Blog

05-03-2020 Ficciones

Facebook Twitter

Por Guillermo Fernández

Cuando estaba con Julia la cena era todo un acontecimiento. Sobre todo, en la primera época, en esos meses en los que todo era novedoso. No pudimos detener el final. Pienso en ese día en que ella cerró la puerta del departamento. Creo que no le contesté el saludo. Me había quedado en la cocina para no verla. Desde ese día habían pasado tres meses. Ninguno de los dos buscábamos atormentarnos. Prometió que volvería para retirar lo que le quedaba. Lo dijo prácticamente desde el pasillo, con la voz de siempre. Habló por teléfono dos o tres veces para saber cómo estaba. Nos dimos la libertad para abandonarnos a los antojos. No nos avergonzamos de confesar que buscábamos agradarnos. Cenábamos desnudos, con la cortina del comedor corrida y con las luces bajas. La primera vez que lo hicimos nos reímos mucho. 

Nos levantábamos de la mesa para espiar si de los departamentos de enfrente veían algo. Dejábamos los platos sucios, los vasos llenos y la comida fría sobre la mesa. Íbamos al dormitorio, nos acostábamos abrazados sin hacer nada. Muchas veces nos mirábamos solo como prueba de que nos gustábamos. La seducción comenzaba por vernos sin ropa, apenas llegábamos de la oficina. No necesitábamos hablar. Cuando Julia llegaba yo ya estaba en el sillón del comedor desnudo, apagaba el cigarrillo mientras esperaba que ella se quitara el vestido y lo dejara en la silla. No nos gustaba mezclar la ropa. Nos desprendíamos de lo que llevábamos puesto como muestra de una intimidad que habíamos construido paso a paso. Así aprendimos a entusiasmarnos, a construir una inteligente habilidad para estar juntos. 

Nos habíamos dejado arrastrar por la ocurrencia. Antes de la cena, desprovista de la ropa y con el olor del día, Julia tomaba de la biblioteca una novela y se ponía a leer. La primera vez nos reímos mucho. Con el tiempo, yo mismo le pedía que no pasara de hoja. Disfrutaba con ese encuentro de los dos personajes en el subte, con la manera que ellos habían tenido de buscarse y de aprender la primera palabra. 

Julia leía casi siempre. Yo la miraba sentado en una silla y ella se quedaba parada enfrente de mí. Pudimos memorizar la última palabra del párrafo escrito por alguien desconocido. Ella sabía de antemano el momento exacto en el que yo apuraba la respiración. Bajaba la voz y, poco a poco, silabeaba el desenlace. Le pedía por favor que no terminara, que no llegara nunca. Ella se reía despacio, con tanta lentitud como pronunciaba la despedida de la pareja se agitaba con una suave cadencia del vientre. Los dos transpirábamos. Dejábamos de mirarnos de frente para torcer nuestras cabezas. Habíamos logrado sorprendernos en el ensayo. Julia se preocupaba en repetirse. Ella una vez me dio la espalda y leyó el episodio. Yo seguía sentado, escuchaba su voz, desde lejos, como si ella estuviera perdida en un parque y me llamara. Mi cuerpo fue otro. Nunca había observado mi sexo. Esa vez dejé que mi mano siguiera su voluntad. Julia no volvía su cabeza, supo en qué me ocupaba, porque no se opuso a que yo no la siguiera con mi voz en el desenlace. Esa vez llegamos cansados al dormitorio como si nos hubiéramos hundido para siempre uno en el otro. 

Con el tiempo, no pudimos continuar con las mismas páginas. Su voz perdió cadencia y yo no me atreví a leer. Empezó a distraerse y a equivocarse. Hasta llegó a pedirme perdón. Esa vez cerró la novela y lloró. No me levanté para calmarla. Nos acostamos para tener sexo. Julia quiso repetirme al oído la escena del subte. Los dos nos excitamos para no herirnos. Comprendimos que habíamos torcido nuestra voluntad. Nos dimos vuelta cada uno a su lado. Apretujamos la almohada como si fuese los restos de un cuerpo del que ya no nos sentíamos parte. Nos habíamos desmembrado sin horror y sin sangre. La sábana húmeda guardaba el resto de algo que nos habíamos propuesto nada más que como ejercicio. Así dimos comienzo al fin. Ella intentó retomar la lectura solo para demostrar el fracaso. No dije nada. Le saqué la novela de entre las manos. No la retuvo. 

El libro ocupó el hueco, como un cuerpo que retoma un lugar, que nunca dejó de ser ausencia. Sigo en el comedor, en el sillón. No me desnudo, porque ya no me atrevo a verme. Además, ya no me interesa saber de la vida de los jóvenes del subte ni tampoco conjeturar si la chica se desviste para continuar su encuentro o, tal vez, busca repetirse en otro libro. 

* Imagen de portada: «Sentada desnuda en el sillón» (1900) de Jean Edouard Vuillard

Etiquetas: , ,

Facebook Twitter

Comentarios

Comments are closed.