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14-02-2020 Ficciones

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Por Ramiro Guardia

Eran esos días tan brillantes que la propia luz del sol que asomaba por la ventana opacaba la visión. Obligaba a poner cara de estar chupando un limón o un caramelo ácido. De un calor extenuante en el que la ropa se adhiere a la piel. En el que es preferible mantenerse vestido para sostener las gotas que quieren escurrirse y cosquillean por el cuerpo. Así de insoportable estaba la cosa. No podía adoptar más la posición de lagarto porque inevitablemente, el pucho y la birra cuestan dinero. Había que trabajar para obtener ese vil metal que manipula a todos. Esa mañana tan irritante, me encontró con poco sueño y una explosiva combinación de cócteles y tapeos en mi estómago. Los escasos minutos de cerrar los ojos me colocaron en un estado surrealista. Con la mente nublada y poca lucidez aún sonaban el rimbombante ritmo de las consolas del boliche. Cuando no hay tiempo de poner ‘play’ a la automatización del cuerpo y solo quedan escasos minutos para hacer las cosas, hay que seleccionar opciones en una velocidad más rápida. Desayunar, dormir cinco minutos más, bañarme o cagar. El reloj solo me permitía elegir una. Todo lo anterior no es algo cómodo o posible de hacer si hay visitas. Un amigo del interior que quiere despedirse. Ese que a veces te acompaña en largos trayectos y te es fiel hasta el final. No quería venir a trabajar conmigo, tenía ganas de salir a explorar y seguir su camino. Sentado en el trono con las piernas estiradas una explosión suculenta liberó a la bestia que gritaba. El eco de semejante estruendo debe haber retumbado en todo el edificio. Una cosa menos al fin. Hacía tanto calor que prácticamente las gotas de sudor me lavaban el culo. El papel se deshacía y quedaba reducido a una lámina de hostia. Logré liberarme de mi amigo. Era el momento de decir adiós. “Nos vemos negro, que tengas lindo día” le dije y me clavó los ojos fijamente. En su mirada había algo extraño. Una mueca canchera desafiando al destino. ‘Tac, tac, tac’. Otra vez, ‘tac, tac, tac’. Nada. No había agua en todo el edificio. El malvado disfrutaba de mi infortunio porque por lo visto solo quería salir de mi cuerpo. Quería hacer de la suya sin estar ligado a donde voy o que hago. El minutero sonaba cada vez más fuerte y la punzante manecilla del reloj se agigantaba. Debía irme a trabajar y no podía presentar más excusas por llegar tarde. Enojado por su traición lo amenacé. “¿No te querés ir? Disfrutá del último aliento porque acá no te quedás”. Las reacciones de mi cabeza en ese momento estaban muy lejos de poder jugar una partida de ajedrez. Me acerqué a la heladera abruptamente y encontré dos botellas de agua; justo al lado de una cebolla y dos huevos. Una estaba vacía y ni entendía por qué la había guardado. Quizás cuando ofrecía a las visitas si querían tomar algo y me decían nada ahí tenía una opción que ofrecer. Rápidamente tomé la botella y lancé el agua con una violencia como si le tirará encima toda la cascada del Iguazú. Sin saberlo hice al negro más fuerte. El glú, glú, glú que salía del pequeño agujero del envase solamente provocó transformar a la bestia en un dios. En un efecto multiplicador transformó su masa expandiendo toda su fealdad a un punto de no tener retorno. “Chau sorete, nos vemos a la vuelta”. Me fui dejándolo encerrado en el baño sin luz ni aire. Que se acobarde por traidor pensé. Para colmo a medida que avanzaban las horas estaba cada vez más pesado. No caminaba sino que arrastraba los pies. La ansiedad de volver hacía que la elasticidad del tiempo fuera eterna. Quería reparar el daño moral que había dejado en casa. Ese crimen sin castigo tenía que tener una condena rápida. El tiempo transcurrió y el momento de volver llegó. Antes de colocar la llave en la cerradura olfateaba el lugar distinto. La imagen era criminal. El muy maldito había organizado una fiesta e invito a todos sus amigos. El departamento por todos lados lleno de mierda. De todo tipo, como pequeños renacuajos en una pileta bailaban en la alfombra. Los hechos relevantes eran que un hijo de vecino arrojó un tampón por el inodoro. Bajó del sexto al quinto, del quinto al cuarto; y así sucesivamente, hasta llegar al segundo piso contra frente: donde vivía. Justo en esa dimensión del espacio temporal había un codo de cañería que hizo que reflotaran todos los milagros de la creación humana. El desagüe se había tapado y el negro que había pasado de ser un sorete a un ser infinito antes de irme ya no estaba solo. Todo lo contrario, era el rey del lugar con sus invitados que lo alababan. El nauseabundo olor era vomitivo; tan así que tomar agua del riachuelo era un castigo más leve. Bailaban entre hojas, zapatillas, ropa y algún que otro elemento que se ahogaba entre tanta mierda. Mis ojos horrorizados que no veían claramente el asunto querían estallar. Ese cachetazo de realidad hizo desaparecer cualquier estado de ensueño. La locura provocada por la ira y la frustración había hecho añicos mi cordura. Agarré la botella de agua vacía que estaba en la heladera y me hice un fondo blanco; limpiándome la boca como si bebiera del whisky que resucitaba a cualquier muerto. Me detuve a mirar el calendario viejo que tenía posando con un imán en la heladera. Recuerdo de un viaje de años atrás al Caribe. ¿Cómo podía salir de aquel lugar? Mientras lo miraba una brisa de aire me llegó y sentía cómo enterraba los pies en la arena. No había estrés, ni obligaciones, ni horarios ni demandas o exigencias. Sol, sonido de mar y viento. Nada más. Y un pinchazo en mi brazo. “¿Qué está pasando y por qué estoy acá en esta cama?” Toda esa locura enardecida me había volado los patos. Los vecinos me encontraron desmayado en la cocina rodeado de mierda. No tenían a quien llamar y se comunicaron con un centro médico de salud para que me asistieran. Dos semanas pasaron de aquella vez, que lo vi al negro por última vez. No sé qué fue o será de su vida. Si salió a recorrer el mundo por las largas cañerías o quizás simplemente llegó al océano. Su desafiante autonomía le permitió en este universo ser más que un sorete. Ahí noté que entre nosotros dos no había tanta diferencia. Ambos teníamos una vida de mierda.

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