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16-01-2020 Notas

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Por Gerardo Quiess y Patricio Vargas | Pinturas: Malcolm T. Liepke

«Me comí seis en una noche» decía un adolescente, recién salido del mundo de la timidez, relatando su noche de boliche. «Una comida», son unos besos furtivos al borde del anonimato. Sin mucho protocolo, un baile breve, unas sonrisas, pocas palabras y bocas que que se vuelven imanes; tic-tac efímero.

Son las primeras formas de la sensualidad y los pequeños triunfos para contar. El decía: “me di cuenta que una vez que hablás ya está, por ahí ellos no se animan. Yo encaro igual». Ese peaje con la palabra es importante, es el que crea la escena del encuentro. Pocas palabras, pero efectivas, crean las condiciones para esos primeros placeres. 

El erotismo, que tiene sus primeras improntas en el mundo de la boca que deja de comer para “chupetear”, vuelve a encontrarse con la misma zona erógena para probar versiones de la exogamia en clave puberal. Para ellas también hay entrada por ahí. Ya no les cabe tan fácilmente el prejuicio de “rápidas” o “fáciles”. En las ciudades grandes, menos vigilantes de los compartimientos, gozan de la misma democracia. En las ciudades chicas, todavía prejuiciosas, se las señala. Igual no les pesa como en otras épocas. Muchas encuentran en esas rupturas un poco de orgullo liberador.

Palabras y besos rompen el «bicho canasto» donde se larva una primera forma y preparan una primera salida incipiente a comer en el mundo erógeno del otro sexual. Esas salidas no son gratuitas. Queda mucha metamorfosis por advenir.

Las bocas deseantes tiran del carro de los primeros encuentros como vanguardia de los cuerpos sexuados, pero como toda sensación excitante, la sede es el propio cuerpo. El circuito pulsional pasa rodeando el objeto para volver al mismo punto donde partió. El cuerpo se excita, pasando por otro cuerpo, pero la sensación siempre es en el propio. “Me comi” es el acto de esa boca que sale a comer y no hacen más que comerse a sí misma en novedosos contextos: se «come/besa» a sí misma «comiendo/besando» a otras. 

Besos desperdigados entre varios, sin exclusividad, pero con palabras acotadas que preparan el camino. Arrebatos primeros sin el corset de las conquistas largas y perezosas de otras épocas. Igual estas volverán a aparecer cuando se trate del amor, cuando se pongan en juego otras cosas. Compromiso tradicional o poliamoroso, no importa, compromiso al fin.

Comienzos arrebatados, exploratorios, que pueden desatar o inhibir, acobardar o habilitar. Los mundos nuevos que se descubren también modifican los propios, indefectiblemente.

Sin embargo, hay un costado que emerge sigiloso entre comida y comida… y es que no siempre lo que se come «llena» o calma el apetito de aquella tensión que pretende moderar, y es que lo que se prueba por primera vez no siempre ocurre por ello bajo una forma ingenua o no moldeada por ciertos determinismos: aunque sean las primeras veces, no se prueba en el vacío, o dicho de otro modo, la falta de «experiencia» no supone la ausencia de una pre-forma en el modo de vínculo con el objeto, y esto supone, entonces, ciertas consecuencias asociadas a esta multicomensalidad del besar:  quedan restos, estómagos pulsionales hambrientos que saben que aquello que prueban desesperados en un banquete sin fin ni corte, no logra calmar lo que pulsa desde adentro. 

Aparecen entonces efectos secundarios de un hambre que se sabe engañado, engrupido, estafado, lo que se dice popularmente «engañar el estómago», por lo que se sale, luego, a comer otra cosa, o a comerse a otros, por ejemplo bajo la forma de la violencia que hoy vemos aparecer en nuestros adolescentes afuera de los boliches. 

Se pueden comer bocas, y también se pueden comer piñas. Algunos, frente a la frustración de los primeros pueden terminar comiendo o hacer comer de las segundas, como formas de empujes pulsionales por satisfacciones que todavía no encuentran los modos.

Otro paciente, Juan de 17 años, cuenta que esa noche en el viaje de egresados se comió 26 pibas en la maratón de boliches y tragos que separaban las luces de la tarde con las del amanecer: 12 horas de hociquear el sabor a tabaco en una boca, a menta en la otra, pasando por el gusto de los nervios que habitaba en las fauces de aquella chica que no había podido tragar nada antes de salir por la ansiedad de saber que quizá esa noche la iban a besar por primera vez y que iba a poder entonces «ser parte». 

Catadores de bocas sin puerto que a la salida del boliche, sin poder hallar en principio mecanismo de causalidad alguno, terminan a las piñas con otros varones, con la aparición del mismo fenómeno entre mujeres también, cuestión que hemos visto emerger en la última década y que en otros tiempos era algo reservado al territorio masculino.

¿Qué resto de esa errancia oral se tramita en unirse a las manos con otros del mismo sexo donde el cuerpo a cuerpo parece más efectivo, más logrado, donde uno de los dos queda de cama y el otro acabado de golpear y golpear? 

¿Cuáles son las coordenadas de época que llevan a delimitar este modo de vínculo entre los adolescentes? ¿Será cierto desencantamiento respecto de un modo de pareja que observan en los adultos y que adolece de haber perdido su atractivo? 

De un modo u otro, cierta consecuencia se impone: en la búsqueda de lo fugaz terminan con hambre y no son pocas las veces en que ese apetito pulsional se elabora luego (en varones, pero en mujeres a veces también) bajo la forma de la salida impulsiva y poco elaborada de las trompadas, víctimas de unas degustaciones donde lo corporal deja por fuera el erotismo de los encuentros.

Hablemos claro: no estamos diciendo que falten los encuentros genitales para complementar estos acercamientos: estamos diciendo que aunque ocurran, muchas veces acontecen en el terreno de cierta aridez erótica, consecuencia de un cuerpo que aún se desconoce, ya que la precocidad de esos encuentros (entre chicos prepuberales, por ejemplo) muchas veces anula el autoconocimiento del cuerpo que el adolescente de otras épocas experimentaba bajo otras formas, carentes del cuerpo del otro, que le permitían erotizar y conocer el propio. 

Estas bocas, que salen a encontrarse apresuradas, lo hacen muchas veces cargando un cuerpo colgajo que carga más veces como peso muerto que como erotismo incipiente.

¿Que nexo une a estas primeras manifestaciones de la sexualidad en los adolescentes con la violencia que se presenta en escenarios temporalmente continuos?

Una cosa es que el deseo a veces tenga ciertos tironeos con la agresividad, cierto empuje de arrebato, de abordaje del otro, que en el consentimiento pierda las formas de la suavidad, y otra es que se desate una corriente violenta que desesperadamente busque en el otro satisfacciones directas y desestimadoras de los límites o de posesiones exclusivas como la actuación loca de los celos con todo el peligro que eso acarrea.

En este punto y volviendo al comienzo, «me comí» 6 o 26 en una noche, toma la forma de ese autoconsumirse (comerse a uno mismo) que empuja hacia el fenómeno de lo masturbatorio, en una escena en la que el otro está más presente como extensión del sí mismo que como exterioridad. Una cosa es comerse comiendo, único modo en que la pulsión puede encontrase con otro, y otra es tragarse al otro como parte de sí. 

No estamos diciendo que todo tiempo pasado fue mejor ni que antes la cosa era más benéfica o simple para los adolescentes, pero si nos preguntamos cuál es la labor que el psicoanálisis tiene con los adolescentes de estos tiempos, que presentan modos de vínculo bien distintos a las elaboradas neurosis que los pacientes de Freud tenían entre los 15 y los 20 años. 

Lejos de buscar la coincidencia exacta entre la teoría y la práctica, ciertos fenómenos de época empujan a reescribir lo que en cada tiempo aparece como típico o habitual. Se trata de un hábito clínico que es imposible eludir si queremos mantener un psicoanálisis vivo. 


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