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06-12-2019 Ficciones

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Por Luci Rennella

Todos los domingos, sin excepción, por la esquina de mi casa pasa una señora de pelo largo y cara apagada. Lleva consigo una caja, y nadie sabe bien qué contiene. Su marido murió hace 10 años de un ataque al corazón en plena avenida Cabildo. Tenía la misma caja entre sus manos y lo primero que hizo Susana —así se llama— al enterarse de su muerte fue ir directo hacia ella y procurar que nadie la abriese. No le importó su marido. No lo veló, ni siquiera lo identificó, de eso nos encargamos los vecinos.

A Susana todos le tienen miedo. Pero yo la espero siempre, alrededor de las 4 de la tarde, en la esquina de mi casa, porque si algo sé de ella es su recorrido. Primero pasa por el kiosko del tucumano, después por el parque Las Heras, y hacia el final le da una vuelta a mi manzana. No sé que tiene con mi manzana. Menos qué tiene en esa caja.

Lleva consigo un olor putrefacto. Los chicos que juegan a la pelota en la calle salen corriendo cada vez que la ven, y las jubiladas guardan sus reposeras y se meten en las casas. El único que queda en la cuadra soy yo. La espero, mientras camina a paso lento, como hipnotizada, pero nunca me ve. Yo no me tapo la nariz, y a veces hasta le sonrío. Tampoco me muevo, es más, intento ponerme en su camino, pero me esquiva, me ignora, y eso me enfurece.

Quiero sacarle esa caja. Es lo que todos queremos. Antes estudiaba, pero ahora no tengo tiempo: mis días pasan y sólo pienso en las infinitas posibilidades de lo que puede haber en su interior. La esposa del Jorge dice que una vez llegó a ver una especie de tripa asomando por los bordes. Hay otros que la creen bruja o chamana, y aseguran que en la caja guarda hongos o patas de conejo.

Una vez me animé a ir a su casa. Queda al fondo del barrio, en la parte más oscura, donde las calles son de barro y los perros callejeros apenas pasan. Sabía distinguirla porque era la única sin vecinos; estaba rodeada por terrenos baldíos casi selváticos, donde ni la municipalidad se animaba a meter pie. Así todo, con un jardín cuidado, y un pequeño sendero que conducía hasta la entrada, la casa parecía una más. Al menos desde afuera.

Me acerqué despacio. Era de noche y no quería ser confundido por un ladrón. No había pensado bien qué decirle, intentaría sacarle tema de conversación hasta llegar a preguntarle por la caja. Pero al pasar el jardín, y tocar la puerta algo extraño pasó. El ruido de mis manos contra la madera no sonó. Tampoco mi voz cuando una mujer en el interior preguntó quién estaba afuera y quise contestar mi nombre, que era un vecino y quería conocerla. Nada salía de mi boca y tampoco escuchaba mis pasos al alejarme corriendo hacia la calle.

Recién en la entrada, al mirar hacia atrás, la vi a Susana parada frente a la puerta, gritando de una manera horrible. Su cara estaba más demacrada que de costumbre y su cuerpo se agitaba; entre la oscuridad atiné a ver la caja en su mano derecha, esta vez abierta.

Corrí todo el trayecto de vuelta a casa y me prometí no volver a esperarla ningún domingo más. No volver a pensar más en ella, ni en esa voz que no parecía venir de su interior.

Pero al día siguiente había muerto.

Fue justo después de su ronda. Dijeron que esta vez no llevaba la caja consigo, tenía cortado el pelo, y no olía a podrido. Susana ya no era Susana y por eso no me sorprendió su muerte.

La caja no apareció más y así mi vida terminó de irse cuesta abajo; empecé a ir a todos los mercados de pulgas de Buenos Aires tratando de encontrarla. Dejé de ducharme, de afeitarme, de cortarme el pelo. Necesitaba encontrar esa caja. Con o sin tripas, con o sin patas de conejo.

Pero ahora ya no tengo tiempo. Solo los domingos, que paso por el kiosko del tucumano, después por el parque Las Heras, y por último le doy una vuelta a mi manzana. No sé por qué los chicos que juegan a la pelota en la calle salen corriendo cada vez que me ven, y las jubiladas guardan sus reposeras y se meten en sus casas.

Yo solo estoy buscando la caja.

* Imagen de portada: «The sensational news» (1926) de René Magritte

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