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Por Germán Beloso
Cuando Kafka termina de redactar lo que hoy conocemos como Carta al padre, le entrega esos papeles a la madre para que oficie de intermediaria. De ese episodio, el narrador de El hijo judío de Daniel Guebel, una novela que se prefigura como autobiográfica, con un narrador homónimo, arma una hipótesis: Kafka quería efectivamente que sea la madre y no el padre quien leyera esa carta que oficiaba como develamiento del monstruo, del tirano con quien estaba casada. A partir de esa interpretación, y por lo tanto de ese gesto de intención desviada que supuestamente habría hecho Kafka, se pueden reconocer en la novela de Guebel diferentes escrituras.
La escritura como construcción. Escribir al padre
La idea de carta pone en juego la acción de escribir a alguien, de escribir para alguien, pero dejemos de lado este sentido de intención destinada, y pensemos la escritura como acción de crear algo, como construcción. Entonces obtendremos esta otra idea: escribir al padre es una arquitectura de la memoria a partir de episodios seleccionados del pasado, que en varias ocasiones desestabilizan y desmienten la imagen construida de padre odioso y violento. Tanto Daniel (el narrador) como Kafka construyen a su padre a través de la escritura. Y es inevitable entonces que surja la pregunta: ¿los recuerdos que tenemos del pasado tienen su correlato en la realidad? La construcción del pasado a través de la memoria resulta siempre ficcional. De hecho, ¿no es eso mismo lo que estaría afirmando de manera implícita el narrador cuando dice que la Carta al padre es la mejor obra de Kafka?, ¿no está operando un deslizamiento al desplazar ese documento biográfico a la zona ficcional? El narrador va construyendo la imagen del padre violento, omnipotente, descalificador, sin embargo unas fotografías en las que se ve a sí mismo con sus padres, sonriendo y al parecer feliz, le hacen preguntarse: “¿Qué cuento siniestro estoy contando entonces?” Pero es así, la realidad no puede invalidar la realidad de los sentimientos, entre una y otra hay siempre un diálogo con gran pérdida de información. La realidad es un objeto maleable observado por infinitos ojos con infinitas afecciones oftalmológicas.
La escritura como refugio y acercamiento
A su vez, escribir, tanto en El hijo judío como en Carta al padre, es síntoma del silencio, es decir, la violencia paterna ha hecho de Daniel y de Kafka personas sumisas, silenciosas, introspectivas, y frente a la imposibilidad de hablar con el padre (que siempre bloquea, reprime, anula) la escritura sirve entonces para canalizar los sentimientos, para establecer un diálogo a través de la escritura. De modo que hay en ella un territorio donde es posible la autoafirmación y el refugio: la escritura como espacio vital. Y a su vez, en el caso de Kafka, escribir para ser leído por el padre, como una forma de ser reconocido por él, de que al menos sus ojos se posen en el cuerpo textual que se le acerca. La escritura tiene esa doble particularidad, la de acercar a un otro la interioridad de un cuerpo y a la vez acercar a través del cuerpo de la escritura el cuerpo mismo. Cuando ese cuerpo no se lee, es un cuerpo ignorado, no querido, no deseado, por lo tanto es otro tipo de violencia, la violencia por omisión. En este punto tan íntimo, en el que Kafka se distanciaba un poco más de su padre porque este anulaba incluso ese pequeño jardín que su hijo intentaba construir con su literatura, el narrador de Guebel pudo conectar con su padre, quien le pedía los manuscritos para poder leerlos e incluso devolvérselos con pequeñas correcciones sugeridas. Sin embargo, Daniel no escribe esto para que lo lea el padre.
Claro que el paso previo de la escritura es la lectura, y por ende la literatura tiene aquí también su lugar. Ambas funcionan para Kafka y Daniel como espacio de amparo, como mundo interior que los aísla de la violencia paterna.
“Tal vez mi padre [dice Daniel] podía leer mis pensamientos o deducirlos de mis acciones. Pero lo que no fue capaz de hacer, debido a la velocidad e intensidad con que me sumergí en la lectura apenas aprendí a leer, era seguirme por ese territorio”. Al igual que en Kafka la literatura es un zona que acoge a los refugiados, aun dentro de la vastedad territorial del padre: “Lo que ya tenía algo más de fundamento era tu inquina hacia mi dedicación a escribir y todo lo relacionado con ella, por más que te fuera desconocido. En este terreno sí que me había separado un poco de ti por mis propios medios […]. Me sentía hasta cierto punto seguro, podía respirar” (Carta al padre).
Leer los cuerpos
La violencia física instala un miedo y ese miedo un estado de alerta, que consiste en estar atento y leer los gestos, los cuerpos, los movimientos. Ese miedo perdura, aun cuando la violencia física haya desaparecido y haya mutado en violencia verbal. Kafka y el narrador leen, entonces, para interpretar y anticipar la violencia, para descifrar al padre, para comprender su sintaxis corporal. Esa metáfora aparece constantemente: leer la mente de la madre, interpretar el lenguaje de los malestares o el tipo de vínculo establecido entre su madre y su padre, que por cierto Daniel no pudo vislumbrar en su momento sino a la distancia, porque en definitiva, también la madre formaba parte de lo que el narrador llama el “mecanismo del horror”: “como no sabía interpretar la clase de alianza establecida entre mi madre y mi padre y que se articulaba bajo la figura del castigo al hijo, como no llegaba a discernir el papel de mi madre en la situación y la creía una víctima más, atribuía a mi padre todas las potestades del maltrato”.
La escritura de la culpa
Tanto en la Carta al padre como en la novela de Guebel, el hijo busca el afecto del padre, su reconocimiento. A cambio, ambos reciben violencia. Esto genera culpa. El hijo se siente culpable del malestar de su padre, de sus enojos, de su ira, de su desprecio. Una culpa doble puesto que escribir sobre eso es hablar mal del padre y «Maldito sea aquel que no puede hablar bien de su propio padre» (San Jonás, I:3) reza la cita que cierra uno de los capítulos de la novela. Quizás por eso mismo, por el sentimiento culposo, es que el narrador en varios pasajes despliega recuerdos negativos sobre su progenitor, también sobre su madre, y en el mismo acto desbarajusta lo dicho poniéndole un halo de duda a la veracidad de su memoria: “Quizá estoy inventando…”, “Exagero, desde luego…”. Como si al fin y al cabo el narrador no pudiese soportar esa imagen que realmente está en su memoria, que vivenció su cuerpo. Como si para alivianar la culpa necesitase adulterar la imagen del padre que “socialmente” está ofreciendo. Pero a su vez se reafirma en sus dichos con otra cita, que también cerrará un capítulo posterior: “Maldito sea quien se siente impedido de hablar mal de sus padres, porque no está dispuesto a sacrificarse y hacer lugar a sus hijos” (San Fermín, II, 8). Ambas citas, al parecer, son falsas, pero poco importa, muestran la marejada de sentimientos de alguien que frente a la inminente muerte del padre sabe que pese a todo tendrá “que decirle que fue un buen padre, el mejor padre posible” para su hermana y para él.
La escritura exegética
Pero quizás se trata tan solo de un vaivén de sentimientos encontrados que afloran en medio de un presente perturbador. Porque el presente de la escritura del narrador convive con las visitas a su padre enfermo y anciano. Un cuerpo demandante que le exige las atenciones afectuosas que él como padre no dio a su hijo. Un cuerpo débil que aun así no deja de aprovechar la lengua para herir, para juzgar, para maltratar a las enfermeras. La escritura aquí es también un ejercicio de exégesis de su padre, de su madre, de la violencia. La escritura es un montaje y desmontaje de recuerdos que intentan ajustarse a cada rato. De la madre dice por ejemplo: “A lo largo de estas páginas la pinté con los colores de la inconciencia, la crueldad y el egoísmo, y recién ahora puedo entender que las cosas no fueron tal como las conté, recién ahora entiendo lo muy unido que estuve a ella, lo mucho que la amé y me compadecí de su suerte, al punto de que estuve decidido a morir con ella, o morir por ella, si tal cosa hubiese sido necesaria”.
En fin, El hijo judío de Daniel Guebel, novela que este año ha recibido el Premio de Crítica de la Feria del Libro, nos adentra en la complejidad de las relaciones familiares a través de una madeja de sentimientos profundos, por momentos oscuros, que filtran la escritura y la vuelven múltiple, muchas escrituras contradictorias coexistiendo para dar cuenta del fracaso de la comunicación, del dolor silenciado, de las palabras tardías y del tiempo perdido, también de la posibilidad de no dar continuidad a la herencia, a la violencia educada.
Etiquetas: Daniel Guebel, Franz Kafka, Germán Beloso, Literatura, Padre