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14-01-2020 Notas

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Por Juan Agustín Otero

Como la de Borges, la canonización de Saer es tan merecida como insoportable. Merecida, porque Saer es un talento clásico. Insoportable, porque su sombra pesa sobre los escritores que lo siguen. El suyo es un estilo fácil de imitar y que, siendo fácil de imitar, embriaga a los copistas. No somos pocos los que en mi generación e incluso antes multiplicamos las comas, nos demoramos en las volutas de humo o en la ondulación del agua, repetimos, infinitamente, las inflexiones del color y de la luz como si eso fuera hacer literatura y no cualquier literatura, sino la mejor. En otras palabras, leímos mal a Saer. Leímos a Saer como un escritor de la forma, atentos a su cadencia, a su puntuación demorada, a la elegancia de las palabras elegidas. Lo leímos para parecernos a él y de la manera menos interesante posible: es decir, de una manera mecánica, estólida. Algunos autores, incluso, replicaron con pericia notable el ritmo y el léxico del original y publicaron novelas técnicamente buenas, pero también aburridas, como sin alma.

La descomposición de Hernán Ronsino, por ejemplo, es todo un homenaje a los mundos de Onetti y de Saer. En esa novela, todos los motivos saerianos se repiten para solo repetirse: el personaje loco, los sobrenombres, el ritmo despacioso y estrangulado de comas, las imágenes expandidas e iteradas, una reflexión literaria introducida como un ensayo imaginario, la ciudad de provincia. Es evidente que Ronsino tiene talento, pero ni una de sus frases logra conmover. Es como si uno ya las hubiera leído. Luego uno recuerda La pesquisa o Nadie nada nunca o Lo imborrable (o, por el lado de Onetti, cualquiera de sus novelas principales) y el recuerdo invoca una versión tan brillante y mejor de lo mismo que no se puede sino abandonar la imitación. Se dirá que tal vez sea injusto comparar a Ronsino con Saer: ya lo creo, pero la literatura de Ronsino se construye, precisamente, a partir de esa comparación. Ignorarlo sería un poco ingenuo.

Copiar a Saer es un ejercicio provechoso, pero escribir es diferente de copiar. Lo que no es fácil de entender es cómo o en qué sentido es diferente. La descomposición de Ronsino es buena técnicamente, pero entonces, ¿en qué falla el autor? Es posible que no falle en nada y que ese sea, justamente, su error: la perfección mecánica del copiado conspira contra la vida del texto. Las novelas de Sergio Chejfec, sobre todo las primeras, que rinden un claro tributo a Saer, son mejores que las de Ronsino –tal vez con la fortuita excepción de Glaxo, que es mucho más interesante que sus compañeras de trilogía–, pero uno podría decir, por momentos, que son técnicamente dudosas o que no funcionan. La solución teórica más a la mano sostendría que es malo el que conserva, aun haciéndolo bien, y bueno el que innova, aun haciéndolo mal. Esta es la fórmula coqueta de algunos neovanguardistas como César Aira, que preservan como pueden su juventud simbólica frente a la vejez real que los avanza.

Esta oposición entre romper y conservar no siempre es útil para entender por qué una novela agrada y por qué otra, a pesar de todos los parecidos con la primera o con un antecedente común, no. Hay un delicado equilibrio que hace a una persona o a un libro interesantes. Ese equilibrio es frágil y difícil de definir y, como si fuera poco, no resulta generalizable. Las razones por las que el Quijote es un buen libro son muy diferentes de las razones por las que Augustus de John Williams es un buen libro. Así también, hay varias razones por las que un libro y otro son malos. A veces parece, por otra parte, que existe apenas una delgada línea entre escribir una estupidez y una genialidad. En varias ocasiones he conocido dos personas increíblemente semejantes, pero contrarias: mientras que la primera irradiaba un aura magnética, la otra resultaba ridícula y expelía a todo el mundo con su idiotez. Yo mismo he sido unas veces el primer tipo y muchas otras tantas el segundo. A todos nos debe ocurrir: hay noches en las que somos nuestras propias caricaturas.

En rigor y más allá de un precario juicio del gusto, no es sencillo demostrar que una obra es valiosa y que tal otra no lo es. No me cabe la menor duda de que cualquier lector podría refutar mis palabras y demostrar, con una precariedad más o menos equivalente a la mía, el genio y la originalidad de La descomposición. Tal es la naturaleza de la polémica literaria, pero eso no importa. En todo caso, no me interesa escribir contra Hernán Ronsino: él es un hombre que habla poco y escribe, lo que ya es bastante admirable en un medio donde lo que sobra es el ruido. Más allá de la tan aludida “forma saeriana”, me interesa hablar de Saer y de la inutilidad de imitar las “formas”, de pensar la literatura en “formas”.

Saer nos escribió a muchos. Puso en papel las tristezas vagas y los asados, los coloquios de chistes, las noches de confusión, crueldad y alegría, el anhelo casi permanente de sexo y, ante su falta, el consuelo de la amistad. Imaginó e hizo vivir, de manera vicaria, a su Tomatis y a su Barco y a sus hermanos Garay, nuestros mejores y peores momentos, los momentos más intensos, más reales, los de la fiesta y los de fin de la fiesta, los de la infancia que, en destellos, a veces regresan en la adultez y nos devuelven el sentido primario de las cosas, pero también los de la política que, cuando es nefasta, invade y enferma cualquier intimidad. Saer no es interesante porque distribuya comas de aquí a allá, o porque insista en la palabra “nada” o en el giro “como se dice”, o porque tenga una fijación con el agua, la bruma, la carne y el río, sino porque haciendo esas cosas arma un mundo tan real como el nuestro, más real que el nuestro. Leyendo a Saer he sentido nostalgia por el contacto con la materia. Esa vida de tiempos muertos y percepción desinteresada ha sido sustituida, quizá para siempre, por experiencias virtuales, emuladas, por la adicción a aparatos cuya función es mantenernos ocupados, volver a la vida social un trabajo y a la labor estética, parte indiferenciada de la vida social. Los jóvenes errantes, meditabundos y ociosos de Saer han muerto. Nos han cubierto los ojos con luces de neón.

De ahí que imitar la forma de Saer me parezca un problema, al menos en dos sentidos. Primero: la técnica literaria fabrica la ilusión literaria y es por la ilusión que una obra (y, por lo tanto, su técnica) debe ser juzgada y no viceversa. El entenado es una concatenación conocida de palabras, pero no sabemos por cuáles medios realizar algo semejante a El entenado, cuál es la ley de producción de esa novela, si es que existe tal ley. Dedicarse a copiar los rasgos más superficiales de un estilo asegura un parecido superficial o “formal” si se quiere, pero no necesariamente un parecido espiritual o de valor. La forma, la auténtica forma y sus contornos matemáticos, se nos escapan: lo que se nos revela en la lectura es el mundo o el fresco que pinta el narrador. Los buenos copistas –que es lo mismo que decir los buenos escritores– son los que copian mundos y no los que calcan frases o párrafos. Son los inspirados, no los apólogos. Finalmente, son los que se equivocan, nunca los que aciertan.

Segundo: los estilos y las obras literarias están atados al tiempo y la copia, aun la copia más exacta –como apuntó Borges en su “Pierre Menard…” que ya fue citado demasiadas veces–, produce resultados anacrónicos. Esos anacronismos pueden ser deseables, indeseables, interesantes, absurdos, ineficaces, pero son anacronismos. En el caso de Saer, entiendo la voluntad de conservar: su amor por las palabras y, a través de ellas, por la riqueza de la experiencia cotidiana de las cosas es conmovedor. Pero el afán por conservar, si es ingenuo, si en el camino no reconoce las dificultades de la tarea conservadora, produce artificios arqueológicos y vacíos. Todavía más ridículo es el asunto cuando el conservadurismo literario se presenta a sí mismo como una vanguardia o un modernismo. Advertencia: lo anterior no es una diatriba contra la literatura conservadora ni contra el tradicionalismo literario, sino contra el tradicionalismo y el conservadurismo inconscientes, que niegan el presente. Ellos no son ni más ni menos estúpidos que el vanguardismo naif, que olvida el pasado. Curiosamente, vanguardismo y conservadurismo son, en muchas ocasiones y casi siempre en sus peores versiones, una misma cosa.

Ahora viene a mi memoria que, en su diario, allá por los 60’ o 70’, Ricardo Piglia se preguntaba cuál de los suyos, en su generación, escribiría el Facundo. Nadie lo hizo. Tampoco nadie escribirá de vuelta El limonero real. Aunque no hubo un segundo Sarmiento, sí hubo un primer Saer. También hubo un Di Benedetto y un Walsh. De todos ellos se puede aprender algo, pero lo literario es apenas relevante. Solo con el saber que la literatura genera del mundo, que incluye pero también excede el saber que la literatura genera de la literatura, se pueden escribir buenos libros ¿De qué civilización perdida o vigente nos habla Saer? ¿Qué hizo posible a un Saer hace algunas décadas y, mucho antes, a un Sarmiento? ¿Qué hacer con sus fantasmas hoy? Contestando estas preguntas, tal vez aprendamos a copiar mejor a los maestros. Aprender sobre el mundo y sobre el tiempo es el auténtico aprendizaje del escritor. En alguna medida, es el aprendizaje –inexorable, trágico y a veces feliz– de cualquier persona a lo largo de su vida.

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