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10-01-2020 Ficciones

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Por Enrique Balbo Falivene | Fotografía: Dan Mountford

Sobre nuestros destinos de un día
El tiempo su ala eterna agita;
Somos sólo un instante que palpita
Entre la tibia cuna y la tumba fría.

Macedonio Fernández.

En el otoño del cuarenta y seis, bajo una lluvia torrencial y con Perón en la presidencia después de algunos disturbios en Plaza de Mayo, un hombre ajeno a todo acontecimiento, a toda trivialidad, entraba en una pensión de la calle Victoria (hoy Hipólito Yrigoyen); de estatura media, delgado y con un acento irreconocible pedía una habitación individual. No portaba documentación, sólo una carta de aduanas del puerto de Buenos Aires que decía llamarse Severino García, soltero, de 22 años de edad, de profesión peón de albañil.

Aunque tenía aspecto aniñado su mirada parecía profunda y además pagaba toda la semana por adelantado. Años después la mujer que hizo la admisión manifestó que era educado y sabía saludar, no hablaba con nadie; venía a dormir tarde por la noche. Jamás molestó a los huéspedes ni presentó queja alguna.  Lo que la recepcionista no supo ver fue que Severino era mucho más que todo eso: era un espíritu libre.

Cinco años después, cuando Buenos Aires se le clavaba como una aguja en las sienes, Severino decidió que debía marcharse. Hizo la maleta de herrajes oxidados con sus escasas pertenencias guardando con especial cuidado el compás, la escuadra y los plomos. Ya era oficial y podía ejecutar casi todos los materiales, sabía incluso tratar los frentes ornamentales, el yeso, el mármol, el polvo de ladrillo.

En la estación del Once revisó todas las paradas del tren Sarmiento. Optó por comprar un billete a la última estación: Santa Rosa, La Pampa. Cuando la formación se detuvo y se apeó del tren constató que había elegido bien; el paisaje desolado, ventoso, árido se ajustaba a su retraimiento.

Alquiló una casa pequeña, empezó a trabajar en el obraje de un edificio público y después continuó en la misma constructora que lo tuvo entre sus mejores oficiales. Una tarde, cuando regresaba a su casa, vivió dos hechos -contradictorios, reveladores-, que le iban a signar la vida para siempre. El primero, encontró un libro en la horqueta de un viejo álamo y, el segundo, vio a una mujer de la que se enamoró secretamente.

Hacia la noche, mientras su memoria le mostraba las facciones cetrinas de la mujer, la larga melena y el acompasar de unas piernas aceitunadas por las calles polvorientas de Santa Rosa, empezó a leer el libro.

Cuando lo terminó, apagó el candil y se recostó en la cama antes de ir a trabajar. Después se afeitó y lavó. Al mirarse al espejo se dijo que ya nada sería lo mismo y que vivir no valía la pena pero suicidarse tampoco (no hemos podido saber qué libro fue el que leyó). Severino, aquella mañana, empezó a fumar de forma descontrolada.

Poco tiempo después arrastraba una bronquitis crónica y respiraba con dificultad; al cumplir los cuarenta era un saco de huesos que escupía finos hilos de sangre.

Decidido compró una pieza de alabastro para esculpir la tapa de su tumba; organizó los gastos del  entierro; donó ante escribano todos sus recursos a la caridad.

Cuando terminó todas las gestiones y nada le quedaba se dirigió a la casa de la mujer de la que se había enamorado. Llamó a la puerta, mientras  recostaba en un pilar su cuerpo que era casi un saco de piel. La mujer a la que llamaban La Gallega aunque en realidad era andaluza, salió y Severino le dijo:

Te he amado desde el primer día que te vi; nunca te he hablado porque supe que eras casada. Ahora que tu marido ha muerto estoy frente a tu puerta, a tu vida. Soy huérfano y me hubiera gustado tener a alguien a mi lado, formar una familia contigo, abandonar mis miedos. Pero he venido a despedirme, me queda poco tiempo. Sé que en otra vida nos encontraremos y los dos seremos uno. Tengo que irme, confía en mí. Hasta pronto bella andaluza.

Severino se arrastró hasta su casa a esperar el final, pero ya se sabe que a la muerte si se la llama no viene (dicen que Saladino encargó un sudario y se lo llevó a la batalla como estandarte: no tuvo éxito, murió de fiebre). Así que dejó de comer y sólo bebía sorbos de agua. Finalmente las negras puertas de la muerte se abrieron y Severino entró el quince de septiembre de madrugada.

Fue enterrado en el cementerio público de Santa Rosa porque uno es de donde se muere. El nicho  fue sellado con la misteriosa tapa de alabastro que había esculpido.

La andaluza empezó a visitar la tumba de aquel desconocido cada domingo. Llevaba flores y tabaco. En el relieve de alabastro podía verse a una pareja sentada frente a una mesa de tres patas. Colocaba las flores en el jarrón de chapa y un cigarro en una hendidura del alabastro.

Una tarde sin saber por qué la andaluza encendió un cigarro. Sintió en las primeras bocanadas como el humo le ganaba los pulmones y le provocaba suaves mareos. Cuando la vista se le nubló un poco y dio unos cabezazos como si dormitara, vio entre los efectos de los rayos del sol en el alabastro el mensaje que había dejado Severino.

Se alejó del cementerio con paso decidido. Se encerró en su casa y ya no volvió a salir. Sólo lo hacía, dicen, para ir a comprar tabaco.

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