenidamente. “¿Qué pasa? ¿Por qué paraste de tocar?”, dijo con tono severo. El joven no respondió. Simplemente retiró sus manos de las teclas y las miró por un instante. Acto seguido, tomó la tapa del piano con la izquierda, apoyó su mano derecha debajo y miró a su padre. El grito del hombre retumbó en la habitación, en el momento justo en que comprendía lo que el joven estaba por hacer. Pero ya era tarde: la tapa ya había bajado con fuerza. A fin de cuentas, sí eran sus manos.

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