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11-11-2019 Notas

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Por Marina Esborraz y Luciano Lutereau

1.

El prejuicio más obstinado es creer que se puede hablar como analista, como si éste no fuera “ese” o “aquel”. Y no se trata de la persona del analista, sino de que tengamos que adivinar desde dónde somos escuchados, porque hablar lo hacemos desde algún síntoma. Todo lo que podamos decir sobre la función del analista es sintomático. 

“Yo, como analista, pienso que” es el enunciado de la mala fe por excelencia. Se podría traducir como que cada analista adapta el psicoanálisis a su síntoma, le hace decir su singularidad. Y hay quienes usan sus síntomas de manera más interesante que otros.

2.

Hace unos años, más o menos, íbamos a presentar el libro de Gérard Pommier ¿Qué quiere decir hacer el amor? y nos encontramos antes a tomar un café. Entonces él contó una anécdota muy linda: que en cierta ocasión Lacan se equivocó su nombre cuando estaba acostado en el diván. Entonces él se molestó, pero Lacan le dijo “¿Por qué no podrías ser otro?”. Fue muy divertido cómo lo contó, como si esa intervención todavía lo acompañase.

Luego en el auditorio recordó que, en otra situación, cuando le contó a Lacan que iba a ser papá (en uno de sus libros esta coyuntura está narrada como si fuera de un paciente), aquél le preguntó “¿Y está contento?”. Otra vez, qué genialidad. En lugar de felicitarlo –como se supone que corresponde–, la pregunta. 

Estas dos anécdotas cuentan muy bien cómo trabaja un analista, de modo simple, sin tanta franela teórica. Una intervención que no concede el reconocimiento narcisista, otra que apunta al deseo tras el acto. Y lo mejor del análisis, con un analista que se confunde, tropieza, ¿quién no se avergonzaría de equivocarse el nombre de un paciente? Pero ahí estaba Lacan, para jugar con eso que a nosotros podría sintomatizarnos. 

Estas anécdotas muestran un analista vivo, en una época en que nos la pasamos diciendo qué hay que hacer para ser “buen” analista, cómo se escucha, quiénes son y quiénes no, por no hablar de los que no hacen más que justificar teóricamente su práctica. 

3.

Hay una situación típica en quienes hacen clínica con niños: la incomodidad en el trabajo con los padres. La razón es simple: nadie puede hablar como analista sino desde un síntoma y si éste tiene una raíz infantil, entonces, trabajar con quienes son nombrados como “padres” inmediatamente nos pone en lugar de niños. Por eso esa incomodidad tiene una función tan importante, porque instrumentalmente puede ser muy útil para ubicar coordenadas del caso. Es preferible al otro modo de situarse como analista, ya no desde el síntoma sino identificándose con el ideal. Así se produce lo peor, porque se destituye a los padres de su lugar. Se sugestiona, en lugar de analizar. 

El indicador clínico que demuestra esta circunstancia es el alivio que sienten algunos practicantes cuando uno de los padres falta a la entrevista; así queda expuesto que el lugar infantil ante los padres depende de la escena primaria. Según cómo cada analista haya atravesado (y analizado) esta fantasía, es que podrá tener más o menos capacidad de maniobra en el trabajo analítico con los padres de sus pequeños pacientes.

4.

Autorizarse como analista no es creerse analista, sino autorizarse como deseante. Hoy hablábamos de esto con una colega con la que notábamos esa modesta incomodidad con que a veces se le dice a un paciente que “tal semana no estaré por un Congreso” en lugar “me voy de viaje con mi pareja”, o cualquier otro aspecto personal, como una forma de esconderse ante la mirada de un ideal analítico. Autorizarse como analista es autorizar una posición sexuada, no un “ser” (analista), en ese sentido el deseo del analista puede ser sostén para que el deseo del neurótico no sólo se irrealice en la fantasía. 

5.

Para la generación anterior, formarse como analista era equivalente a ser lacaniano y esto último no era distinto a estudiar Lacan (un formación asegurada en el saber y en el comentario de una obra). Diferentes situaciones –que podríamos analizar– hicieron que, para la generación que viene, este criterio de formación se esté descascarando. En pocos años habrá un psicoanálisis completamente diferente. No es bueno ni malo, es lo que está pasando. Suponemos que los que quieran seguir siendo lacanianos tendrán que serlo por motivos clínicos y no dogmáticos, los que quieran hacer otra cosa no sentirán que son no-lacanianos, los que se aferren a la fundamentación teórica sin dar cuenta de su práctica quedarán en el camino, los exultantes tendrán su minuto de fama, los que ya rompieron la antena empezarán a hablar de arte, historia, política y/o filosofía, todo mezclado con psicoanálisis, los que puedan leer mejor la experiencia podrán escribir algunos libros que permanecerán, en fin, lo que pasa cuando las cosas cambian, que se empieza a hablar de otro modo y se respira otro aire.

6.

Hablar es un acto de amor. Sólo hablamos por amor, lo demuestra que con el tiempo nos importa más que el otro nos escuche que lo que tenemos que decirle. La palabra no es un intercambio de información. Lo muestran los niños que se irritan con los adultos que no les prestan atención (cuando les decimos “Dale, jugá solo un rato”) y los pacientes que después de un tiempo de análisis nos dicen “Ya no sé qué decir” o “No sé de qué hablar hoy”. Muchos creen que eso indica una pérdida de interés en el tratamiento, pero es todo lo contrario: ahí empieza el amor que Freud llamó “transferencia” y hablarle al analista se vuelve más importante que cualquier relato de un síntoma. Ahora el síntoma es la relación con el analista. 

Y algunos no bancan ese amor y necesitan interrumpir, porque amar les cuesta mucho, ¿quién podría juzgarlos? Por algo vinieron a vernos. Otros pueden soportar mejor esa mezcla de amor con sentimiento de dependencia que implica el análisis y, algún día, dejarán de ser dependientes. Otros se vengan de ese amor y, por ejemplo, ya no quieren hablar de nada, para no darle el gusto al analista (¡Ni un sueño para vos! ¡No te merecés mi inconsciente!); otros se enojan (como cuando le tiraban del pelo a la chica que les gustaba) y así cada quien va encontrando su modo particular de analizarse, porque el análisis es, sobre todo, análisis del modo en que amamos, es decir, de nuestra forma de hablar.

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