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16-12-2019 Notas

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Por Luciano Lutereau y Marina Esborraz

1.

En el mito freudiano, el niño y la niña miran sus genitales y él cree que tiene y ella no. La castración es, entonces, asunto de creencia y no de órganos anatómicos. 

El varón cree en lo que tiene, aunque sea poquito le da aires de falo. Esa creencia en el falo se expresa, por ejemplo, en la necesidad masculina de afirmar su narcisismo. Aunque sea una tontería, lo dice con convicción. Así afirma que tiene, aunque más no sea una opinión. La trata como si fuera una verdad. Todo varón es un poco fundamentalista, por su relación con el falo. Es que si no la afirma narcisísticamente, su creencia fundamental (en el falo) se vuelve apenas una opinión chiquita (un pitito blando). 

El punto es cómo a algunas mujeres las irrita esa necesidad masculina de afirmar su narcisismo. Es irritante. Es el complejo de castración en la mujer: la altanería de ellos, les recuerda que ellas no tienen… necesidad de creer en el falo. Por eso se las arreglan mejor con el narcisismo, salvo cuando entran en la lógica masculina de competencia y rivalidad. Asumir la castración para una mujer, no es que le falte algo, sino dejar de irritarse con la boludez del narcisismo masculino, con la necesidad masculina de creer en boludeces como si fueran verdades. 

¿Por qué se irritan tanto algunas mujeres con la boludez masculina? Porque sienten que si no reaccionan ante eso, quedan ellas como unas boludas también: una versión del complejo de castración en la mujer está en el temor a que las tomen por boludas (o que las engañen, estafen, etc.). Es un temor específicamente femenino, que le suma una cuota a las relaciones amorosas. “Te pensás que soy boluda” es equivalente a “Te creés que estoy castrada”. 

Si en análisis una mujer logra atravesar este temor, enganchándose menos en la boludez masculina, es que resolvió el complejo de castración. Y, por cierto, en relaciones de pareja nunca se enojan tanto las mujeres como cuando se las quiere tomar de boludas. A veces importa menos el hecho que esa pretensión. Como en la ley del arrepentido, la pena suele ser menor cuando se confiesa directamente. Tomar por boluda a una mujer suele producir efectos imperdonables. También esto se explica por el complejo de castración.

2.

Hay una película de Woody Allen en la que un tipo consigue escuchar las fantasías de la mujer que le gusta y después se dedica a cumplirlas. El resultado es que ella se aburre. ¿Cuál fue su error? Por un lado, creer que las fantasías de alguien son aquello que quiere (cuando suele ser todo lo contrario); por otro lado, confundir la fantasía con una escena, es decir, con un cuadro a componer. La seducción de la imagen tiende al aburrimiento (como lo demuestra esa práctica tan común de mandarse fotos “hot” o “nudes”) mientras que, como decía Cerati: “Lo que seduce nunca suele estar donde se piensa”, frase que hay que entender a la letra: lo que seduce no está escondido, sino que es preciso dejar de pensar para que haya seducción y el órgano de la seducción es el oído. La visión calienta el pensamiento, mientras que la voz toca el cuerpo –por eso Ulises pidió que lo ataran a un mástil al pasar junto a las sirenas, por eso Platón decía que había que expulsar a los poetas de la Polis. El erotismo de la mirada es pobre, no tiene los matices y los tonos de la voz. Lo sabe el paciente, para quien la cadencia del habla de su analista puede ser más importante que cualquier cosa que éste diga. No lo saben todos aquellos que se exponen al frenesí instantáneo de un desnudo, a expensas del placer de una conversación. 

3.

Una mujer cuenta que ha decidido congelar óvulos. Cuando tomó esa decisión fue un gran alivio para ella, porque estuvo mucho tiempo siendo bastante “pesada” por el hecho de no tener novio. En este momento no tiene pareja, a veces sale con algún chico que la invita, pero ninguno le convence. Al menos ahora no busca un posible futuro padre en cada hombre que se le acerca. Podemos afirmar que estamos en la época en que la paternidad se separó de la pareja. El deseo de hijo no va necesariamente de la mano del deseo de encontrar un compañero en el amor. Sin embargo, si bien los métodos han cambiado, o ahora se manifiestan sin velo situaciones que antes permanecían veladas, no es nada novedoso que las personas se unan más por el deseo de tener un hijo que por amor. Ya sea por una cuestión subjetiva o social. Sin ir más lejos, una de las razones fundamentales de la indecisión del Hombre de las ratas (el caso freudiano) era la posibilidad que su amada no pudiera ser madre, por ejemplo. También en la película “Memorias de Antonia” de Marleen Gorris se da una situación similar: la hija de Antonia es lesbiana y le dice que quiere un hijo pero no un hombre. En esa época no había otro método que no fuera el sexo para concebir un hijo. Entonces busca un hombre joven desconocido, lo seduce rápidamente, consuma el acto y así realiza su deseo. A eso se dedica la ciencia: a realizar fantasías. Después de todo, del modo que sea, todos somos hijos de fantasías. 

4.

La misoginia del siglo pasado culpaba al deseo femenino (por ejemplo, a través de celos posesivos); hoy en día se culpa también a la mujer que quiere amar. Se la llama “intensa”, demandante, absorbente, sin pensar que eso no es nuevo (¿qué amor es comedido?) sino que lo novedoso es que discursivamente se quiera dosificar el amor. A veces para que la causa de eso es la fijación infantil de varones que hacen del anhelo femenino un equivalente de la demanda materna. Y cual niños fóbicos, se declaran agobiados, asfixiados por una mujer que quiere algo de ellos. Es una misoginia sutil: no les gusta que ellas se ilusionen, por eso de antemano aclaran lo que todavía no pasó, lo que no saben si va a pasar, lo que no quieren que pase. Les dicen que no buscan nada serio, cuando apenas ellas querían volver a verlos, que si estuvo bueno una vez haya oportunidad de una segunda. Pero a ellos no les gustan las oportunidades, cada vez menos. 

5.

El amor es difícil de definir, pero se reconoce fácil: a diferencia de cualquier otro relación personal, cuando amamos a alguien no sólo nos interesa esa persona, sino el mundo que lo circunda; es decir, el amor es como una fuente que desborda hacia un círculo de objetos aledaños (por ejemplo, se empieza a amar a un autor desconocido sólo porque lo lee quien amamos) con criterio más o menos caprichoso: amamos aquello que nuestro amado ama, pero también la taza en la que dejó la huella de los labios, la tarjeta SUBE  que olvidó en la mesa, la puta bata colgada en el baño –como dice Fabián Casas en un poema. El amor procede por contagio material y eso lo diferencia de cualquier otro vínculo personal. Curiosa paradoja del amor: amamos a alguien, pero no nos alcanza con amarlo en singular y necesitamos toda una serie de cosas que multipliquen ese amor, que fagociten el entorno. Así el amor es voraz y pluralizado. Y cuando dejamos de amar, nos damos cuenta tarde, pero primero empieza a pasar que todos esos objetos (una gorra con tu nombre, dice una canción de Gabo Ferro) sobran, empiezan a entorpecer el paso (¿Era necesario que dejes la taza en el living? ¿Por qué no ponés la bata a lavar?) y la pareja, antes de derrumbarse –lean “Derrumbe” de Daniel Guebel–, ya vive entre escombros. 

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