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02-01-2020 Notas

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Por Julián Doberti y Alexandra Kohan

El pequeño verso está deformado; 
sin embargo, en él cabe todo el mundo desfigurado de la infancia.
Walter Benjamin

Ni que hablar de las buenas intenciones:
el pelo lacio peinado de mañana, 
arrasado de nudos por la tarde. 
Laura Wittner

La dedicatoria de la película es “a mi papá” y parece ser la única. Luego de un pequeño espacio se agrega “y a mi mamá”. En ese espacio, en esa suspensión entre uno y otro, en ese lapso de tiempo en el que parecía que todo era para el padre, Ana García Blaya hace de su film Las buenas intenciones un lugar que termina diluyendo esa pequeña jerarquía insinuada en la dedicatoria. Como si la pregunta incómoda y fuera de lugar “¿a quién querés más: a papá o a mamá?”, pronunciada sin pudor y sin temblor por algunos adultos, fuera expuesta en su más estúpida existencia. Esa es acaso la enunciación de la película: no hay culpables, no hay señalamientos de un padre irresponsable frente a una madre responsable, no hay jerarquías, no hay acusaciones, no hay abogados, no hay superioridades morales. Hay dos que se han querido y que no hacen de eso que no funcionó —¿no funcionó?— un clima agobiante para los hijos. Hay dos, un hombre y una mujer, que deciden no arrasar con la historia que los hizo padres de Amanda, Lala y Manuel; que deciden preservarlos, que deciden preservar su infancia. Y es ahí, en esa infancia, en esa infancia escrita hoy, que se pueden leer las buenas intenciones. Con buenas intenciones no alcanza, es cierto: en un país devastado económica y socialmente por el menemismo hace falta también una economía que no sea solamente la amorosa. Pero tampoco alcanzaría sin esas buenas intenciones: que son las del padre y que son también las de la madre. Porque Cecilia, la madre, no señala a Gustavo, el padre, como el culpable ni se queja de que no esté a la altura del “padre ideal”. Cecilia entiende que un padre no es solamente un hombre proveedor. 

La película tampoco se trata de una niña que debe hacerse responsable ahí donde tiene un padre que no lo es, porque Amanda —la que debe ser amada— también es responsable cuando está con su mamá. Amanda no viene a taparle los agujeros al padre, simplemente lo ama. Lo que hace, lo hace porque ama a su padre. No pretende sostenerlo en ningún lugar ideal, no quiere salvarlo, no quiere hacerlo pasar por lo que no es. Amanda, Lala y Manuel transitan esa infancia en un espacio que no ha sido asfixiado, en ese espacio abierto, suscitado, posibilitado por un hombre y una mujer que no por haberse separado se rechazan como padres. 

Sobre el final se produce un diálogo decisivo entre Amanda y Gustavo, su padre. Es la tarde del último día antes de la despedida de sus hermanos (que se van a vivir a Paraguay con su madre y su pareja). Ella le pregunta qué piensa él: ¿se tiene que quedar o se tiene que ir con su madre a Asunción?

Poco antes de enfrentarse con el vértigo de esa pregunta, estando sola en la habitación que hasta ese momento compartió con sus hermanos, advierte el peso inminente de su ausencia. “Va a ser raro sin ellos”, dice en un momento.

Gustavo no rechaza la pregunta de su hija. Y porque no la rechaza —a la pregunta, a su hija— se produce en acto eso que llamamos un padre. Pero aceptar esa pregunta, alojar el dolor y el vértigo que se articula en ella, puede hacerse de muchas maneras.

Él le dice que ella también vaya a Asunción junto con sus hermanos, pero agrega algo: cuando termine la primaria, él se ocupará de los trámites para que pueda volver y cursar el secundario en Buenos Aires. Le permite partir, la incentiva a hacerlo, pero esa partida no se tiñe de una coloración trágica, inexorable. El padre (le) construye un horizonte de reencuentro futuro, una despedida matizada por el retorno posible. Una separación con pérdida —toda separación lo es— pero sin desgarro.

Las buenas intenciones pueden rastrearse en esos pequeños gestos, en un disco, en una sonrisa, en un consejo que habilita con ternura; en la ausencia de imperativos y de moralismos. La película muestra que, lejos de las idealizaciones y las certezas férreas de quienes pretenden saberse siempre del lado del bien (ser un buen padre, una buena madre, una buena hermana), la cuestión se invierte: las buenas intenciones no preexisten, no se tienen con la claridad irrefutable de las evidencias, se leen por sus efectos imprevistos. Uno de ellos es la película misma. 

Ana García Blaya construye una infancia —la suya — en la que las buenas intenciones pierden la densidad de los contenidos, de los mandatos edulcorados, de los axiomas enaltecedores, para convertirse en zonas donde circula, por ejemplo, una canción que se canta en la ronda improvisada de un día de campo. Y dice: 

no quiero hacer un blues
no quiero ver la luz
yo solo quiero estar con vos cada mañana

Los recuerdos de infancia son siempre ficcionales porque no hay verdad sin ficción y la infancia es una ficción a la que se puede volver toda vez que no se obture ese regreso con los imperativos de “ser adulto y responsable”; la infancia es una ficción a la que se puede volver toda vez que haya habido la transmisión de un deseo, la posibilidad de desear, la posibilidad de un horizonte de lo por venir. Las buenas intenciones escribe esa ficción a la que volver porque hubo una madre que habilitó a un padre que hizo casi lo único que importa: transmitir un deseo. En definitiva: un padre que deja qué desear, un padre que deja desear. 


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