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10-02-2020 Notas

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Por Marcos Urdapilleta

I.

La historia es conocida: un escritor polaco se exilia durante casi veinticuatro años en Argentina y pasa la mayor parte de ese tiempo sin pena ni gloria. Sin un centavo, completamente al margen. Cuando vuelve a Europa, sin volver jamás a Polonia, gana el Formentor, es candidato al Nobel y ubicado, después, entre los escritores de vanguardia más importantes del siglo XX. El polaco es Gombrowicz, y también es un provocador plagado de contradicciones: si se queja, en su Diario, de cuánta falta le hace el reconocimiento de sus pares, también se encarga de repelerlos constantemente. Los escritores en grupo, dice, le dan alergia. Con el grupo Sur, justamente, tiene varios desencuentros. Existe una cena en casa de Bioy Casares que sale mal, un episodio confuso con Borges en avenida Corrientes, la amistad con Mastronardi y desaires que van y vienen. Borges es “caldo insípido para literatos”; Gombrowicz, un “conde pederasta y escritorzuelo”. A los escritores de Sur, dice Gombrowicz, los encandilan las luces de París; a él, la fascinación, baja, abyecta, por Retiro.

De Retiro hace su escuela: “Soy persona sencilla”, dice, “y, sobre todo en materia erótica, mi maestro es el pueblo”. El puerto es el lugar de sus encuentros con muchachitos, marineros y turistas. En ese sentido, se puede pensar como una sinécdoque de Buenos Aires e incluso de la Argentina. La parte por el todo: si su exilio en el país le sirve de laboratorio de ideas acerca de la juventud y la inmadurez, se puede pensar que Retiro y sus derivas nocturnas hayan sido, también, una forma de ponerle el cuerpo a su escritura. Gombrowicz descree de la filosofía no erótica, y en esto ocurre un juego de ida y vuelta: en su caso, el verbo se hace carne y la carne se hace verbo.

II.

Primera digresión. Gombrowicz camina por la avenida Callao, no sabemos a qué altura. El apremio o la dispersión lo meten al baño de un café, y ahí, en la pared, escribe a lápiz unos versos burlescos. Más tarde Vila-Matas recupera el episodio: dice de Gombrowicz que legó dos obras maestras. La primera sería su Diario. La segunda, aquella inscripción satírica en la pared de un baño. El comentario, por supuesto, es una humorada, pero poner en pie de igualdad los versos y el diario no es inocente. Las dos son, cada una a su modo, escrituras privadas, escrituras íntimas, que se vuelven hacia los demás con impertinencia. Una hipótesis: se hace del baño un lugar de enunciación.

En Gombrowicz, literatura y vida son prácticamente indisociables. Una es la inversión especular y deformante de la otra. ¿Cómo cogía Gombrowicz? ¿Y cómo escribía que cogía? En su literatura hay un tratamiento del sexo que es erótico pero porque es lateral. Nunca se muestra o nunca se muestra del todo. Aparece siempre como una fascinación previa antes que como un acto, como algo que se hace. Es un rodeo neurótico, obsesivo. Hay fijación por manos, por labios, por muslos. En su ficción el sexo es lo que antecede al sexo, o algo en apariencia completamente distinto. En Ferdydurke, por ejemplo, uno de los personajes principales de la novela se muere de ganas de enredarse con un peón, pero este deseo se termina expresando ni más ni menos que con una bofetada. En el Diario, en cambio, el sexo aparece mencionado o aludido, pero la sexualidad está siempre problematizada. Gombrowicz se desmarca todo el tiempo del horizonte de expectativas de su época, pero también de la homosexualidad lisa y llana. Aunque casi nunca deja de provocar, prefiere en ese terreno la ambigüedad, a veces la vacilación.

Es que la homosexualidad en Gombrowicz es una necesidad del cuerpo pero es una necesidad que al propio Gombrowicz le genera aprensión. Por eso la forma concéntrica con la que trata su sexualidad siempre nos muestra los círculos más grandes, nunca nos muestra directamente lo que pasa en el centro. Retiro, la juventud, lo bajo, lo abyecto: todo esto nos llega de la mano del erotismo, sí, pero a propósito de un programa estético.

III.

Segunda digresión. Una vez me metí a una tetera. Obviamente, yo no lo sabía, pero me di cuenta enseguida porque cuando entré era evidente que ahí estaba pasando algo. Era el baño de un Burger King, por Florida. Era de noche y estaba lleno de tipos expectantes. Recuerdo haberme sentido especialmente observado, porque lo fundamental ahí es la mirada: es cierto que cuando dos varones se buscan se entienden apenas con una mirada. Y es raro, porque por momentos parece que la lógica de todo el asunto fuera más una cuestión de orgullo que de erotismo: como si los tipos, ahí, en el baño, estuvieran midiéndose la pija antes que tanteándose el deseo. Se dice siempre que en Gombrowicz ética y estética son una misma cosa. Se dice que era un provocador. Se dice que era ácido hasta lo desagradable. Una hipótesis: Gombrowicz, su forma de estar en el mundo, tiene no poco que ver con medirse la pija.

El 21 de julio de 1963 le escribe una carta a Juan Carlos Gómez:

“Mi estimado Goma: su última me procuró cierto disgusto. Primero lo de la homosexualidad y la inmundicia. Qué homosexualidad y qué inmundicia! Sépalo, yo no soy ni nunca he sido homosexual, sino que de vez en cuando suelo hacerlo cuando se me da la gana”.

Así que cuando se le da la gana Gombrowicz sale de su pensión en Venezuela al 600. Deambula por San Telmo. Se arrima a la Costanera. Baja por las callecitas de adentro, y al final se mete a los baños de Retiro. Ahí coge, y coge con cualquiera, con el que esté a mano, con marineros que recién desembarcan, con turistas, con paseantes. Con tipos que salieron a buscar lo mismo que él. Entonces, pensar con el cuerpo, dice Gombrowicz, pensar y leer y escribir a partir del erotismo, dice. Si el baño es un laboratorio de ideas, si la carne se hace verbo, es probable, incluso es muy probable, que al final la literatura de Gombrowicz le deba mucho a esos encuentros fugaces de una intimidad que es compartida y también un poco retaceada, que es privada, pero también eminentemente pública, es probable, incluso muy probable, que su literatura le deba mucho a esas derivas nocturnas por los baños de Buenos Aires.

IV.

Tercera y última digresión. Uno escribe en francés, el otro en español, pero los dos optan por una lengua ajena. Uno está a punto de irse, el otro llegó hace rato, pero los dos aparecen enfrentados al exilio. En Gombrowicz y Sarmiento hay un mismo gesto –un gesto bárbaro, inmaduro– que se duplica y se invierte como en un espejo. Estar de paso, meterse a un baño y escribir, como quien no quiere la cosa, un mensaje en la pared. Sarmiento elije el carbón, la traducción desviada y la política: On ne tue point les idées. Gombrowicz, el lápiz, el verso, la broma: Señoras y señores, para nuestro beneficio, / no lo hagan en la tapa sino en el orificio. Las dos consignas son una forma lateral y privada de hacer literatura, y el hecho de que ambos escritores dejaran registro de la anécdota no es casual. Son, también, una provocación dirigida a la cultura oficial, y por lo tanto una forma de pensar lo nacional y lo colectivo. Una última hipótesis: la Argentina fue para Gombrowicz un gran baño público.

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