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Por Carlos G. Picco
Hace poco más de cuatro meses se estrenaba Joker, de Todd Phillips, y rápidamente se constituía como el último gran hito del séptimo arte. Película icónica y traumática, de música avasallante, imposible en su captura simbólica, catapultada casi con seguridad a marcar un antes y un después en el cine comercial.
Se escribió y se escribe sobre ella como no sucedía a nivel mundial desde hacía mucho tiempo. No solo para intentar analizarla, sino más bien para pensar desde y hacia otros campos, especialmente la sociologia, la psicologia y la cultura.
En menos de cinco meses cosechó incontables premios, entre ellos dos Globos de Oro, tres BAFTA, un Oscar por mejor banda sonora, etc., etc… y finalmente, el Oscar a Mejor actor en rol protagónico 2020 entregado a Joaquin Phoenix.
Sin embargo y para sorpresa de muchos el reinado no duró los mil años del Tercer Reich, ni los trescientos que solicitaba Joyce para su literatura. Es que en el momento cúlmine la gran candidata no ganó a mejor director ni a mejor película. ¿Qué pasó? Pasó Parasite, del surcoreano Bong Joon-Ho.
Y digo este ‘pasó’ como lo digo también para Joker y su pretendida durabilidad. Más que nunca en nuestra historia, como rezaba el famoso anillo de un longevo expresidente de la Asociación del Fútbol Argentino, “todo pasa”. Y agreguemos, cada vez más rápido y dejando huellas menos profundas.
Mientras espero a que eso ocurra y algo más ocupe los titulares de cultura, economía o política, nos parece interesante proponer algunas coordenadas para abordar el nuevo fenómeno.
La propuesta no es la de pensar Joker vs. Parasite, sino la de hacerlas caminar juntas y ver a donde llegamos.
Los Oscars entregan 24 premios, de los cuales 23 se eligen por simple elección. Es decir que cada uno de los casi nueve mil votantes dice cuál prefiere de los ternados en cada categoría, pone su voto y chau.
La excepción es Mejor Película pues esta “se rige por un complejo sistema de votación ‘preferencial’ que consta de varias rondas. Cada votante debe colocar por orden de preferencia las películas en competencia (nueve este año) pero, a menos que obtenga la mayoría absoluta de entrada, no gana de forma automática la cinta que reúne el mayor número de primeros lugares. Tras cada ronda de votación, la última película de la lista se elimina y los votos que se le habían asignado se reparten entre las películas restantes, de acuerdo con la ‘preferencia’ más alta de la lista. El proceso continúa hasta que una obra supera la barra del 50% de los votos”, según se lee acá.
Un dato importante a tener en cuenta es que de los votantes un 70% son hombres y un 85% —también del total—, son blancos.
Es decir que Parasite gana, y gana bien. Con contundencia, por lo menos en el sentido de que se le supone haberse llevado los votos de la mayoría respecto de sus competidoras.
La pregunta que sigue es, claro, ¿por qué gana? ¿cómo lo logró? ¿cuál es el secreto?
En un país que gusta colgar su bandera en cada centímetro cuadrado de su territorio —y también del ajeno—, reivindicando en los mercados sus prácticas culturales y el idioma, al premio mayor se los llevan unos coreanos que además de ya haber pisado tres veces el escenario esa misma noche, hacen pasar por halago a los yankees lo que en verdad es una burla, tanto a ellos como a sí mismos. Claro a esto los gringos lo saben.
(Pienso además en el lenguaje de cada una. Los estadounidenses —y casi enteramente el 80% del resto del planeta— no gustan del cine que no esté en inglés. En este sentido vale tomar noción de que Parasite, estrenada en Cannes en mayo de 2019, lleva recaudados a nivel mundial unos 170 millones de dólares, mientras que Joker, estrenado a principios de octubre de 2019, ya superó los mil millones. Por supuesto que la difusión de una y otra en relación a sus casas matrices no son comparables.)
¿Entonces? Tanto Joker como Parasite tienen un tema común. Quizás varios. Pero nos centraremos en uno, porque me parece que, más allá de las lecturas, análisis sociológicos y de clase riquísimos que entregan ambas, hay además un punto de encuentro: la búsqueda de cierta redención de un hijo para con su padre, y por ende del hijo en sí.
No es extraño encontrar en otras películas de Bong niños y niñas en roles heroicos, como es el caso de la reciente Okja (Corea del Sur, 2017), o de conflictiva familiar atravesada por coordenadas sociológicas fuertes, como es el caso de Mother (Corea del Sur, 2009) o El Expreso del Miedo (Corea del Sur, 2013)
El estilo de Parasite, a diferencia de Joker, es novelado y lineal. Si bien es una película que va y vuelve sobre sus rastros, lo hace amablemente, sin sorpresas ni fuertes quiebres de sentido. Parasite, en este punto y a una distancia astral de Joker, promueve la fascinación que generan los colores pasteles.
Incluso aunque la temática es compleja y el planteo es por demás lúcido, en cuanto a los recursos discursivos elige ir por el lado de lo apacible y lo metafórico. “Es todo tan metafórico” repite una y otra vez el personaje del hijo, como si Bong, director y guionista de la película, hablase a través de él.
Son realmente muy pocas las escenas, especialmente algunos primeros planos, en donde algo de otro orden irrumpe. Quizás en esto reside su votabilidad en los Oscars, pues hay que reconocer que en ningún momento nos hace saltar del asiento, ni siquiera con las escenas más crudas.
Joker, por el contrario, o al menos esta fue mi experiencia, conmueve y quiebra la razón tocando a veces el cuerpo, volviéndose a mi gusto una de esas rarezas inclasificables sobre las que se sigue escribiendo para intentar captar algo, o por lo menos para salir de la desesperación que provoca.
Y ya que estamos con Joker —aparentemente no me quiero ir de aquí—, ¿qué tratamiento da a la historia entre padre e hijo? La tritura. Trabaja y retrabaja las figuras y funciones rotas, propias de la época, de lo que en psicoanálisis se dice “la caida del padre”, su perversión originaria, la soledad y desesperación del hijo, la locura… y al hacerlo no suma nada, ningún entendimiento. Conmueve y enloquece; pone a hablar, a escribir, pero jamá explica o argumenta.
Pienso por eso a veces que si el personaje principal no hubiera sido Joker, archienemigo de una de las figuras de comics que mas vende a nivel planetario, a lo mejor esta película no llegaba a ningún lado.
¿Y Parasite? La cuestión de entrada es otra. Si en Joker el hijo está solo y transcurre gran parte de la historia buscando furtivamente algún padre, en Parasite la primera escena nos aclara que aquí la cosa irá por otro lado. Uno más accesible al “70% hombres, 85% blancos”.
En Parasite el hijo es también un solitario pese a estar tan pegado al “guión familiar”. Hace de su vida una labor continua por sostener al padre. Este, a su vez, se nos presenta al minuto de cinta durmiendo en el piso del subsuelo en el que viven todos, quizás con una terrible resaca, sin trabajo ni afectividad alguna asociada a la situación de abandono que se observa.
Por decirlo de otro modo, el tipo está bastante cómodo tirado sobre su basura. Serán variadas las formas en las que este hijo, un poco acoplado al padre, intentará muy indirectamente conmoverlo de esa posición de parásito.
Es interesante que Bong Joon-ho nos muestra muy lucidamente cómo este muchacho, que por capacidades e inteligencia podría ser un estudiante universitario de élite —lo que a los ojos de la madre lo haría un valiente—, prefiere fracasar. Pese a la capacidad y el saber luego demostrados, no deja de fallar en sus exámenes. Esto lo dejará donde ya está, amando al padre en su goce y de tal forma que tomará de aquel incluso su gesto de cobardía.
Será solo cuando el desenlace plantee una separación real entre ambos que el hijo podrá decidir alucinatoriamente una solución distinta para su vida: ganar “mucho dinero” y prosperar. Pero esto solo para volver finalmente sobre el padre y rescatarlo de la oscuridad a la que, como una cucaracha, ha huido luego del único acto valiente y arrebatado con el que intenta recuperar por cuenta propia algo de su dignidad tras ir contra el amo.
Parasite plantea una figura de padre decadente y bruta, irresponsable y servil. Joker más bien su perversidad. Parasite nos dice del hijo bueno, pegado pero inteligente y sensible, bondadoso y trabajador. Joker nos refiere a la locura, la soledad y el parricidio. En donde la primera es una comedia dramática, la segunda no entra cómodamente ninguna categoría pues me parece remitir a algo originario.
En esta época, al parecer cada vez más convulsionada, el mayor premio del cine ha sido otorgado elocuentemente a una película que no solo proviene de uno de los socios más fuertes de Estado Unidos en Oriente, sino que además, lejos de interpelar la realidad de la que surge o a la que adviene, trabaja en cicatrizar lo que Joker había venido a devastar: no tan solo la idea de relación entre progenitores y su descendencia, sino además entre clases, amos y esclavos, o entre el ridículo ideal de bondad como lo inherente a lo humano y la crueldad con la que nos fagocitamos cada día.
Parasite es la reivindicación no inocente y actualizada de aquel pasaje bíblico en el que Noé yace tirado dentro de su carpa, borracho y desnudo (Génesis, 9:20-27). Uno de sus hijos, el menor, que lo ve en esta situación, corre a decirle a sus hermanos mayores. Estos toman un manto y, caminando de espaldas para no ver al padre en su vergüenza, lo tapan. Noé, al despertar y enterarse de que uno de sus descendientes lo ha visto desnudo, condenará al hijo de éste —es decir, su propio nieto— a la esclavitud más degradante.
Parasite agiorna esa historia. Ahora el hijo comparte el banquete y se emborracha junto al padre, mirando sus vergüenzas de frente, mostrando las propias, y sin que haya por parte de ninguno condena alguna.
Parasite permite salir de la versión horrorosa de padres e hijos de Joker, dando a la cultura ecuménica, a través de su premiación mayor, la posibilidad de echar nuevamente un manto y tapar eso que no debe verse.
Etiquetas: Bong Joon-ho, Carlos G. Picco, Cine, Joker, Parasite