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20-11-2019 Notas

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Por Julián Doberti | Ilustraciones: Tyler Spangler

En un seminario que tuvo lugar en julio de 1998 en Buenos Aires, el psicoanalista francés Jean Allouch afirmaba: “psicoanalizar es hacer posible el olvido. El análisis deberá pues producir un olvido, aunque distinto del que había sido intentado primitivamente y en vano. Hay pues diferentes modalidades de olvido”. 

Luego especifica un aspecto que nos importa. Dice: “el olvido es cuestión de erótica y cuestión erótica”. 

Quisiera desplegar algunas consecuencias de esta formulación a partir de lo que me suscitó el encuentro con una película. 

Se trata de una escena de Antes del atardecer, segunda parte de la trilogía que inicia con Antes del amanecer y culmina con Antes del anochecer.

Los protagonistas, Jesse y Céline, se reencuentran en París luego de nueve años de aquel día y aquella noche que pasaron juntos en Viena. 

En ese encuentro de juventud, producto de una combinación exquisita de azar y de deseo, pasearon por la capital austríaca contándose historias, compartiendo temores y anhelos, jugando y riendo, amándose por primera vez. La película narra cómo el amor entre ellos acontece al modo de una ficción que los va envolviendo en una trama que parece conducirlos por las calles de una ciudad que desconocen, al comienzo, casi tanto como el uno al otro. Lo desconocido, a través de los signos del amor, deviene un modo de interrogación curiosa, una fuente de preguntas tejidas de sensualidad, que cobra intensidad con la perentoriedad de los placeres que se saben efímeros y únicos, en apariencia inolvidables

Y sin embargo, algo fundamental sucede durante el segundo encuentro, en el episodio parisino de la trilogía. 

Mientras pasean evocando lo vivido hace nueve años, él le cuenta a ella que recuerda con mucha nitidez la noche en el parque en la que tuvieron sexo (recuerda, incluso, la marca del preservativo que usó). Ella se sorprende porque, si bien recuerda esa noche, no cree haber tenido sexo. En esa escena argumentan, ambos, conservar plena conciencia de lo que pasó hace nueve años, y las versiones son inconciliables. 

Él se muestra azorado por el olvido de ella: ¿cómo pudo olvidar algo tan fundamental como la primera y única vez que hicieron el amor, tan intrascendente fue? 

Desde cierta perspectiva, se entendería que ese olvido desvaloriza la experiencia sobre la que recae, la vuelve —como se dice de aquello que no merece el menor reconocimiento— olvidable.

¿Y si se tratara de otra cosa? ¿No nos estaremos apresurando a darle a ese olvido un sentido demasiado convencional y, sobre todo, ajeno a la lógica de la ficción a la que pertenece? 

Volvamos a Jean Allouch. En el seminario mencionado al comienzo refiere que “en tanto que no deja huellas, el sexo es una especie de vía directa del olvido y hacia el olvido”. No se trata de que el sexo se olvide por su eventual mediocridad —lo cual también puede suceder, y allí se ubica la confusión de Jesse—, sino de que en el sexo habita, como posibilidad no siempre realizada, un olvido más radical: el olvido de sí y del otro, o mejor, el olvido de las fronteras entre los cuerpos que permitirían distinguir al sí mismo y al otro. Esa radicalidad es acentuada por el hecho de que, al olvido que tuvo lugar en la experiencia, lo redobla el olvido sobre la experiencia misma, en una relación que connota los pliegues paradojales de la banda de Moebius, en la que tampoco es discernible con precisión un adentro de un afuera, un interior de un exterior. 

Insiste el analista francés: “la cuestión del sexo no es entonces, como lo pretende el psicólogo, la de la identidad sexuada de cada uno (…) La cuestión sexual es en verdad más bien la de una despersonalización, la de saber cómo cada uno encuentra el camino, la posibilidad de una pérdida de identidad”. 

Ese camino, esa posibilidad no está dada, no es predecible ni calculable. A eso se refería Lacan cuando sostenía su famoso aforismo de la no relación sexual, o cuando Freud llama castración a lo que permite que exista un sujeto deseante. Si no hay relación sexual, si hay castración, falla, desvío, un olvido es posible. Y ese olvido es sexual. 

¿Cómo pensar ese olvido sexual, esa forma tan particular del olvido que disuelve la identidad en una entrega sin garantías, que suspende toda voluntad de dominio, que se aproxima a la angustia y se desvanece en el instante en que parecería sumirnos finalmente en el abismo, entrevisto en la bruma erótica, de una muerte deliciosa? 

Tal vez se trata del modo en el que acontece el amor. Un amor que no es concebible sin olvido, sin olvidos. En este sentido, resulta pertinente el siguiente planteo de Roland Barthes en sus consideraciones sobre el discurso amoroso: 

“¿Qué quiere decir ‘pensar en alguien’? Quiere decir: olvidarlo (sin olvido no hay vida posible) y despertar a menudo de ese olvido”.

El amante que despierta a menudo del olvido del amado quizás explique cierta proximidad entre el enamoramiento y algunos insomnios: la evitación del dormir como síntoma —necesariamente fallido, aunque persistente— de la intensidad de esa vigilia enamorada, de su obstinación perversa, de la dolorosa imposibilidad de sustraerse de ella para el reposo. Al fin, el alivio del sueño permite un leve descanso que no extingue el amor, un olvido de sí que permite seguir amando. Como lo descubrió un poeta, el amor está en el mundo para olvidar el mundo.

Mientras escribo estos párrafos reconozco un deslizamiento, no del todo voluntario, entre sexo y amor. No es arbitrario. El sexo como vía del olvido y hacia el olvido, como acontecimiento ligado a una pérdida de identidad, se enlaza al amor en el punto donde la castración está en juego. Que la castración esté en juego significa que, allí donde ese olvido existe, hay una entrega sin certezas al otro, e invención de sentidos nuevos, imprevisibles.  Por eso Lacan pudo decir una vez que “hacer el amor es poesía”.

Cuando Céline dice no recordar haber hecho el amor esa noche, afirma y localiza un olvido. No reniega de esa noche, introduce la posibilidad de olvidar.

¿Por qué habría de recordar en vez de olvidar? ¿No puede ser el recuerdo una forma indecorosa de atesoramiento de lo vivido, un modo solipsista de gozar del pasado? 

El olvido, ¿no es acaso un homenaje mejor del amor, en la medida en que sólo puede reconocerse como tal a través de un otro —nunca cualquier otro— que lo significa? 

Jesse reconoce ese olvido, lo sanciona como tal, porque le concierne. Y, en ese movimiento, el olvido se transforma en un don de amor, que tiene relación con el final de la película.

Quisiera concluir con algo que Marcelo Percia escribió en su libro Deliberar la psicosis de un coraje clínico que merece destacarse: “se podría decir que el abismo que separa a los amantes está atemperado por el trazo de un puente. Un puente que se agarra de ausencias”. 

Un puente que se agarra de ausencias, sí, pero también de olvidos que propician despertares. 

Si el sexo es un hacer que no deja marcas, ese no-dejar-marcas libera al cuerpo del agobio del tiempo; abole el tiempo tortuoso de la memoria. 

Si esa rigidez de la memoria cae, si esa fijeza del pasado se atenúa, otros tiempos son posibles, otros encuentros, otros amores.    

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