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Por Marina Esborraz y Luciano Lutereau
1.
¿Cuándo fue que se empezaron a escribir tantas novelas sobre la relación madre-hija? Un clásico es Apegos feroces, pero más recientes son Las estrellas de Paula Vázquez, La sal de Adriana Riva y otras que muestran que esa relación se volvió un tema literario.
No hay novelas del siglo XIX dedicadas a esta cuestión; seguro nos equivocamos, pero creeríamos que las mujeres del siglo XX prefirieron la poesía para hablar de ese vínculo primario. Las cosas empezaron a cambiar después de que el cine tomara el tema. Si antes las novelas se adaptaban al cine, hoy no es raro que las mejores novelas tengan algún precedente cinematográfico. Es la crisis actual de la novela, porque incluso las mejores terminan pareciendo películas; pero el punto es cómo muchas mujeres de esta generación están escribiendo sobre la relación madre-hija y dicen algo que el psicoanálisis descubrió hace tiempo: que el duelo es imposible y que es una relación basada en la decepción, que difícilmente puede evitar el reproche y la fantasía de la mamá mala –aunque a veces se la quiere transformar en buena, victimizándola, justificando su desapego.
Muchas de estas novelas no son muy buenas, salvo cuando logran dejar atrás la voz autocomplaciente de la hija y ubican –en la narradora, curiosamente son todas novelas en primera persona– que desde temprano la niña fue una mujer que no quiso ser como su madre, que su crítica es proporcional a su odio. Las hijas odian a las madres y las madres odian a las hijas. Es lo normal. Si no seguirían siendo una parte de su cuerpo. Y lo interesante es que no es la madre la que deja a la hija, sino la hija a la madre y eso es lo que nunca le va a perdonar: su libertad, haber tenido que dejarla, haberlo querido, aunque después disfrace ese deseo con alguna motivación trágica, que la vuelva inevitable. Si hoy el Patriarcado tambalea y el sujeto edípico está en crisis, no es porque estemos más allá del Edipo, sino porque no salimos de lo pre-edípico.
2.
¿Qué espera de su madre una hija? En principio, reconocimiento. Los hijos no esperan tanto eso, quizá porque ya cuentan con ese amor, también porque masculinizarse –para ellos– es traicionar a la madre. Pero ellas quieren ser reconocidas por su mamá y eso no ocurre, ni siquiera cuando ocurre; porque incluso en este caso, no les creen.
Un hijo varón está convencido de haber sido un objeto que causó el placer de su madre (a pesar de los años, no se imagina otra cosa mejor –para ella– que visitarla), una niña no: o bien piensa que “tiene que” visitarla, cuando la visita se siente incómoda o, aunque hable en los mejores términos, igual, no deja de llamar antes de pasar (quizá por eso algunas mujeres no dejan de tener día fijo de visita a sus madres). Un hijo varón nunca avisa antes de ir. Entra directo. Entra todo en su goce. Para una hija, en cambio, el goce de su mamá es un misterio, a veces distante, otras lejano. E incluso en la máxima cercanía, no deja de haber distancia. Esa distancia íntima puede ser reprochada, vivida como culpa, compensada con las más diversas identificaciones viriles, etc., pero la pregunta es ¿por qué una hija no causa el goce de su madre?
El punto no es interrogar a la madre, sino que la hija no lo crea: que junto a su pedido de reconocimiento haya una desmentida básica, como si para devenir mujer una niña necesitara renunciar a ser un objeto sexual para otra mujer –mientras que un varón nunca deja de serlo para su mamá. ¿Cómo se encubre esa renuncia a ser objeto de la madre? Con la fantasía de ser deseada por el padre. Y aquí también hay vías distintas; por ejemplo, se puede buscar con desesperación el deseo de un varón para huir de la madre, o es posible despreciar de ese deseo con la suposición de la que la madre se enojaría, o entregarse a ese deseo para vengarse, etc., pero siempre en torno a la incomodidad que implica ser deseada.
El Edipo femenino tiene mil variantes, pero sus dos polos son “expectativa de reconocimiento” y “queja por el deseo”. La primera encubre un acto –que hace que muchas mujeres no crean en lo que tienen–, la segunda una fantasía –que las lleva a creer que algo les falta (“¿por qué me desea sí…?”). A veces algunas se presentan más por una vía, otras por la otra, pero ambos polos están en análisis de casi toda mujer.
Quizá antes, en la época de Freud, consultaban más por lo segundo (cuando había histéricas), hoy más por lo primero. Pero siempre están ambos polos.
* Imagen de portada: «Al final del día», de William Sergeant Kendall.
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