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Por Guillermo Fernández
El genial John Berger comienza su ensayo Con la esperanza entre los dientes (2007) advirtiendo que el mundo de los muertos circunda al de los vivos. Las nociones de tiempo y espacio solo son dominio de los seres animados, a los muertos les cabe la infinitud. También, los vivos poseen la facultad de disponer la finitud de otros congéneres. La aseveración contundente de Berger sirve como alegato a su defensa del territorio masacrado de Palestina y a la denuncia del horror de la guerra. En ese aspecto, por más que circulen en el espacio digital imágenes de chicos, hospitales, hogares destruidos y hombres mutilados por las bombas, Berger es un militante de la paz, a través de su testimonio escrito. No es el único, pero la definición de los límites entre la vida y de la muerte, la responsabilidad de los gobiernos en ampliar sus territorios a cualquier costa lo cuenta entre uno de los más férreos, con declaraciones sin titubeos que imputan, sin medir consecuencias personales.
Otras propuestas estéticas se han valido de metáforas tan terribles como la sintaxis de Berger para ubicarse del lado de los que niegan el exterminio. Es cierto que se llevaron a la pantalla “espacios” que también denotaban condenas injustas, víctimas que escapaban y que necesitaban del sueño como utopía.
Recuerdo Brazil (1987) de Terry Gilliam en esa secuencia, dentro del edificio de inteligencia que se asemejaba a las construcciones del Tercer Reich, en la que los papeles de periódicos envuelven a los personajes para no dejarlos escapar. Había sido una persecución equivocada, como quizás, todas las búsquedas de los enemigos del poder. Las armas de alta tecnología, en la película, apuntan al mismo blanco que las de Israel y Estados Unidos en Medio Oriente. Es el actor Jonathan Pryce, hoy devenido en Papa, quien escapa de una condena por terrorista. Gilliam prefirió la alegoría del mundo civilizado, que no alcanza a completar con la documentación el catálogo de rebeldes, para referirse al horror.
Las víctimas son ajusticiadas en nombre de la paz. Ese enunciado es ambiguo: su fuerza es directamente proporcional a la autoridad con poder y a la voluntad de desplazar límites por cuestiones de mercado. La tranquilidad otorgada a los sometidos es un premio por cumplir los deberes y dejarse saquear. Desde Antiguo la geografía fue cuestión de comercio y la insubordinación a los imperios les sirvió como matriz para castigar la queja y la revuelta. La posibilidad para levantar la voz fluye casi siempre desde lo estético.
A comienzos de este año se entrenó Bacurau (2019) un filme de Klaiber Mendonca Filho y Juliano Dormelles. Un pueblo sin precisión geográfica en Brasil, sitiado desde el espacio, con drones y antenas digitales. No hay muertes en nombre de la paz. Bacurau no necesita historia porque los invasores lo requieren para reconstruirlo. Es decir, puro presente de castigo. En este caso, la seguridad de los habitantes está amenaza por la lengua nueva, el inglés americano, la falta de agua, de remedios y la masacre a mansalva de los habitantes. Si hay algo que las épocas reiteran es la Edad Hierro como afirmaba Mircea Eliade. De la Edad de Bronce, período del que el Cristianismo se apoderó, solo queda una calma, ese pseudo sosiego que, al mismo tiempo, es amenaza y condena en el mundo contemporáneo.
¿Qué orden continúa el mundo para que empeoren los límites de una cartografía devastada? ¿Puede haber fin a la sociedad de intereses con el fin arrinconar a los más vulnerables? ¿Es apocalíptico suponer que, en algún momento lejano, la muerte también ajusticiaría con la misma pólvora a los que mandan? ¿Cuánto habría que esperar para que eso suceda?
Pensar que solo nos queda consuelo, sería aumentar más el desasosiego. El hecho de ser observadores sin crítica es imposible: la cantidad de literatura, de cine y de arte en general nos impide dejar de tomar partido. Por suerte distinguimos, muchas veces, entre líneas qué es aquello que nos hace bajar la cabeza como lectores, nos obliga a pasar de a poco las páginas de un texto para no llegar al final y una vez que el límite llegó a la página en blanco, tratar de recomponer en la memoria la denuncia. En el cine la imagen es poderosa, implacable pero el sonido de las palabras que resuenan después de leer resulta imponente. No hay contorno finito en la frase. Tampoco es cuestión de privilegiar impactos; sí de establecer la necesidad de crear juicios críticos.
Una cacería de hombres como la guerra sobrepasa la mera voluntad para intentar detenerla. Sabemos de la incongruencia y la complicidad de los organismos internacionales para frenarla. Nos corresponde habitar un mundo cada vez menos habitable. Nunca hubo períodos mejores, pero sí existieron intelectuales que levantaron el dedo, advirtiendo el peligro.
Ni La esperanza entre los dientes, Bacurau y Brazil son ejercicios estéticos que no están en la superficie. Conforman un conglomerado que se asienta en el juicio de pensadores de todas las épocas. Capas de lecturas que convocan a más cine, más textos y más pinturas. Siempre se trató de eliminar la superficie con hojas escritas a tinta, se buscó crear pantallas a lo Farenheit 451 de Bradbury, pero subsistió el remanente.
A pesar de todo nunca fue imposible determinar con certeza quiénes eran los verdaderos dueños de la paz.
Etiquetas: Guillermo Fernandez, John Berger, Juliano Dormelles, Klaiber Mendonca Filho, Terry Gilliam