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Por Rodrigo Manigot
En alguna de sus brillantes clases de Comunicación en la UBA, allá por los ’90, el profesor Aníbal Ford, hablando de la entonces recién estrenada Pulp fiction, dijo algo que me quedó grabado: lo que en el cine era novedad, ya era viejo en la literatura. Cierto truco que aparecía en la película de Tarantino —que Travolta muriera en una escena, y en la otra reapareciera vivo—, llamado sincronicidad, ya había sido utilizado a la perfección por Joyce en su Ulises, y hasta por Tolstoi en Anna Karenina. Esas palabras de Ford revolotean en mi cabeza después de haber visto el documental de Nisman en Netflix.
Curiosidades de la vida: los comunicadores K, antes del estreno, veían en el lanzamiento de la docuserie conspiraciones imperialistas. Los periodistas anti K se frotaban las manos. Esos prejuicios estallaron, y hasta acaso se invirtieron. El documental del inglés Justin Webster es una clase de periodismo para el periodismo argentino, degradado en una guerra ideológica desde el conflicto del gobierno de Cristina Kirchner con el campo en 2008. El documental recurre a una técnica ya anciana en literatura, y desechada por nuestro fanatizado periodismo vernáculo: el famoso Show don’t tell —o también ‘Show, not tell’— (mostrar, no decir; o, mejor dicho, mostrar, no opinar) que, calculo, inauguraron Chejov y Turgueniev en el siglo 19, y perfeccionaron y actualizaron Hemingway, Yates, Carver, Alice Munro o Lorrie Moore, por citar a algunos de sus máximos exponentes.
La vieja técnica literaria Show don’t tell, pregonada hasta la afonía en los prolíficos talleres de Santiago Llach, resulta en el documental curiosamente novedosa, en estos tiempos inundados de traductores y exégetas a uno y otro lado de la grieta, y vuelve a recordarnos la importancia de realizar investigaciones periodísticas teniendo en cuenta todas las campanas, y no accionando una sola, algo a lo que nos acostumbramos en estos años de Periodismo de Guerra.
¿Es posible lograr la objetividad periodística? Sabemos que no, pero el esfuerzo del documentalista es intentarlo, aunque probablemente la opinión editorial esté presente en distintas decisiones: por ejemplo, en el retrato reivindicativo de la fiscal Fein, quien sale fortalecida al poder contar su visión de los hechos sin que ningún periodista en el piso de un canal espere a que termine de hablar para denigrarla y poner en duda su trabajo.
En tiempos de blindajes mediáticos, el documental de Webster es una llave maestra que consigue llegar a millones de hogares sin, casi, intermediarios. Los hechos están presentados y los personajes centrales de los dramas Nisman y AMIA exponen sus verdades: no hay Leucos, ni Wiñaskis ni Silvestres explicándonos qué es lo que debemos interpretar. Eso quizás haya provocado la discusión nerviosa en vivo en TN entre Adrián Ventura y Lorena Maciel de hace unos días.
Esa discusión se multiplica estos días en cientos de miles de hogares. Un montón de personas, al poner play, sin saberlo, saltan a la vez el famoso cerco informativo de los medios hegemónicos, que accionaron interesadamente una campana mientras silenciaban y minimizaban la otra.
¿Nisman se suicidó, o lo mataron? Como en la literatura del show don’t tell, la conclusión quedará en manos de los espectadores.
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