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11-12-2019 Notas

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Por Santiago Berisso

Sobre la mesada que divide la cocina del living en la casa de un amigo, reposa un ejemplar de No leer, de Alejandro Zambra. En el centro de su tapa preponderantemente negra hay un gato con la mirada posada en un libro abierto. Me acerco al libro, lo agarro y por alguna razón decido confesar –no sin cierto calor– una suerte de obsesión que tengo a la hora de dejar libros sobre superficies. Sospecho que decir que no puedo sería tomar con ligereza el concepto de trastorno obsesivo compulsivo, sin embargo sí reconozco que, definitivamente, prefiero ubicar los libros tapa abajo, en el intento de resguardar su frente, su presentación ante el mundo, frente a una taza de café distraída o cuanto recipiente cercano se vea afectado por algún imponderable. 

Con otro libro en mis manos, días más tarde, entro en razón. A ese exceso de prevención se le presenta un obstáculo evidente, que es del enemigo del papel que no mancha, sino que abraza en el afán de dejar nada donde antes había un libro. No hay método que pueda ofrecer asilo al libro ante a la milenaria y copiosa llama, que aprovecha su flexibilidad para inmiscuirse entre los pliegues, así como no lo hubo para los cuatrocientos mil libros que ardieron la mañana de 29 de abril de 1986 en la Biblioteca Central de Los Ángeles, en lo que es, al día de hoy, la mayor pérdida registrada en una biblioteca pública en la historia de Estados Unidos.  

Resulta desconcertante que el fuego que se llevó consigo cientos de miles de ejemplares de la biblioteca pública Bertram Goodhue –inaugurada en 1926 y reabierta a su comunidad en 1993, tras seis años y medio de obra– sea el mismo que hoy nos regale un libro: el que cuenta su historia. En La biblioteca en llamas (2018), la periodista Susan Orlean, integrante del staff de The New Yorker y autora de Sábado por la noche y El ladrón de orquídeas, logra detectar y desmenuzar el carácter hipnótico que reúne al libro con el fuego, y la posibilidad que tiene cada uno, a su manera, de contar una historia y congregar.

Incendio en la Biblioteca Central de Los Ángeles, 1986

Como si quisiera replicar la abundancia que puede albergar una biblioteca pública, la periodista logra contar muchas historias, de manera fragmentada, yendo y viniendo en el tiempo, capítulo a capítulo, a partir de los datos y testimonios de bomberos, bibliotectarios y autoridades municipales, recabados en torno a un incendio que tuvo la particularidad de ocurrir el mismo día en que un reactor explotaba en la central nuclear de la ciudad de Chernóbil, y robaba la atención de todos. 

Al día de hoy sigue sin haber certezas sobre si se trató o no de un incendio intencionado: la falta de pruebas con que se enfrentó la investigación policial a la hora de querer encontrar un responsable en la figura de Harry Peak –un joven apuesto de pelo rubio, nacido en Misuri, que amaba llamar la atención de todos, que buscó desarrollar una carrera actoral en Hollywood, que no logró desarrollar ninguna carrera actoral en Hollywood, que decía haber charlado una vez con Burt Reynolds, y que falleció a causa del SIDA en abril de 1993– derivó en un largo fade out que no logró enviar a la cárcel al principal sospechoso de haber originado el siniestro.  

El incendio de 1986 funciona como disparador de un paseo a través del cual recorremos los distintos pasillos y sectores del edificio angelino que, al día de hoy, más de treinta años después, deja percibir entre algunos de sus libros el humo del gran incendio, según cuenta Ken Brecher, director de la Fundación para las Bibliotecas de Los Ángeles. A los ejemplares quemados, se sumaron cerca de setecientos mil más que se malograron, ya sea por el fuego o el agua, o ambos, lo que significó una carrera contra el tiempo para evitar que el moho se instale en el papel: eso lo haría insalvable. Una empresa con más buena voluntad que otra cosa, obligada a recurrir a la industria de procesamiento de pescado de la ciudad, que puso a disposición todos sus depósitos para el congelamiento de los libros, en lo que sería la primera etapa del operativo salvataje de la mayor parte de la colección posible.

Susan Orlean

El viaje, a su vez, se emprende a nivel histórico, ya que la autora revisita la labor de figuras emblemáticas para la biblioteca en cuestión, como es el caso de Charles Lummis, un lector y escritor excéntrico, apodado “Sombría realidad”, que, a fines del siglo XIX, partió de Cincinnati (Ohio) hacia Los Ángeles a pie, y que luego se caracterizaría tanto por sus excesos, conflictos extramatrimoniales, como por una gestión abocada a la inclusión y la difusión de la lectura y el conocimiento; Mary Foy –con dieciocho años se convirtió, en 1880, la primera bibliotecaria a cargo de una institución en los Estados Unidos–, y Tessa Kelso, periodista que, años después, se hizo con la dirección de la entidad e impulsó las primeras ideas de descentralización en materia del acceso a la bibliografía, además de sembrar una semilla en la que Orlean hace hincapié y tiñe el espíritu de esta obra: “Creía que una biblioteca podía ser algo más que un depósito de libros. Creía que debía ser el centro educativo y de entretenimiento de la ciudad”. A lo largo del libro, se nos plantea por qué aún hoy vale la pena pensar en la utilidad de las bibliotecas, qué han significado en distintos pasajes de la historia y cómo, en muchos rincones del planeta, permanecen erigidas, fundamentales para el acceso a una información a veces básica; otras, algo más esquiva.        

En un presente enamorado del consumo ansioso y permeable a cuanta distracción se interponga en el camino, La biblioteca en llamas invita a frenar el andar, recordarnos que ya se ha vaticinado la extinción de varios formatos y hábitos que hoy siguen existiendo, que no pocas prácticas culturales han tendido a la complementación más que a la aniquilación de sus predecesoras. A partir de ello se inicia el juego de pensar y repensar qué labor deben cumplir las bibliotecas públicas en la actualidad, qué carta deben ofrecer a sus comunidades, lo que en parte no es otra cosa que ser aquello que esas mismas comunidades pueden pedir, sugerir o exigir a ellas, como espacio público que son.   

A riesgo de trazar una síntesis falible, considero que es probable que la sala central de una biblioteca pública ofrezca una imagen elocuente, fiable, de aquello de lo que está hecho el entramado social de esa comunidad, del color con que se tiñen sus vínculos, su tolerancia a la calma, así como su interpretación de la soledad, el ritmo y la calidez. 

“Las bibliotecas públicas en Estados Unidos –explica la escritora norteamericana– superan el número de establecimientos de McDonald’s y duplican el número de librerías. Las bibliotecas están pasadas de moda, pero su popularidad ha crecido entre los menores de treinta años. Esta generación más joven utiliza las bibliotecas en mayor número que lo hacen los estadounidenses más mayores, y a pesar de que han crecido en un mundo digital, casi dos tercios de ellos creen que en las bibliotecas hay material importante que no está disponible en internet”. La biblioteca en llamas puede ser comprendido no solo como un homenaje a todo lo que puede generar la lectura en la existencia de una persona, sino también como una reivindicación –exenta de romantización– de las bibliotecas públicas como sitios cargados de identidad, pero sobre todo de la ciudad de Los Ángeles, frecuentemente reducida al engominado Hollywood por el ojo turista promedio.  

«La biblioteca en llamas», de Susan Orlean

Por alguna razón, las bibliotecas públicas, a lo largo y ancho del territorio estadounidense, continúan siendo trascendentales para una gran cantidad de personas; lejos de ser meros rincones propicios para la lectura o el encuentro con ciertos textos, funcionan como puntos de reunión, recreación, aprendizaje. A veces, no son más que un lugar de resguardo para aquellos que no lo obtienen afuera. El último censo realizado en Los Ángeles indica que son cerca de 60 mil las personas que viven allí en situación de calle. Y en ese aspecto radica uno de los principales desafíos de la Biblioteca Central. En diálogo con la periodista, John Szabo, bibliotecario de dicha ciudad, reconoce que piensa acercar al concejo municipal el pedido de subvención de un programa mensual en la biblioteca para la integración de indigentes. 

Consciente de que entender la naturaleza de una biblioteca en los tiempos que corren implica hablar no sólo de audiolibros, sino también de la ubicación de puestos para bicicletas, programas de bachillerato online o de vacunación contra la gripe, ya por el año 2005, Szabo imaginaba que una biblioteca, en un futuro, debía ser “una fusión entre universidad popular, centro comunitario y base de información, vinculada felizmente a Internet”. 

“El compromiso con la inclusión –remarca la autora– es tan poderoso que muchas de las decisiones relativas a la biblioteca se apoyan sobre la idea de si una decisión concreta puede o no suponer que la gente sienta que ya no es bienvenida”. Ahora, Szabo se debate dónde colocar una colmena de abejas, si en la sala principal de lectura o el tejado, mientras otros, seguramente, se desviven en el anuncio de un nuevo futuro en el que, ahora sí, ya no habrá bibliotecas públicas. Es probable que, en definitiva y como en muchos otros casos, eso dependa de la versatilidad que ellas quieran adoptar, del oído que quieran prestar a sus usuarios y del lugar en que quieran ubicar al libro objeto en su estructura. No sólo un espacio para el ejercicio de la memoria o el acceso a la cultura, acá, una biblioteca, envuelta en llamas durante siete horas y treinta y ocho minutos, dio cuenta de que, además, puede transformarse en un mundo entero, si se practica la curiosidad.      

La biblioteca en llamas
Susan Orlean
Temas de Hoy, 2019
400 páginas

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