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Por Sergio Fitte
El día que cumplí los 17 años papá decidió por fin darme el regalo que hacía tanto tiempo le venía solicitando, hasta ese momento, sin éxito. El mismo consistía simplemente en llevarme a observar un partido de fútbol. Por cierto que me sentía desde algún tiempo con edad suficiente como para concurrir a un estadio, es más, tenía ya muchos amigos y amigas que hasta iban solos, pero sistemáticamente mi padre sostenía que aún no contaba con la edad suficiente para hacer lo mismo que mis compañeros. Claro que me sorprendí un poco cuando luego de solicitarle el consabido regalo vi nacer de sus labios la palabra: sí; tan corta pero tan contundente a la vez, tan llena de enganches y amagues, al fin se iba a producir mi anhelado vuelo de bautismo en una cancha de fútbol.
Puedo jurar que la semana se me hizo interminable. Suerte que mi cumpleaños fue el miércoles, de este modo corté un poco la ansiedad de aquellos días. El lunes y el martes (yo ya sabía que iba a ir a la cancha desde el domingo por la noche cuando se me ocurrió apurarlo al viejo, aprovechando que mirábamos los goles de la fecha por la tele y nuestro equipo había goleado; en el fondo quizás este último dato haya tenido mucha influencia para que el viejo por fin me llevara a la cancha), se me fueron en preparativos. El miércoles desde la mañana hasta la noche estuve jugando con todos los que me visitaron, por lo que el tiempo pasó rapidísimo. Es más, para despuntar el vicio jugamos un partido varones contra mujeres en el patio que duró por lo menos tres horas, claro que en ese cotejo lo que menos importaba era el resultado, era de esperar que el juego estuviera plagado de agarrones y manoseos innecesarios donde en definitiva a nadie le interesaba en lo más mínimo por donde andaba la pelota. Pero qué me importaba, que fuera lo que Dios quiera, lo único que me pasaba por la cabeza por aquellas horas era que de una buena vez por todas llegara el condenado domingo, así papá cumplía con su promesa y me llevaba a ver al equipo de nuestros amores.
El jueves fue un día de televisión y torta de ayer, la verdad que me dolían las piernas por el esfuerzo del día anterior, a decir verdad había andado bastante bien durante el partido, por cierto mi despliegue físico fue estupendo. Como decía, el jueves se hizo larguísimo y el viernes ni te cuento. Pero la tortura del sábado, el sábado a la noche y el domingo por la mañana, la verdad es que no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Está claro que no pude salir ninguno de los dos días. Los amigos del barrio que vinieron a invitarme no lo podían creer. Yo les explicaba que era muy importante para mí lo que iba a vivir el domingo, ellos me contestaban que también iban al partido y no por eso dejaban de divertirse, que saliéramos a bailar y después íbamos todos juntos para la cancha al otro día. Pero no hubo manera de convencerme. Medio creo que terminé por echarlos a todos y me quedé hojeando gráficos viejos y releyendo formaciones del 40 y del 50 para demostrarle a mi viejo, que llevaba los colores del equipo marcados a fuego en todo mi cuerpo y de esta manera demostrarle que se había mandado una macana con no dejarme ir a la cancha hasta cumplir los 17.
17 años, las cosas que me había perdido de vivir, si todavía miro las fotos de la vuelta que dimos en la cancha de ellos y tengo que aguantar las lágrimas para que no se me saltan de los ojos.
—No bajás a almorzar— gritó mamá ya el domingo al mediodía.
—Bajar, bajo —les fui informando desde la mitad de la escalera— pero ni sueñen con que vaya a probar bocado, tengo un nudo en la boca del estómago que me muero . —Los dos se rieron, pero no me dijeron nada.
Fue mi vieja la que hizo alusión a mi cara, para esas cosas no hay como las viejas. Y yo le dije que bueno, sí, que no había podido dormir en toda la noche y que para peor me había pasado las horas tratando de estudiar para el parcial del lunes, pero que por los nervios no me había entrado una sola palabra de todo lo que había leído. Y también les hice saber que no me avergonzaba de mi nerviosismo aunque el rubor de mi cara indicara lo contrario. Después se hizo un interminable silencio.
Cada tanto lo miraba de reojo a papá y pensé que nunca nadie había comido de manera tan lenta. Cuando por fin me dijo: “vamos”, me incorporé con cierta dificultad pues mis pies temblaban como árboles en una sudestada y me coloqué la gorra de nuestro equipo favorito. Me sorprendió que papá no llevara visiblemente nada que lo identificara como hincha de nuestro cuadro, pero no le dije nada. Él a su vez me hizo notar que mi camiseta me quedaba por demás ajustada y parecía que estuviese por reventar por como me marcaba todo el cuerpo, le hice acordar que a esa camiseta la tenía desde hacía por lo menos cinco años y que siempre me traía suerte en las difíciles por lo que me acarició la cabeza y me felicitó por mi maniobra.
Cuando el doce estacionó junto al cordón de la vereda y subimos al micro que nos llevaría hasta la cancha, la verdad que todo me daba vueltas, miles de veces había tomado aquel micro, pero aquel domingo el aire parecía estar cargado de una atmósfera especial. Cuando observé que dos chicos más o menos de mi edad, vestidos con la misma casaca de mis amores venían cantando en el fondo del colectivo, casi muero de la emoción. Si bien yo sabía todas las canciones de la hinchada, ya que las escuchaba por la radio o la tele, sentirlas en vivo y en directo era otra cosa. Aplaudí tibiamente una que otra vez, pero luego de ver que a papá era como que no le hacía mucha gracia que yo siguiese al grupo lo dejé y nos pusimos a charlar sobre el encuentro que ya teníamos entre manos.
Y acá viene el momento en que todo se me vino encima. Me di cuenta en el acto, antes de que abriera la boca, que papá me iba a decir algo terrible, sus ojos me lo transmitieron mucho antes que sus palabras.
—Mirá, —me dijo sin rodeos— yo no te puedo mentir a vos. Yo no soy hincha de nadie. O en realidad sí: soy contra Martínez. Me agarré la cabeza y ambos estábamos lagrimeando.
—Te acordás de Martínez, te acordás de cuando jugaba para nosotros.
—Pero cómo no me voy a acordar de ese desgraciado— le contesté arrastrando las sílabas de desgraciado.
—Bueno, te acordás que el día que debutó, bueno capaz que no porque vos tendrías recién dos años, dos años y medio, pero bueno, el día que debutó ese tipo, nosotros teníamos que empatar y éramos campeones, entendés, y si no, ellos nos daban la vuelta en la cara y en nuestra cancha. Bueno lo que pasó fue que entró éste, para ese entonces desconocido Martínez, y en la última jugada después de que el diez se pasara a todo el mundo y eludiera al arquero se la tocó para que el pibe debutara con gol, entendés, y el malnacido la tiró a fuera. El árbitro antes de dejar que sacaran del arco terminó el partido. Y sabés, el pibe no estaba ni preocupado, no se hizo ningún problema, ni se agarró la cabeza, si después se supo que era hincha de ellos y hasta dicen que cobró un dinero, porque al haber errado ese gol los campeones fueron ellos, ¿o te parece casualidad que al otro torneo cambiara de vereda?
Lo miré y no dije nada. Luego retomó su monólogo:
—Bueno, desde ese día abandoné por completo el sentimiento por el equipo, y comencé a seguirlo a ese desgraciado por todas las canchas nada más que a putearlo. No hay cancha donde juegue que no vaya a putearlo. Recién voy a volver a mis colores cuando ese tipo se retire del fútbol.
Con razón, me dije, si Martínez hoy juega para ellos, en realidad papá no me lleva para ver a nuestro cuadro (en realidad solo el mío por aquel entonces), sino que él lo va a ver a Martínez, a putearlo a Martínez.
Por un buen rato me llamé a silencio y comencé a tomar el partido con otra filosofía. Que esto es un espectáculo, que el duelo de hinchadas, pero no era lo mismo sabiendo que no compartíamos el mismo sentimiento con mi padre. Con el correr de los minutos volví a tomarle todo el cariño que le tengo a papá y cuando nos bajamos del micro y enfilamos para el lado de la cancha ya no me importó nada. Canté todos los cantos que cantaba la gente hasta ir perdiendo la voz que pronto pendía de un hilo. Fuimos a la local como no podía ser de otra manera y ya desde que se asomó el primer jugador de ellos por la boca del túnel mi viejo comenzó con el rosario que venía repitiendo desde hacía 6 años:
—Martínez ladrón, chorro, vendido, muerto de hambre retirate, patadura— y en fin, centenares de barbaridades que lo hacían quedar como un loco, pero un loco que era apoyado por el resto del público, porque no era solo él el que recordaba lo que había hecho Martínez en su momento.
Fue como a los quince del segundo tiempo cuando ya ganábamos 1-0 cuando Martínez se ve que explotó y miró para el lado donde nos ubicábamos nosotros y comenzó a caminar. Se veía que el tipo venía ciego, es más con el correr de los pasos su velocidad fue aumentando, por lo que nada me sorprendió que cuando llegara junto al alambrado se colgara de este y lo fuera escalando. En un abrir y cerrar de ojos estuvo del lado de la tribuna y codeando a todo el mundo se fue abriendo (un poco la gente se abría sola) lugar hasta quedar a dos metros de nuestra ubicación. Agitado por el esfuerzo realizado gritó:
—Haber si se puede saber quién es el que se queja tanto, hace quince años que me viene persiguiendo la misma voz, haber si ahora se da a conocer…¿Quién es el maleducado?
Sabía que estaba por pasar algo grande aunque nunca podría haber imaginado lo que vendría. Me restregué las manos aguardando a que se produjeran los acontecimientos por si solos.
Ese fue el instante en que papá realizó un medio giro con la cabeza mirándome a mí y luego contestándole a Martínez le dijo: “fue ella señor”.
—Jamás se me había pasado por la cabeza que fuera una mujer la que me viene torturando, pero bueno…— dijo Martínez clavándome los ojos encima.
Lo miré a papá y este solo atinó a levantar ambos hombros a la vez y a esconder la cabeza en el hueco que le produjo el mencionado movimiento. Su gesto era como el de quien dice no se como pudo pasar esto. Pero yo sí sabía como había pasado.
Martínez se quitó la camiseta, los pantalones, las medias, las vendas de los pies, las canilleras y realizó un especie de bollo con toda la ropa, completamente húmeda por la transpiración. Acto seguido me la extendió:
—Dale ricura, si te parece tan fácil, ¿sabés qué vamos a hacer?, ahora vas a seguir jugando vos.
De más está decir que no solo me, o nos, observaba toda la gente de la tribuna que tenía alrededor, sino que también lo hacían el resto de los jugadores que habían quedado dentro del campo de juego y los árbitros.
—¿Cómo que voy a jugar yo?— alcancé a contestar reprimiendo una carcajada que pronto se convertiría en una mueca de preocupación.
—¿Pero qué hablo yo, en ruso? Dale pibita o te creés que va a venir a salvarte tu papito—. Rió a carcajadas Martínez.
Seguro que este es el momento en que todo se aclara y mi viejo me salva de este entuerto me imaginé. Solo imaginé, nunca nada de esto ocurrió. Lo que sí ocurrió, fue que de vuelta al mirar a mi padre este volvió a reiterar ese movimiento de: “no sé como pudo ocurrir semejante cosa”, y una seguidilla de gestos negativos con la cabeza algo gacha.
Viendo que la cosa no daba para más, extendí la mano hasta tomar el ovillo de ropa que me estiraba Martínez y la dejé a un costado sobre los escalones.
Me quité la camiseta que traía de casa; allí me di cuenta que de entrar por Martínez debería jugar en contra de mi querido equipo, y bueno me dije que le vamos a hacer hay cosas que son inmodificables, al final era cierto que me quedaba re apretada la casaca por lo que debí esforzarme sobremanera para sacármela. Hice lo mismo con las zapatillas y la calza roja. Toda la popular aplaudió, se veía que a la multitud le caía bien que mi indumentaria interior solo constara de una diminuta tanga negra. Papá era como que no quería ver y se ponía las manos sobre los ojos; y disimulaba, por eso dijo que era como que no quería ver.
Me coloqué la casaca 9 me vendé medio a los apurones, me até los botines que por cierto me quedaban enormes y por último me puse el pantaloncito que me llegaba por debajo de las rodillas. Estoy hecha una payasa me dije para mis adentros, pero cuando observé como le quedaba mi atuendo a Martínez, me di cuenta que no era yo la que había llevado la peor parte ¿Usted se imagina cómo puede llegar a quedar un moreno de 1,90 dentro de una calza roja y una remerita ceñida al cuerpo de una niñita de tan solo 17 años?, bueno, yo lo estaba viendo y no pude dejar de reírmele en la cara. Las calzas le tapaban solo hasta pasado el muslo, era una risa. Esto también fue festejado por la multitud que comenzó a hacer inteligentes cánticos haciendo referencia a la prominente hombría de Martínez.
Bajé los escalones rumbeando para el lado por donde el nueve había accedido a la tribuna. Cuatro jóvenes se ofrecieron a hacerme pie para que pudiera trepar. Fue un viejo de esos de tupidos bigotes canosos y anteojos de vidrio espeso de color verde, quien aprovechó justo el momento en que coloqué la pierna derecha del otro lado del alambrado, para enterrarme sus, porque fueron las dos, manos en la profundidad de mi decencia. Esto me puso como loca; por eso, el escupitajo que le asesté cuando ya descendiendo por el alambrado quedamos cara a cara lo tuvo bien merecido el desgraciado.
—Qué loco este Martínez —dijo el seis que pateaba para nosotros
— Para mí está perfecto lo que hizo —manifestó el cuatro de ellos, recogiendo las palabras que habían sido lanzadas al aire.
—Vamos que estoy descontando —gritó el árbitro. Luego agregó:— Y usted, nueve, venga para acá. Me acerqué medio timorata, sorprendiéndome, era la primera vez que alguien me llamaba por el número de la camiseta.
—Tiene amarilla por saltar el alambrado y la próxima se me va, ¿entendió? —me dijo.
—Pero señor, sí yo no fui la que trepó el alambrado… —me defendí sin mucha convicción.
—Calladita porque la echo, nueve, la echo.
Me di vuelta y fui a buscar mi marca, el juego se reanudó con un pique.
La verdad que no estaba muy concentrada que digamos, además el haber ingresado sin hacer ningún tipo de entrada en calor, me obligó a sentir los primeros minutos. Toqué la primera pelota luego de un buen rato y para colmo la pasé mal, y de contra casi nos convierten el segundo, al partido lo continuábamos perdiendo uno a cero en ese momento. Después cuando los músculos de mi cuerpo tomaron temperatura de competición, todo se hizo más fácil. No te voy a decir que jugué como el día de mi cumpleaños, pero anduve bastante bien para ser mi partido debut si es que dejamos de lado una circunstancia muy especial del encuentro.
El cartel negro mostrando un número rojo fue lo último que recuerdo haber visto antes de tomar la pelota en el medio de la cancha. La paré con el empeine, con el cuerpo me saqué a uno y encaré por el carril del ocho. Cuando llegué a la mitad del campo de ellos, el tres se tiró como para cortarme al medio, pero se la pique y la jugada fue tan rápida que de inmediato quedé mano a mano con el arquero. Le amagué salir por adentro y lo eludí por el lado de afuera. Y allí me encontraba yo con el arco vacío, la pelota dominada en el pie derecho y la red al alcance de la mano.
En ese instante recordé de qué manera yo había llegado hasta aquel lugar, lo imaginé a papá reconciliado y nuevamente hincha del club de nuestros amores, agarrándose la cabeza porque yo su hija, estaba a décimas de segundo de empatarle un partido increíble. También me vi colgando con la ayuda de mi padre el primer cuadro que tuve con la foto del equipo, y fue como que algo se me atragantó en el fondo de la garganta, del alma.
Y no lo pude hacer y pateé la pelota para cualquier lado. Y me agarré la cabeza. Y grité. Y lloré de una manera tal que todos me rodearon, el diez nuestro me palmeó la espalda y me dijo que no me preocupara que eso le pasaba siempre a las goleadoras y que no tenía ni idea de los goles que se solía errar el nueve al que yo había reemplazado, que para el caso era lo mismo porque él también lo hubiera errado. Cuando el referí se colocó al lado mío de seguro, para volver a amenazarme con que me expulsaría por el tumulto que había producido, grité con toda la garganta:
—¡¡¡Estoy ciega, he quedado ciega!!!— redoblé el llanto y el griterío. El árbitro no tuvo más remedio que dar por terminado el cotejo. A mi me llevaron al vestuario en camilla. Los muchachos se ducharon y se cambiaron. Pude notar los motivos que hacían que mi calza le quedaba tan chica al nueve titular. Papá me vino a buscar y regresamos a casa.
Durante la cena como era costumbre los domingos por la noche, miramos los goles y los resúmenes de los partidos de la fecha. Observé que mamá estuvo por demás atenta a las imágenes en aquella oportunidad. De todos modos no hizo ninguna pregunta, mamá no es de las que hacen preguntas. Cuando el relator con algo de sorna dio por finalizada la transmisión del partido al cual nosotros habíamos concurrido en horas de la tarde, nos miramos a los ojos con mi padre y ambos sin decir nada sabíamos que tendríamos una nueva jornada de fútbol el próximo domingo. No nos quedaban dudas de que Martínez volvería a ser titular la fecha siguiente.
Etiquetas: ficción, Fútbol, Sergio Fitte