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Por Juan Agustín Otero
Hablaba de la inmadurez y de la fama, pero también del sexo, de la extranjería, de la mala poesía y de la mala literatura, y de lo bueno que hay en el mundo y sobre todo, en definitiva, de él mismo, pero siempre como algo más que él mismo, en Buenos Aires o en Polonia, dentro de la tradición literaria. Gombrowicz, el polaco, se parece a Mishima, el japonés. Ambos quisieron elevarse a través de su literatura en símbolos superlativos de un modo de vivir la vida y de escribir. Ambos, también, fueron homosexuales, casquivanos, travestidos que se imaginaron miembros de una nobleza imaginaria que los rechazaba, hombres decididos a transformarse en cualquier cosa para superar el show pesado de su inadaptación, para convertir la deformidad, mediante estragos, en belleza.
Dice Gombrowicz en su Diario: “Yo postulo el hombre ‘relajado’ y ‘normal’ y, al mismo tiempo, el hombre penetrado por el dolor”. Gombrowicz dice también: “cuanta más inteligencia, más estupidez”. Es una postura en la que insiste con firmeza. Lo que más disfruta es contradecir. Declara que ser grande es ser pequeño, que un gesto miserable puede ser magnánimo, que lo sucio es puro, que lo mostrado constituye también parte de la intimidad y, en definitiva, que la seriedad es un chiste. Hacer de estos preceptos una literatura es mucho más difícil que enumerarlos.
Desde el principio hasta el final, Gombrowicz articula ambigüedades y contradicciones. Ferdydurke es una ardua repetición de discursos contrapuestos (el cuento, el prólogo, el ensayo, la novela que contiene todo eso) y de fuerzas contrapuestas (Pimko contra el protagonista, La Moderna contra el protagonista, el duelo de fachas). Por otra parte, en Bacacay, Gombrowicz escribe una serie de personajes solitarios, enfermos e infantiles que no saben o no pueden o no quieren vivir la vida burguesa y adulta que les está predestinada. Son criaturas que buscan ser lo que no son, que se esfuerzan en ocupar el rol social que, imaginan, se les ha dado, que revientan de risa y de llanto para resistir la realidad que se les viene encima. Aquí Gombrowicz es primo de Kafka, pues él también es un escritor de inadaptados, de espacios imposibles, de cosas ridículas que evolucionan en cosas siniestras y después vuelven a ser cosas ridículas. Al margen y para dar un último ejemplo, Los hechizados es la farsa de una novela gótica, una historia de terror disfrazada de comedia. Pero al final, no queda del todo claro si uno ha leído o no una parodia, o mejor dicho cuál de los dos extremos es parodia del opuesto. Los hechizados es una versión burlesca del terror gótico y, al mismo tiempo, el terror gótico es una versión naif y superficialde Los hechizados.
A Gombrowicz se lo puede leer con ironía o con sospecha, pero también, a veces, con alguna compasión. Su literatura es una literatura de la incomodidad, de la decepción y la soledad. Vale preguntarse si en la fama que buscaba y que finalmente obtuvo halló la redención que en algún momento esperó encontrar. Hablando de un artículo de un tal Kocik en un diario parisino, donde se decía que Gombrowicz era el más polaco de los grandes escritores polacos contemporáneos, Gombrowicz dijo: “Toda la vida he luchado por no ser un ‘escritor polaco’, sino yo mismo, Gombrowicz. He luchado por ser yo mismo y he aquí la nación, en la persona del señor Kocik, me aferra de nuevo y me convierte en una pequeña pluma de un pavo real”. Unas cuantas páginas después, en el mismo Diario, reaparece la preocupación. Dice Gombrowicz: “La Divina Comedia no me basta. Lo que busco en ella es a Dante. Pero no lo encuentro, porque el Dante que me ha sido transmitido por la historia es justamente el autor de la Divina Comedia. Estos grandes hombres ya no son hombres, son únicamente sus logros”. Gombrowicz no se queja de su condición de escritor polaco, sino sencillamente de ser escritor. Perder la identidad –intuye– es la consecuencia de hacer una carrera literaria, ser nadie es el costo de emerger en el mundo de la literatura o, quizá, en el mundo en general ¿Qué lugar le cabe a Dante en su Divina Comedia? ¿Qué lugar le cabe al mismo Gombrowicz en su Ferdydurke o en su Diario? es la pregunta siguiente, que, curiosamente, decide no formular. Antes de morir, sus reflexiones se revuelven sobre esta idea trágica: la fama del escritor lo borra de su obra, no hay ningún hombre en una pieza escrita, sino tan solo un símbolo y un símbolo frío para una posteridad que no existe y, por tanto, no importa.
Gombrowicz muere en 1969, aclamado y derrotado por el público, siendo él mismo y nada por causa del triunfo, según la tragedia que imaginó y a la que dedicó toda su vida. No hay que creerle, sin embargo. Puedo suponer que al final, después de darse patadas con todo el mundo, debió sentirse vagamente satisfecho y asumir, en los últimos días, los gestos livianos de una persona agradecida.
Etiquetas: Gombrowicz, Juan Agustín Otero, Yukio Mishima
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