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30-01-2020 Notas

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Por Luciano Sáliche | Ilustración: Ahmed Emad Eldin

I

“Mi familia estaba muerta, casi todos, salvo ella, ella y yo y de algún modo había sido mi responsabilidad”, se lee en la primera página de La lasitud del miserable viento, primera y por ahora única novela de Juan Gabriel Batalla. Así empieza, con la confirmación de un duelo. El protagonista —la historia está narrada en primera persona—, siendo un niño apenas, pierde a su familia en un accidente y sólo le queda su hermana. Se cría, entonces, con una tía y una prima, y su hermana que, ni bien alcanza la mayoría de edad, se va y nunca más vuelve. La escuela no es fácil para un huerfanito. Luego, ya adolescente, la noche se le abre: vicios, amistades, psicodelia.

Ernesto Vasconcellos. Ese es el nombre del protagonista de esta historia. No lo dice al principio, no lo necesita, ¿para qué?, es un pibe más que sobrevive en los márgenes de este capitalismo tercermundista, en la bisagra del nuevo siglo. Su nombre es un genérico, el prototipo de otra generación saqueada. Su historia, y la de tantos personajes que con él se encuentran, dura 283 páginas. La edición es de Corregidor, año 2011. La tapa —de un naranja vivaz, optimista, torpemente alegre— tiene dos círculos, y en cada uno, la foto de caretas monstruosas. En ese gesto, entre la alegría zonza y el horror de la vida, donde se inscribe este libro. 

La novela se abre como una flor naciente para dar paso a microhistorias, la de los distintos personajes que se cruzan con el protagonista y construyen su propia épica. Así, los pétalos se amontonan y aparece Borges y su psicosis felina, Gurí Guerrero y su jardín con los cadáveres de mil aves, la sexópata Gorda Cata, el policía obsesionado con el hombre lobo, el queridísimo Jagannatha y todos sus mambos, el congoleño Buanga y su voluntad transoceánica, el Topu Carlos, los chinos, el difunto Mosqui, Pancrudo, Chupín, Susi, el Gordo Gumi, el Bizcocho Willy, Jack, Puloi y tantos otros. Todos muy graciosos, todos muy tristes, todos muy turbios.

II

Vivimos tiempos raros, impredecibles. Con la caída de los grandes relatos que ordenaban el mundo y la deslegitimación de los discursos revolucionarios nos quedamos sin futuro. Como predecían los Pistols en el 77: no future for you, no future for me. Tampoco lo hay hoy. Encima, los productos culturales masivos no ofrecen una puta certeza. Estamos acorralados, perdidos, casi muertos. Pero en ese casi hay esperanza. Los que no se resignan a ser tragados por la máquina de picar carne, confían, por ejemplo, en la literatura. Cuestión de fe. Saben que ahí hay algo: la posibilidad de pensar más allá de lo que los algoritmos proponen. Es eso o resignarse a una felicidad fotocopiada. 

Más por instinto que por convicción, el protagonista de La lasitud del miserable viento tampoco se resigna. Ahí hay un gesto político único. La novela salió por editorial Corregidor y hoy se consigue, con suerte, por Mercado Libre o alguna plataforma de compra-venta todológica. No me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de excelente, lo cual habilita algunas preguntas: ¿qué instituciones son las que legitiman la literatura contemporánea?, ¿el mercado?, ¿el circuito editorial?, ¿la crítica literaria?, ¿la academia?, ¿los influencers?, ¿quién determina qué libros merecen escalar posiciones en el juego de la trascendencia o ser cajoneados en el olvido?

«La lasitud del miserable viento» (Corregidor, 2011) de Juan Gabriel Batalla

III

La historia comienza con un viaje. En realidad antes, con la muerte de la familia del protagonista, pero la trama se empieza a mover así. Un viaje. Uno de los chicos consiguió un kilaje importante de cocaína —lo consiguió aprovechando la confusión en una requisa policial— y salieron a venderlo a la costa. Ese era el plan. Entonces se organizan en una noche y salen en el auto hacia la costa argentina. El protagonista maneja; es el único sobrio. El crepúsculo es el telón de fondo de una escena típica: un viaje por la ruta o, como le gusta decir a los traductores neutros de literatura norteamericana, por la carretera. No tan típica. Así escribe Batalla. Sólo lean:

El sol era una mancha rojiza, carbón abrasante, muriendo, poniéndose a la izquierda; el cielo, un mantel invertido manchado con vino tinto, pero buen vino tinto. Puse algo de jazz por un par de kilómetros, a nadie le gustó; nada se decía, nada se oía, salvo el viento ingresando por la ventanilla a medio bajar y los suspiros de un mundo mágico que les daba la pepa.

IV

La lasitud del miserable viento es la historia de una vida. Ernesto Vasconcellos —o Nesto o Ernest— crece con una falta constitutiva. Para esas pérdidas no tiene respuestas. Tampoco las busca. Simplemente vive medio roto. Por sus páginas desfilan personajes entrañables, algunos queribles, otros despreciables, la mayoría delirante, todos rotos. Nadie está completo. Sin una figura paternas fuertes, el libre albedrío cala en la cabeza de este niño que crece sin saber bien qué está bien y qué está mal. Descubre el mundo y se descubre a sí mismo. Se masturba mucho, muchísimo, a veces para que el dolor cese, otras para marcar terreno, como los perros, sólo que en vez de meo, es leche. También encuentra en el arte de travestirse un juego liberador.

La sexualidad vinculante aparece rara, como era la época, sin demasiadas chicas que quieran hacer contacto. “Todas las mujeres eran putas y ellos las estaban disfrutando. ¿Pero dónde estaban esas putas cuando se me ponía dura? Cogiendo con mis compañeros o con muchachos de otros colegios. Eso no ayudaba a mi autoestima”, dice el protagonista. Así, encuentra en su mejor amigo, Jagga, alguien para explorar el cuerpo. En La lasitud del miserable viento el homoerotismo es trabajado de forma paulatina, minuciosa, y de a poco se va potenciando hasta radicalizarse y generar cierta incomodidad en el lector. ¿Quién dijo que la literatura tiene que generar confort y entretenimiento?

Ernesto, ya de adolescente, se pasa los días en la casa abandonada de sus padres muertos. Hotel Hamburgo, le llaman, y allí se juntan a drogarse todo el barrio. La droga la consiguen en Corea, la villa donde se pegar porro, pastis, merca, todo, y el teen spirit cultural lo canalizan en Muerte Orgasmo, la revista donde escribe, dibujan, mienten, gritan (“Todos escribíamos y queríamos hacer algo con tantas palabras golpeando sobre la mesa”). “Qué teníamos que ver con el mundo”, se pregunta el protagonista. “Sólo pensábamos cada día en qué hacer para que las horas transcurriesen”, se responde. 

Juan Gabriel Batalla

V

En la punta de la redacción de Infobae, Juan Gabriel Batalla tipea. Llega temprano, se sienta frente a la computadora de escritorio y tipea. Cada dos horas baja al estacionamiento de atrás o a la vereda del edificio ubicado en una zona bastante cheta de Palermo a fumar un cigarrillo negro. A veces fuma dos. Luego sube, se acomoda en la silla y vuelve a lo suyo: tipear. Su puesto allí es el de subeditor de la sección Cultura. Antes fue editor en Tendencias, también trabajó en la Fundación El Libro, en Clarín y en algún que otro portal de deportes. Siempre tipeando. ¿Cómo hizo este periodista de medios mainstream para escribir una novela tan border, tan desde el margen, tan ajena a las modas de la literatura contemporánea?  

VI

La novela también se construye como un retrato de “la verdadera generación saqueada”. “Nos creíamos la gran cosa, los übermenschen, pero en el fondo sabíamos que éramos una banda de delirantes y perdedores, unos tristes y solitarios hombrecitos insignificantes”, dice el protagonista. “A la gente como nosotros sólo la soporta gente como nosotros”, confiesa. También es un retrato de la vida en las orillas de la gran capital argentina. Entre los trabajos que consigue Ernesto está el de vender porquerías en la estación de tren. “Tener moral en el conurbano significa que no eres bueno para los negocios”, dice. Con la literatura pasa algo parecido.

Ernesto Vasconcellos es un pibe más que sobrevive en los márgenes de este capitalismo tercermundista, en la bisagra del nuevo siglo. Su nombre es un genérico, el prototipo de otra generación saqueada. “Todo es descartable, los objetos y las personas… y el arte”. El mundo exterior se desmorona a sus pies pero él también, dentro suyo, hay algo, un dolor ingobernable: “Un orgasmo de odio gris flotaba en mi mente”. La novela zigzaguea muy bien entre ambos polos —el interior, el personaje y el exterior, el contexto— mientras escala peldaños en la calamidad la vida. No todo es dolor, también hay disfrute, pero no existía Instagram en los primeros años del 2000 para registrarlo.

Escrita con una prosa pícara pero intensa, liviana pero llena de sentencias, La lasitud del miserable viento es una novela que merece más que un salvataje. En tiempos donde se escribe mucho y se lee poco o mal, es necesario mirar la basura descartada para ver qué pasó de largo. ¿Acaso no están hartos de leer siempre lo mismo, escrito con una corrección política descarada, donde los autores parecen la misma persona y sus deseos se confunden entre sí? La novela de Batalla es una bocanada de humo entre tanto imperativo de buena salud. La lasitud del miserable conmueve y asquea en dosis iguales; te atrapa y te sorprende, te fascina y te mata.

 

La lasitud del miserable viento
Juan Gabriel Batalla
Corregidor, 2011
283 páginas

 

 

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