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04-12-2019 Notas

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Por Luciano Sáliche y Federico Capobianco

I

El cursor que titila en la hoja en blanco marca nuestros latidos. Uno podría detenerse a mirar toda la tarde cómo aparece y desaparece con una regularidad perfecta. Pero no hay tiempo para eso. La hoja en blanco —ese cliché del escritor eclipsado por su falta de creatividad—, nos excede. Los que hacemos Polvo solemos sentarnos frente a escribir cuando algo en el pecho nos lo exige. No hay vueltas: el tema, el conflicto, la verdad aparecen y nos revolucionan el cuerpo. Entonces no nos queda otra que prender la computadora, abrir un documento en blanco y teclear hasta que la ansiedad desaparezca. 

Ustedes no tienen porqué saberlo pero Polvo es una revista que se hace de puro capricho. No hay una estructura publicitaria de fondo que motorice un mecanismo económico que pueda retribuir el trabajo vertido. No es orgullo, por el contrario, es la falencia que nos constituye. ¿Cómo sostener una revista remunerada que mantenga su mirada crítica mientras la economía en decadencia permanente no hace otra cosa que concentrar los recursos económicos —e ideológicos— en la prensa tradicional? ¿Cómo crear contenido cuando el rigor fue engullido por la farsa artística neoliberal? ¿Qué significa, entonces, hacer Polvo por pura gana, por puro capricho, por puro “amor al arte”?

No tenemos respuestas. Aprendimos a convivir con la incertidumbre. Nos lanzamos a la lucha de ideas como quien se lanza al mar desde un acantilado sin saber qué tan profundo está el fondo. Todo empezó en un bar de Chivilcoy, año 2014 —¡éramos tan jóvenes!—, un grupo de amigos bebiendo y hablando boludeces. Así arrancan las mejores cosas, ¿no? No había nada que perder. Convenimos tres ejes: 1) corrernos del academicismo soporífero; 2) pensarnos desde una periferia geográfica; 3) y empuñar la crítica como espada anti dogmatismos. Sólo eso teníamos en claro. El resto fue improvisar.

II

Encontramos en esta web sencilla y minimalista un espacio que nada tiene que ver con las exigencias utilitarias y funcionales del mundo que odiamos. Un poco de periodismo, un poco de ensayo, un poco de ficción, un poco de todo. Encontramos la vía para canalizar nuestros deseos y nuestras eróticas. Siempre nos pareció ambicioso el término contracultura o vanguardia o resistencia. Con el tiempo le perdimos el miedo al lenguaje, entonces lo usurpamos e hicimos de esas palabras nuestros banderines. Un grito en cielo. Una mueca de odio. Una sonrisa resentida. Ya que nada tenía sentido, tuvimos que construir alguno.

Atravesamos el macrismo de pe a pa: revolución de la alegría, optimismo hardcore, fascismo retórico, policía salvaje, victimización, maquillaje, desideologización y derrota. Sobrevivimos a nado autogestivo en el tumultuoso río del periodismo digital. El contexto siempre fue negro, como el fondo del río, tan negro que si lo miramos nos hundimos; por eso, para mantenernos a flote, nunca dejamos de movernos. Entonces nadamos, sin orillas cerca, hacia eso que vimos allá, a lo lejos —y todavía lo vemos—, un resplandor, una luz, las llamas, el fuego. Allá vamos.

A cada brazada que dábamos, a diferencia de lo que cualquier supondría, nos alejamos de la soledad o, para decirlo en mejores palabras, nos encontrábamos más acompañados. El lector, esa entelequia monstruosa, empezó a materializarse de a poco. ¿Qué mierda es esto?, pensamos. Lectores. Ok. Las redes sociales posibilitan esa comunión, sin embargo es imposible no desconfiar. ¿Qué significa la masividad? Un objetivo, por supuesto, es cosechar la mayor cantidad de lectores posibles, pero ¿a consta de qué? Si todo lo mainstream nos provoca arcadas. Hay excepciones, por suerte. ¿Queremos ser la excepción? ¿Qué tipo de lectores sembramos? ¿A quién le hablamos?

III

Seguimos nadando. Mientras tanto, las condiciones de vida se vuelven cada vez más precarias a la vez que personajes cómodos insisten en convencernos de que emprender y autogestionarse es la que va porque el sueldo fijo es un corrosivo de la creatividad. Pero seguimos nadando, alimentando lo primero con lo segundo y, con el lomo tajeado por la explotación, escupimos el caldo de la meritocracia, de la autoayuda, de la ley de la selva, de toda esa mierda aspiracional y seguimos nadando. ¿Quién va a deternos? 

El mundo se cae a pedazos, pero siempre hay resistencia. No queremos épica, no queremos “llegar”, sólo nos importa sacarnos de las entrañas esta ansiedad narrativa. Entonces, prendemos la computadora, abrimos un documento en blanco y tecleamos. Pasaron cinco años ya. El fuego, aún está lejos, pero lo vemos, allá. Y nos fascina. 

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